Vivimos en una sociedad marcada por las relaciones económicas. Eres lo que pesas en oro, o en dólares. La maquinaria capitalista es un indefinible gendarme que se encarga de que produzcas al máximo de tus posibilidades. Cada día debes erigirte en el ejecutivo modelo, en la vendedora exitosa, en el administrador brillante. A veces te olvidas de compartir con los tuyos; pero en fin, todo tiene su precio. Si quieres comprarte el carro del año que tanto te gusta, si quieres ser respetado por tus familiares, si quieres ser un padre ejemplar, debes pagar el precio correspondiente: trabajar ocho o más horas diarias, olvidarte de observar cuando el sol besa el horizonte, olvidarte de que fuiste niño y soñaste y volaste y también tuviste miedo de estar solo…
Tal vez algunos de los conceptos del párrafo anterior resulten exagerados, pero algo de eso ocurre. En muchos casos, nos hemos convertido en máquinas, en simples robots asalariados. Hacemos lo que tenemos que hacer, nada más. Nuestros sueños, a menudo, quedan solapados, adormecidos, debajo de nuestras obligaciones cotidianas: en los horarios de oficina no hay lugar para soñar, para compartir. En esta carrera interminable del tener, el ser suele resultar comprometido.
Es importante valorar nuestras capacidades para ejercer de manera eficiente un determinado trabajo, pero lo que más debemos valorar es todo aquello que la vida nos ofrece día a día. Por encima de cualquier cosa está vivir a plenitud, y para hacerlo no necesariamente debes esclavizarte a un trabajo, a un sentimiento, a un vicio, o a la cobardía estúpida de no ser lo que realmente eres.