lunes, 15 de diciembre de 2008

Después de la tormenta

Tomé a Diego de la mano y cruzamos rápidamente la avenida Libertador. De manera imprevista, lo que parecía una pequeña llovizna adquirió la fuerza y la intensidad de una tormenta. Yo estaba muy feliz y realmente, en ese momento, no me importaba que nos mojáramos un poco. Ese día, luego de las diligencias pertinentes, de haber hecho colas interminables y de perder tiempo y dinero, al fin tenía el documento en mis manos.

Esa mañana, el niño me preguntó que qué íbamos a hacer a San Cristóbal. Le expliqué todo. Tía, ¿Entonces ahora sí vas a ser mi verdadera mamá?, Sí, corazón, aunque tú muy bien sabes que siempre te he querido como a un hijo… Él suspiró, y una sonrisa leve iluminó su rostro. Pensé en Marina, en sus últimas palabras, que me hiciera cargo del niño, “sólo tú puedes cuidarlo, por favor, cuídamelo”, y luego su mano se fue desmayando lentamente, no había nada qué hacer…

―Aquí tiene la carta notariada, abalada por la LOPNA y todo…―me miró a los ojos por unos instantes, mientras me alargaba una carpeta amarilla.
―Muchas gracias, señor prefecto…Dios le pague…
―No hay de qué, señora; aquí estamos para servirle ―se puso de pie, mientras pronunciaba las tres últimas palabras y le dijo no se qué a una muchacha joven y bonita que se hallaba asomada a la puerta del despacho.

Aunque la parada estaba a una cuadra, nos mojamos bastante. Dieguito me dijo que tenía miedo. Lo abracé y le estampé un beso en la frente. En ese instante un nuevo trueno estalló sobre nosotros. Al cabo de unos quince minutos la buseta de turno llegó a la parada, estaba full; nos subimos, nos tocó ir de pie, tú sabes cómo es eso…Bueno, ahora viene lo cumbre: resulta que me dio por revisar la carpeta… ¿Y sabes qué? El papel estaba totalmente empapado; de hecho la tinta del sello estaba toda corrida… ¡Qué desgracia, vale!, murmuré. Nos bajamos en una esquina, en una parada de taxi.

Cuando llegamos a la oficina ya estaban cerrando. Miré la hora en el reloj de pared, era un cuarto para las cinco… A pesar de que le rogué a la secretaria que me permitiera hablar con el prefecto, que era urgente, me dijo que no, que el prefecto ya se había ido, que ya todos se iban, que si quería regresara el lunes temprano, que como a las seis el vigilante comenzaba a dar los números para las citas del día…

Miré de soslayo a Diego que estaba concentrado en el celular, sentado en medio de sillas vacías. Mi cabeza entonces se volvió un ocho, como dicen por ahí: pensé en Marina, en mamá, en el desgraciado de Gerardo que quería quitarnos al niño. Pensé en la directora del liceo donde aún trabajo como secretaria, en la jubilación que nunca llega, en las goteras dentro de la casa, en la cita del lunes siguiente en donde debía entregar el documento…



La tormenta se fue extinguiendo, poco a poco. Comenzaba a anochecer. Viajábamos de regreso a casa. De pronto, mamá me llamó al celular. Le conté lo que había pasado. Me sorprendió mucho su tono mesurado y tranquilo, al comentarme que Gerardo la había llamado, que dejara de preocuparme…
―¿No lo puedo creer? ―algunos de los pasajeros de los asientos delanteros voltearon a mirarme.
―Así es mija… increíble, pero cierto…
―Ay, Gracias a Dios; yo sí le rogué mucho al Divino Niño…
―Bueno, mija, entonces quédese tranquilo; acá los espero con la cenita…¿Y Dieguito?
―Pues imagíneselo… durmiendo…


***

Dieguito cumplió ayer nueve años. Hace un año que ocurrió todo aquello. Mamá está feliz. Ojalá papá y Marina estuvieran, pero en fin, así es la vida. Gerardo le pasa su porcentaje mensual sin mucho problema, y a él le va excelente en los estudios…Por cierto:
―¿Será que me acompañas a comprar los ingredientes para la torta?
―Por supuesto, cariño, vamos. Aprovechemos que ya escampó…―lo dijo tiernamente, luego sonrió. Y era cierto: el cielo volvía a ser límpido y alegre, entonces le di gracias a Dios por aquella sonrisa.


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