martes, 29 de noviembre de 2011

Kwame y la basura tecnológica

Kwame contempla desazonadamente la amplia costa africana occidental, que se abre al horizonte desde el Golfo de Guinea. A lo lejos, algunos barcos mercantes se acercan con sigilo. Provienen de los países del llamado “primer mundo”. Transportan “carcachas”, partes de computadoras, celulares, cornetas, teclados, en fin, la basura tecnológica cuya utilidad ha caducado en el Norte, y que ha sido reemplazada por nuevos equipos, cada vez más funcionales y fabulosos, pero que dentro de poco tiempo, al igual que estos contenedores, cruzarán el océano e irán a parar a países como Ghana, con la supuesta etiqueta de ser equipos de segunda.

Según algunos habitantes de este país africano, más del 80% de estos equipos no tienen arreglo. Finalmente, son lanzados en diferentes basureros, lo que los convierte en agentes contaminantes, dañinos no sólo para el ambiente, sino también para los humildes habitantes de este país. Es poco lo que se aprovecha de esta basura tecnológica, la cual es lanzada a los países pobres como si de un acto de caridad se tratase, por parte de empresas trasnacionales como Apple.

Diariamente, en pueblos y ciudades de todo el mundo, son muchos los desechos tecnológicos que se dejan de utilizar, y que de manera indiscriminada van a parar a cualquier sitio de las casas, los patios, las calles, o en supuestos espacios para su tratamiento, lo que trae consecuencias nefastas para la preservación del equilibrio ecológico del planeta.

Este estado de cosas responde a la llamada sociedad de consumo. Fenómeno que tuvo sus orígenes con la Revolución Industrial, así como con algunas líneas de acción emprendidas desde los altos consorcios trasnacionales. La idea es sencilla: con el poder de los medios y la publicidad, y con la llamada “Obsolescencia programada”, entre otros mecanismos, se crean productos y se venden como altamente necesarios, cuando en realidad responden a una necesidad virtual, en muchos casos.

Al referirnos a la “Obsolescencia programada”, estamos ante una idea surgida en los años veinte del siglo pasado, y cuya premisa plantea la elaboración de productos imperfectos, que generen en la gente la necesidad de adquirirlos frecuentemente. Un caso ilustrativo al respecto tiene que ver con la fabricación de bombillas, para muchos investigadores, el primer producto que respondió a esta patraña en las relaciones socioeconómicas.

Con razón nuestros abuelos y padres comentan, a menudo, que antes las cosas eran mejor fabricadas y duraban más. Este pensamiento asalta a Kwame, quien recuerda, además, que hace veinte años solía venir a la playa a jugar y a divertirse con sus amigos, cuando los barcos sólo traían alimentos y vestidos, y los móviles no existían, ni las computadores, y a pesar de ello, eran felices.

martes, 1 de noviembre de 2011

La poesía de Luis Alberto Crespo

Descripciones oníricas de un paisaje cotidiano, cuyos seres y cosas son tenuemente iluminados por una mirada silente y meditabunda; pliegues de la memoria que se transforman en pinceladas eternas, en donde la belleza de la palabra resplandece, ralentiza los instantes en que el alma se encuentra a sí misma en los espejos de la intemperie o el olvido.

Crespo es un observador que le arrebata al tiempo algo de esa sustancia que pervive en los seres, pero al mismo tiempo, se deja aniquilar por esa majestuosa sonoridad de una tarde de desiertos y brumas, de noches profundas, de sonidos agrestes, de ventiscas desérticas y crespúsculos larenses. En Crespo, el poema es la desazón, es lo que duele y reivindica ese oficio de merodear por las veredas de lo imposible, la savia de la existencia traducida en vocablos escuetos, transparentes, profundos.

Para Gonzalo Ramírez, la poesía de Crespo “se manifiesta a través de iluminaciones fragmentarias. Al elegir el fragmento como procedimiento compositivo testimonia, a la par que su inmensa devoción por el silencio, una raigal necesidad de que las palabras digan más de lo que dicen.” Así pues, la poética de Luis Alberto Crespo, desde sus inicios, se ha enfocado en describir el lugar del hombre frente a sus congéneres, frente a la vida. La pléyade de sentimientos encontrados, las disyuntivas que a cada instante la vida suele presentar, el azar de vivir sin comprender del todo la sustancia primigenia de que estamos hechos.

En cada metáfora, en cada imagen, en cada construcción verbal, Crespo pareciera buscar la altura máxima de su yo espiritual, de su yo poético. Lo intenso que se arraiga subrepticiamente en cada sendero, en cada nube, en cada mirada. No es un simple escribidor, un pintor realista o un mero recolector de historias; ante todo, Crespo indaga en torno a los problemas eternos del ser humano, con una ternura infantil, acompasada. La emoción es el germen de la poesía de este gran poeta venezolano.

En torno a la atmósfera desértica que abarca de una manera u otra la totalidad de la “Babel crespiana”, Rafael Castillo Zapata, comenta: “Toda la poesía de Crespo (…), acontece, pues, es un espacio y tiempo determinados por la atmósfera de un mediodía persistente. Los poemas parecieran reproducir, a menudo, el proceso de violentas evaporaciones que acontece en algún desierto de la tierra o del alma: evaporaciones que hacen incluso de la piedra, en su dureza, una materia pulverizable, capaz de adquirir, en un punto exacto de luz, una impensada transparencia.”

Luis Alberto Crespo nació en Venezuela en 1941. Entre sus libros encontramos: Si el verano es dilatado, 1968; Cosas, 1968; Novenario, 1970; Rayas de lagartija, 1974; Costumbre de sequía, 1976; Resolana, 1980; Entreabierto, 1984; Señores de la distancia, 1988; Mediodía o nunca, 1989; Sentimentales, 1990; Más afuera, 1993; Duro, 1995 y Solamente, 1996. Estudió Periodismo en la Universidad Central de Venezuela y en París. Dirige desde hace cinco años la Revista Imagen, del Instituto Nacional de Cultura CONAC y es uno de los miembros de su Directorio.