jueves, 21 de mayo de 2009

Retrato de familia


Guillermo y Lucía regresaban del cine. A los lejos se perdían las luces de la ciudad. El twingo 2002, se deslizaba por la carretera vieja a 90 kilómetros por hora. Habían disfrutado la película en silencio. Al momento del desenlace, cuando la trama los había envuelto por completo, y el abrazo final de los protagonistas los enterneció inevitablemente, ella rozó sus manos con dedos infantiles, temblorosos. Él no se inmutó y fingió indiferencia.
Esa tarde, habían decidido recordar los viejos tiempos. Las horas consumidas entre destellos de alcohol y sobresalto. Entonces Esteban, Maribel, Yeniferd, Jorge luis y los otros, componían el corro de amigos que siempre estaban dispuestos a una nueva rumba, a un nuevo escándalo callejero. Las escapadas para la playa los fines de semana. La locura de una juventud que encontraba en la ciudad y sus alrededores, el contexto idóneo para desatar su desenfreno, y vagar, enardecidamente, en pos de una felicidad caduca y pasajera.
—¿Y qué te pareció la película?
—Bien —dijo ella, dándole la espalda; calentando la cena en el horno microondas.
Al rato, se encuentran en el viejo comedor. Él pensando en el final de la película, tal vez un tanto trillado, para una cinta de ocho oscares. Ella, de cuando en cuando, le lanza una mirada profunda y soslayada, como queriendo descifrar lo que palpita más allá de ese rostro aindiado y mustio, como queriendo encontrar las respuestas a tantas preguntas tejidas en noches eternas, con las fibras más delgadas de la duda y el dolor.
—¿Quieres más?
—No, gracias. Está bien así…
—Ah, bueno…
Desde que pasó a ser el encargado de la nota cultural, había vuelto a leer como antes, como cuando soñaba con ser escritor. Entonces, la sombra de García Márquez no lo dejaba en paz. Todo lo que escribía revelaba el sello indiscutible del creador de Macondo. No tuvo otro remedio que dedicarse de lleno a su trabajo como redactor de noticias en un diario local. Los planes de viajar a París, de vivir en París, no pasaron de ser meras ensoñaciones juveniles. Luego vino el matrimonio, las diligencias para lo de la casa, las deudas… ¡Y hasta nunca señor escritor…!
Lucía a veces se sentía culpable. Aunque él jamás se lo reprochara, por lo menos no de manera abierta, ella parecía comprender la razón de sus bruscos cambios de actitud. Pero jamás se atrevía a encarar la situación, dejando que el tiempo hiciera su trabajo. Por otro lado, estaba lo de su esterilidad. Él siempre le decía que tranquila, que no hay problema, sin embargo ella notaba, de cuando en cuando, una mínima veta de rencor en el fondo de sus ojos oscuros.
Luego de la cena, Lucía se sienta a ver televisión. Él, por su parte, se dirige a su despacho, a terminar una novela de Villoro. De pronto, comenzó a llover. Primero de manera leve, luego en ráfagas que abatían sin clemencia los ventanales de la casa.
Al poco rato, ella se asomó al despacho y le dijo que se iba a dormir. Él la despidió con una breve sonrisa, y regresó de inmediato a un pasillo cualquiera, en donde el protagonista se encontraba a Melanie, con una toalla en la cabeza, recién salida del baño...
Era casi medianoche, cuando Guillermo llegó a la habitación. Su mujer estaba acostada, con la luz del velador encendida. Éste se dirigió al cuarto de baño, orinó, se cepillo los dientes cuidadosamente, sin afán. De repente, se concentró en el espejo, y sólo así, en ese momento, enfrentado con su propia imagen, lejos del mundo, pudo darse cuenta de la realidad: «Qué he hecho con mi vida, Dios mío...» se dijo. Mientras allá afuera, en la gran cama matrimonial, Lucía, luego de un llanto ahogado, fingía dormir.


jueves, 7 de mayo de 2009

Adrián

Adrián miró por enésima vez la foto de sus padres. Afuera, la lluvia persistía. Apenas arribó al microbús que lo conduciría a la ciudad de San Cristóbal, apagó el celular. Entonces se imagina a la señora Cristina como loca, marcando su número una y otra vez. La ve sentándose con premura, colocando luego la cabeza entre las manos, como si sollozara. Y pensar que hace menos de dos años hacía el mismo recorrido, pero en el Fiat del señor Arturo. En esa ocasión, como cada domingo de fútbol, se dirigían al polideportivo. Ese día, jugaba El Deportivo Táchira contra el Caracas Fútbol Club. Pérez-Greco marcó dos golazos que enloquecieron a las graderías. Fue una tarde estupenda. El señor Arturo estaba feliz, radiante, pero de pronto todo cambio. Entonces el doctor le dio de alta al cabo de dos horas. «Le aconsejo que se interne de ser posible la próxima semana, y se haga un buen chequeo» dijo el doctor, con voz impersonal.

―Niño, su pasaje, por favor…
―tome, señor…

Debido a la lluvia, el tráfico estaba pesado. En consecuencia, el viaje se hacía eterno, tedioso. Adrián volvió a la realidad y una desazón extraña lo invadió por completo. Se percató de que casi no traía dinero consigo. Además no había llamado a nadie. Llevaba en su ropa el olor de Esteban; ese olor a biberón y a aceite Mennen y a sudor infantil, que lo hizo pensar en muchas cosas, que lo sumergió nuevamente en el lago sin fondo de sus recuerdos… Entonces pensó en su padre. En cómo hubiera actuado el señor Arturo, ante la presencia de Esteban, su hermanastro.

Dos semanas después de aquel partido de fútbol, el señor Arturo, atendiendo el consejo del doctor, se hizo un chequeo general: problemas del corazón. Reposo. Tratamiento facultativo severo. Dieta estricta… Pero de nada sirvieron los cuidados amorosos y las caminatas apacibles al final de cada tarde…


La lluvia se ha calmado. Dentro de pocos minutos el microbús número 14 de la línea extra-urbana El Piñal-San Cristóbal, estará llegando al terminal de pasajeros. Adrián siente un poco de frío. Tose. A su lado una señora gorda, morena, lo mira desdeñosamente y parece murmurar algo. Son casi las seis de la tarde. «¿Y ahora qué hago, Dios mío?», se pregunta a sí mismo, mientras aparecen en el horizonte los primeros edificios de la ciudad.

«Todo fue culpa de ella», piensa… « ¿Por qué tuvo que olvidarse de papá? ¿Por qué?». Meses después de la muerte de su padre, Adrián supo lo del señor Ricardo, el nuevo novio de mamá. Aunque ella le explicó todo de una manera franca y cariñosa, él sintió mucha rabia; no se podía resignar a lo que estaba pasando… Su abuela le decía que así era la vida; que su madre aún era joven y hermosa y se merecía otra oportunidad. Pero el chico no accedía a tales planteamientos. Sólo pensaba en el señor Arturo y en la dicha que jamás volvería a tener…Estaba harto de escuchar un vallenato que el conductor había repetido varias veces. Revisó nuevamente el bolso, está seguro de haber metido el MP3, mas no lo encuentra.

―Adrián, cuida bien al niño… Nosotros vamos al mercado… Volvemos pronto…
―Está bien, mamita… Bendición

El niño dormía como un gatito entre las sábanas, pero de pronto comenzó a llorar y a llorar. Adrián no podía ver la televisión con tranquilidad. Se levantó sigilosamente, se aproximó a la cuna de Esteban… Lo tomó entre sus brazos. Se acercó a la ventana. Un cúmulo de nubes invadía lentamente el ámbito del pueblo. Iban a ser las cuatro y media…

Adrián atraviesa el pasillo que lo conduce a la salida del terminal. Camina como por inercia, silencioso, abstraído. A unos 60 kilómetros de allí, y justo en ese momento, la señora Cristina caía en shock, mientras el señor Ricardo zarandeaba el cuerpito de Esteban, tocado por la terrible certidumbre de que en esta vida todo es posible…