miércoles, 8 de octubre de 2008

Capítulo II

Al asomarse por la ventana comprobó la información divulgada por el noticiero de las seis de la mañana en donde se anunciaba que el día iba a ser lluvioso, gris. Se dirigió al cuarto; extrajo del ropero la chaqueta de pana verde que tanto le gusta; observó a su esposa que dormía como un bebé, envuelta entre las sábanas. Se acercó con cautela para evitar despertarla: “Chao, mi amor”, dijo con tono tierno, muy suavecito, al tiempo que le daba un beso en la mejilla. Claudia se movió levemente, como un mimoso gato, entreabrió los grandes ojos color chocolate, sonrió, le dijo “chao”, aún amodorrada y se ovilló de nuevo. Afuera comenzó a caer una lluvia de gotas densas acompañada por un fuerte ventarrón, que hacía declinar de cuando en cuando los arbustos del patio.

Encendió el Corsa 2002, mientras la puerta mecánica del garaje se elevaba frente a él como un gran párpado de acero. Sintonizó la FM de todas las mañanas: una canción de los años setenta (Ruddy Márquez: oyendo esta música vieja recuerdo el pasado, cuando yo la tuve a mi lado...) invadió la cabina del auto y lo abrumó de memorias.

Menos mal que el tráfico no estaba tan congestionado como lo supuso. Puso en funcionamiento el celular, pues nunca se sabe, se dijo, después de tomar la avenida Rotaria, en dirección a su trabajo.

El Dr. Darío Cifuentes llegó a la oficina del juzgado a la hora exacta en que su secretaria intentaba comunicarse con él (estaba lívida, temblorosa). Al verlo frente a ella, se levantó de inmediato de la silla giratoria de cuero marrón: “Ay, Doctor Cifuentes, buenos días; menos mal que llegó, doctor, es la señora Rebeca; llamó diciendo que ya tiene los dolores” Se abrió un silencio descomunal que se diría abarcó todo el edificio.

―¿Hace cuánto tiempo llamó, ah?― inquirió el jefe, con el rostro evidentemente congestionado por la noticia.

―Hace como quince minutos, Doctor― respondió Iraima, con los ojos fijos como dos dardos temblorosos sobre el rostro pálido de Cifuentes.

Cifuentes dio algunos pasos de autómata hacia la salida de la oficina, se detuvo, se pasó la mano derecha por la frente de entradas perfectas; al término de unos instantes, se devolvió al lugar donde su secretaria esperaba solícita la nueva orden. A lo lejos se escuchaba el estrépito de la ciudad; la lluvia había cesado; el cielo permanecía gris.

―Por favor, Iraima, llama a mi esposa y dile que tuve que salir a la fiscalía a arreglar un asunto urgente y que seguramente no pueda almorzar en casa. Dijo el hombre, discretamente, para luego alejarse deprisa por el pasillo que conduce al ascensor.

La señora de Cifuentes se levantó a eso de las ocho y media de la mañana. La lluvia momentáneamente se había extinguido. El sol intentaba abrirse paso por entre formaciones de nubes oscuras y espesas que aún flotaban sobre la ciudad, haciendo inminente la caída de un nuevo chaparrón, en cualquier momento. Hacía frío. Claudia acababa de hablar con la secretaria de su esposo. “Bueno, ojalá que pueda solucionar ese-asunto-importante” murmuró de modo impersonal, en tanto que se disponía a cepillarse los dientes. Gustavito, por su parte, aún dormía.

Para llegar al barrio las Flores, el auto debía cruzar toda la ciudad, de este a oeste. Eran las diez menos veinte cuando el Dr. Cifuentes reconoció desde lejos la casa de Rebeca Gómez, incrustada entre un tumulto de casas humildes y calles angostas y sucias, en medio del populoso barrio. A los diez minutos, una mujer gorda, de aproximadamente sesenta años, le rogaba que entrase rápido, que su hija lo esperaba retorciéndose de dolor en su cuarto. Cifuentes corrió a través de un pasillo angosto, abrió una cortina con premura. La mujer estaba acostada en una pequeña cama con el cabello desordenado. Tenía el rostro pálido, unas ojeras grisáceas y profundas alrededor de sus grandes ojos evidenciaban varias noches de insomnio. Llevaba puesta una bata de dormir semi-transparente que facilitaba la contemplación de unos senos caídos y mustios. Al tenerlo frente a ella, Rebeca Gómez, en medio de un suspiro entrecortado, dijo: “Gracias, Dios mío. Menos mal que llegaste.” Él estaba sudoroso, pálido, con las manos temblorosas.
― Tranquila, mi amor, ya te llevo al hospital.―prometió Cifuentes, contemplando los ojos atónitos de la mujer, que a su vez lo observaban suplicantes. El cuarto estaba en desorden. Era un lugar húmedo, sofocante; cargado de olores amargos, desagradables. El techo de zinc, no tan alto, reproducía inclemente el sopor que el poco sol que ya se asomaba tímidamente por entre las nubes, comenzaba a generar, aquella acelerada mañana de julio.

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