miércoles, 14 de enero de 2009

Una postal para Irene

La buscó nuevamente en la biblioteca, entre sus libros favoritos. No la encontró. Era como si nunca hubiese existido. Una postal para Irene. Se la prometió apenas partió a ese viaje tan soñado, tan planeado desde siempre. Una postal de Alejandría en donde refulge la ciudad bajo el sol de Egipto, las ruinas de la antigua biblioteca, los muros tallados de historias secretas y graffitis.
Hacía dos años que el ministerio le había aprobado la jubilación, pero ahora, debido a esos juegos que el destino suele tramar, se sentía incompleto sin las preocupaciones propias de la docencia. A veces pensaba en los teoremas, las raíces cuadradas, los polinomios y su relación con la vida; no se explicaba entonces el hecho de que muchos de sus alumnos no entendieran algo tan lógico, tan vital.
Irene volvería mañana a la ciudad, recuperada completamente de la operación. Tendría que visitarla. Aprovecharía la ocasión para entregarle el libro y la postal y comentarle los pormenores del viaje, de lo bien que le había ido. Está seguro de haberla colocado como un marca-lectura en el último libro de Méndez Guédez. Pero ahí no está. Se sentó lentamente en su sillón de lectura, de pronto se sintió cansado. Cerró los ojos. Desde afuera llegaban ruidos lejanos, difusos. Ya era tarde. Su familia dormía. Entonces su mente retrocedió en el tiempo: los preparativos del viaje, el Charles de Gaulle, la conexión hacia Egipto, las Pirámides, el Mediterráneo, aquello que no se explica en los folletos turísticos ni en los libros de Historia Universal.
Evocó aquellos encuentros furtivos en que la vida era un oasis en medio del caos de la ciudad y la rutina. Recordó las promesas lanzadas al aire acondicionado de una pieza de motel cualquiera; esa despedida tenue en que prometieron no verse ni hablarse más: Es lo mejor para los dos. Teresa ya está cansada… Luego un beso, un pañuelo de seda que va de una mano a otra, unos pasos que se funden con la noche.
Se incorporó y buscó el pañuelo en una de las gavetas del escritorio. Lo tomó con sutileza. Con dedos lentos y temblorosos quiso revivir su contacto más tierno, la curva exacta de su vientre, la blancura sedosa y húmeda de su espalda…
Al cabo de dos horas de búsqueda infructuosa comprendió que era absurdo continuar. Con el Álgebra de Baldor en las manos, observó por la ventana que daba a la calle a un grupo de jóvenes que charlaba y reía entre humo de cigarrillo y tragos de alcohol. El sueño comenzaba a dominarlo.
De pronto alguien abrió la puerta. Él se hallaba dormido en el sillón de lecturas, con el pañuelo en la mano. Teresa miró el pañuelo fijamente, por unos instantes. Luego lo despertó con cautela para no asustarlo.
Como a las tres horas, Santiago leyó un mensaje de texto: Irene lo esperaba. Se dirigió a la biblioteca. La postal yacía sobre el libro de Neruda que leía su esposa. Entonces no supo qué hacer. Afuera un sol implacable ardía contra el pavimento, a pesar de que en el noticiero de la mañana habían anunciado día de lluvia.

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