lunes, 6 de octubre de 2008

Los lobos también lloran (capítulo I)

Amor 77
Y después de hacer todo lo que hacen,
se levantan, se bañan,
se entalcan, se perfuman, se peinan, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son.
Julio Cortázar (Un tal Lucas, 1966)



1

Luego de tragarse la segunda pastilla, la joven se bebió de dos sorbos largos el resto de agua que le había quedado en el vaso. Al cabo lo colocó sobre la mesa de noche. Estuvo unos minutos sentada en la orilla de la cama, recordando las últimas palabras del facultativo de la farmacia, quien luego de escrutarla por unos instantes con ojos inquisidores, le dijo: “No te preocupes, muchacha, con estas pastillas, tu problema estará solucionado...” “El problema estará solucionado”, murmuró, acariciándose suavemente el vientre con la yema de los dedos. De pronto, alguien tocó a su puerta; era su mamá. “Karla, te llaman por teléfono: es Eduardo...” dijo la señora Dolores, con aire cómplice, acercando la cara a la puerta del cuarto de su hija, como si revelara un secreto. “Ya voy mamá” repuso la muchacha, enjugándose una lágrima inoportuna que se deslizaba silenciosa sobre una de sus mejillas. Se sentía terrible, mas logró incorporarse a su vida normal. Se dirigió a la puerta, abrió, abandonó el cuarto con cierta brusquedad. Con la mano izquierda, y de una manera mecánica, se sacó el bikini de en medio de las nalgas. Cruzó la pequeña sala donde su padre contemplaba como idiotizado un partido de fútbol (Venezuela jugaba contra Colombia). Tomó el teléfono: “Hola gordo”, “¿Cómo estás?” saludó Karla, con voz dulce, fingiendo tranquilidad. “¿Ya está listo?” Preguntó una voz masculina, ronca, desde el otro lado de la línea. (Seguro está tomando, pensó la muchacha). “Sí, papi”... “Qué bien” repuso él, luego de un suspiro... hubo un breve silencio: “Entonces nos vemos mañana”, concluyó Eduardo. “Chao, mi amor”, dijo Karla, espiando de soslayo a su padre que yacía dormido, con la cabeza ladeada, la boca abierta; el cuerpo pesadamente arrellanado en su sillón favorito, frente al centelleo constante de la pantalla del televisor.

Dos días antes del esperado partido de fútbol, Karla, aprovechando que sus padres estaban cenando en casa de sus abuelos, tuvo la osadía de meter a Eduardo a su pieza: “Eso sí fue rico, mamita”, dijo Eduardo, mientras se sentaba en la cama y se disponía a colocarse nuevamente el boxer. Karla sonrió, enajenada, aunque sin perder de vista el reloj de pared que su padre le había regalado un mes antes, para que pudiese llevar control sobre su horario de lecturas. Sin duda la había pasado rico, no obstante, un oculto sentimiento de incertidumbre opacaba de repente ese acelerado momento de placer. Eduardo era un tipo cínico. Trabajaba como mecánico en un taller de latonería y pintura, que quedaba ubicado a dos cuadras de la casa de Karla. Era más bien pequeño y algo gordo, de ojos oscuros y piel curtida por el sol. Conoció a Karla en una fiesta. Desde el momento en que la vio bailando una canción de salsa brava, quedó prendado de la joven. “Ese culito me lo como yo” dijo con desfachatez a uno de sus amigotes antes de tomarse un trago de ron con coca-cola. A las dos horas estaba platicando con la muchacha. La lengua a veces le jugaba una mala pasada, sin embargo logró cuadrar una cita para el día siguiente.

Hay que reconocer que Karla era algo coqueta. Siendo aún muy niña, sus familiares y allegados tejieron en su mente la convicción de que era hermosa, de que era una mujer muy especial; por cierto, no se equivocaron, pues luego de la pubertad, motivos le sobraron para ser una de las chicas más deseadas del barrio: esbelta, estatura media, senos y trasero prominentes, pero sin rayar en la exageración; ojos achinados (algo aindiados, más bien), tez morena, boca pequeña, andar resuelto.
Estaba terminando el bachillerato en un colegio privado. Tenía 17 años recién cumplidos, cuando le dio el sí definitivo a Eduardo, bajo la sombra de un espeso almendro en la plaza Bolívar de ese barrio citadino. Sabía que estaba jugando con fuego, pues la reputación de “el Gordo”, como era llamado Eduardo por sus amigos, no era precisamente la de un Nerds. Ella sabía que el tipo no era de fiar. Sin embargo, algo de la personalidad del muchacho le atraía sobremanera: tal vez ese modo tan descarado de dársela de machote y mujeriego, o el mutismo en que a veces se abstraía, sobre todo cuando estaba solo, y que le daba un aire enigmático, atractivo. En fin, la joven cayó redondita, tal y como él lo había previsto aquella noche de farra.

Eduardo vivía en una casa humilde con su mamá y un hermano enfermo. Era el único que trabajaba. Desde muy joven tuvo que hacerse cargo de sus gastos personales y de la mayor parte de los gastos de su familia. Su padre había muerto en un aparatoso accidente de tránsito cuando él apenas contaba con diez años de edad. Justo había terminado el tercer grado: no estudió más. Desde entonces se dedicó a ejercer varios oficios: limpiabotas, barrendero, vendedor de helados efe, entre otros. Tenía fama de marihuanero, ratero, estafador, sonsacador de jovencitas, y hasta de pertenecer a un grupo satánico. Karla hacía caso omiso a las habladurías del barrio, mas por si acaso, actuaba con precaución.

No era su primera vez. Cuando tenía quince años tuvo su primera relación sexual: fue con un primo que estaba de vacaciones en su casa. Se llamaba Sergio y era dos años mayor que ella. Sergio era un chico atractivo y con cierta experiencia sexual. Una tarde en que ambos se hallaban solos en la casa, Sergio espió a Karla mientras ésta se duchaba con parsimonia, luego de haber ido de paseo a un río cercano con algunas de sus amigas. Era excitante para el joven ver a su primita enjabonarse con delicadeza los senos de pezones erguidos y ese tierno culito de formas redondas, bajo la llovizna del grifo. Para ese momento eran novios, pues siempre se habían gustado, a pesar del parentesco que los unía. Una semana después, estaban tocándose furtivamente en el patio trasero de la casa; quince días después, consumaban un rápido y sobresaltado acto sexual, sin orgasmo, más cargado de miedo e incertidumbre, que de placer...

En adelante, Karla comenzó a tener una vida sexual más o menos activa, sobre todo cuando se creía enamorada, querida. Siempre fue cuidadosa. Velaba por no caer en el libertinaje sexual y por no quedar embarazada, aunque, como les comentaba de vez en cuando a sus amigas a la salida del colegio, no se sentía preparada aún para cuidarse con pastillas (aunque me han dicho que las de emergencia son buenísimas...decía, con una expresión admirativa en el rostro). En efecto, cuando se disponía a hacer el amor, siempre le exigía a su compañero el uso del condón. Esta vez Eduardo no lo usó, pues con el afán de aprovechar la ocasión que se le presentaba (“Los viejos no van a estar en la casa, chamo”, comentó a su compinche... con los ojos exaltados de lujuria) no tuvo tiempo de adquirirlos. Si bien al principio Karla se negó a hacerlo así, sin protección, al poco rato la excitación la fue derribando lentamente sobre la cama, haciéndola dejar de lado el espíritu de precaución y cautela que solía caracterizarla en esos casos.


El reloj de pared que se halla a dos metros y medio del piso, marca las once y cincuenta de la noche. Debe estar ya borracho, murmuró, mientras acomodaba su cuerpo hacia el lado izquierdo de la cama: las piernas unidas y dobladas en posición fetal, los brazos juntos haciendo de almohada. En este momento la pastilla ya debe haber surtido efecto; en adelante debo ser más cuidadosa, pensó Karla, luego de un largo bostezo. Tendré que comprar un paquete de condones y esconderlos de alguna manera en mi cuarto; sí, eso haré. Otro susto como éste, ni loca: aunque me muera de ganas; sin condón, nada, gordito. Si tiene muchas ganas pero no tiene como protegerse, entonces que se masturbe...

Apagó la luz del cuarto, se persignó como siempre (no tanto por fe como por costumbre), se ovilló entre las sábanas.

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