sábado, 6 de diciembre de 2008

Los lobos también lloran (capítulo III)




Cuando abrió los ojos lo primero que vio fue un afiche de la selección de fútbol de un país europeo (parece que era de Alemania), pegado sobre una pared descolorida. Eran más o menos las diez de la mañana. Se movió a un lado de la cama tratando de amortiguar el dolor de cabeza, pero fue inútil. Recordó algunas escenas de la noche anterior, mas no pudo precisar con exactitud en qué momento perdió la conciencia. Se aflojó la correa, se quitó los zapatos. De pronto, lo invadieron unas ganas terribles de vomitar. Se levantó de golpe de la pequeña cama y se dirigió presuroso a la sala de baño. Vomitó todo cuanto pudo, en medio de una sudoración fría, acompañada de retortijones intensos. Su madre al verlo correr hacia el baño comentó algo a su hermana, quien estaba a su lado, ayudándola a preparar la comida: “Otra vez se emborrachó... míralo, ahorita deja el baño hecho una porquería; vas a ver...” La muchacha guardó silencio y siguió cortando en cuadritos pequeños la cebolla y el tomate para el perico del almuerzo.

Alberto tenía 23 años, era el mayor de tres hermanos. Era el único varón. Era flaco, un tanto alto, de piel blanca y cabellos castaños. Luego de repetir tres grados consecutivos, logró graduarse de bachiller en el liceo público, cuando cumplía 21 años. Ahora no hacía nada. Supuestamente estaba esperando ingresar al Instituto Universitario de Tecnología, pues quería estudiar informática. A pesar de haber sido un pésimo estudiante, al tipo le gustaba la matemática, de hecho fue la única materia que aprobó sin ningún inconveniente y hasta con buena nota durante todo su bachillerato. Por eso eligió estudiar esa carrera. En tal sentido, había presentado tres veces el examen de admisión, sin obtener los resultados esperados.

Era bonchón, echador de broma y se pasaba de tragos con facilidad. Desde el jueves hasta el domingo su agenda estaba recargada de fiestas, bochinches, vendimias, piscinadas: en fin, borracheras terribles, a las que sucedían, resacas abrumadoras. Era sábado: un día caluroso. Arriba, el cielo de un azul intenso, sin nubes; abajo, las calles atestadas de gente y de automóviles, en pleno fervor sabatino. Alberto había llegado a las cinco y media de la madrugada, totalmente ebrio. No supo cómo logró llegar a casa ni quién lo acompañó. En los últimos meses esta situación se venía repitiendo cada vez con mayor frecuencia. A veces se sentía mal consigo mismo: la famosa resaca moral. Pero no escarmentaba del todo. En esos momentos se juraba a sí mismo que no volvería a caer en ese estado, que no volvería a perder el control, mas a los ocho días volvía a emborracharse y la volvía a cagar.

Luego de un almuerzo frugal acompañado de dos o tres vasos de agua fría (para el ratón, se dijo), se sentó en un sillón de mimbre que se hallaba en el patio trasero de la casa, en donde su padre solía sentarse a descansar, tras jornadas de trabajo duras e intensas. Era un lugar fresco, pues un par de grandes y frondosos almendros le proporcionaban buena sombra.

A pesar de que se había tomado de golpe dos alka seltzer y una aspirina, la resaca no lo abandonaba. Se colocó un pañuelo sobre los ojos e intentó dormir. Al rato, una voz ronca lo llamaba, como en sueños. Primero casi como un murmullo, después la sintió tan cerca, tan frente a él, que se quitó azorado la venda de los ojos y se topó con los ojos atónitos, enrojecidos y vidriosos de el gordo: “Chamo, la cagamos”, dijo. “¿Dónde está la cuestión?” prosiguió, con la voz temblorosa, sobrecargada de un aliento alcohólico, desagradable. Alberto quedó sin palabras, el pulso se le aceleró de golpe y sintió una gran presión en el pecho.

―¿Qué pasa guevón?― inquirió, con extrañeza, sin entender aún lo que sucedía. Alguien se acercaba, pues se escuchaban pasos desde el fondo de la casa. El gordo corrió a la salida del patio, para tomar una calle angosta y alejarse presuroso. Antes de perderse por entre unos arbustos, gritó:

―¡Cuídate, chamo; nos están buscando! ―Alberto sonrió estúpidamente, giró la cabeza en dirección a su casa: su madre estaba parada en el umbral con una expresión dura en el rostro:

―¿Qué pasó anoche, Alberto?, ¿En qué te metiste, ahora? ―el cielo comenzó a tornarse gris, una gran nube espesa, baja, apareció de pronto en el horizonte.

―Allá afuera está la señora Rosa, la de la panadería, dice que quiere hablar contigo sobre lo de anoche ―Alberto se fijó de pronto en la nube que ya cubría todo el cielo del barrio, mientras algunas gotitas caían levemente sobre sus hombros y cabellos... un trueno rompió de repente el silencio de la tarde.

(Foto: Con Humberto, Benjamín e Isidoro, tomándonos unas cañas en Madrid... je,je,je)

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