domingo, 22 de marzo de 2009

Los lobos también lloran


Deseaba tener una habitación limpia e individual, una cama muy blanca, un lavabo resplandeciente, una mesa con una lámpara de luz suave. Pero debía matar a alguien. Ese era el precio a pagar. Lo supo desde la mañana en que recibió aquel mensaje de texto, en el cual un compañero le comunicaba que el jefe lo quería ver. Ahora no tenía escapatoria. Como siempre, el destino le fraguaba una nueva trampa, una disyuntiva vital e ineludible: o era él o era Leonardo.

—Estamos haciendo limpieza, lobito. Sé que es algo difícil para ti, pero tienes que hacerlo…

Algún día le va a tocar a usted, pensó, mirando con desdén la obesa figura del jefe. Se despidió con displicencia. Afuera lo aguardaba la ciudad. Quería darse un respiro: vagar por el barrio en busca de ese paréntesis de libertad que jamás sería suyo, de esa tranquilidad de parques y plazuelas, de palomas que vuelan y niños que danzan al compás de la tarde. Sería inevitable evocar los tiempos buenos, la infancia compartida, la ronda de juegos y canciones: sus voces repitiendo al unísono el coro de cantos ya lejanos, perdidos en el ajetreo y la maraña sin fin de un presente vano, absurdo.

Al cabo de unas horas, se encontraron en el restaurante de la calle Los Agustinos. Pidieron cervezas. Leonardo comentó que al fin había apartado la moto. El lobo, por su parte, suspiró. Escuchaba taciturno la voz dulce de aquel niño que ya era un hombre. Entonces los dos niños corriendo y jugando bajo la lluvia, sin importarles nada, salvo la alegría de vivir. Le dijo que la moto llegaría pronto, que según el propietario del negocio, en una o dos semanas estaría recorriendo las calles del barrio montado sobre su potro de hierro. El lobo rió, con una sonrisa sincera, triste.

Se acercaba la hora. Debía seguir las instrucciones al pie de la letra. Pensó en su hija, en la niña de sus ojos, y en Patricia, su mujer. Pero también en su madre, seguramente se derrumbaría, la pobre; sería para ella toda una desgracia. ¡Al fin, hermano, voy a tener mi propia moto! Los dos niños regresando de la escuela, tirándose piedras, jugando a los policías y ladrones…Ahora no tengo que estar jalándole bolas a nadie, hermanito…


—Al amanecer debe estar listo el trabajo, lobito…Y entonces tendrás el apartamento para ti solo, y mucho más dinero que ahora; para tu mujercita y tu niña… ¿Qué te parece?

Al filo de la madrugada, recordaron aquella vez que el viejo los castigó severamente por haber robado pan de la alacena. Rieron a carcajadas; compartieron anécdotas con algunos vecinos. Entonces dos cervezas más y el corazón palpitando extrañamente, y la voz de Leonardo un tanto trabada, los ojos radiantes entre las nubes de humo, al fin voy a tener mi propia moto, carajo; al fin voy a ser tratado con respeto, sí señor…

El lobo se puso de pie, tambaleante, y entonces se dirigió al baño. Leonardo lo siguió. Los mesoneros y los pocos vecinos que aún se encontraban en el local se estremecieron con las sorpresivas detonaciones. Al cabo, el hombre emergió de entre las sombras, con el arma en la mano; se detuvo por unos instantes frente a la mirada de los presentes, arrojó el arma al piso, tomó las llaves de la mesa. Luego se dirigió al traspatio, se colocó el casco con premura, encendió la moto, arrancó violentamente: los ojos brillantes, las lágrimas perdiéndose en los confines de un rostro joven y hermoso, la cabeza erguida en pos del horizonte… Mientras el lobo dejaba de existir, Leonardo anhelaba ese nuevo amanecer que borrara por completo las últimas cenizas de la noche.


miércoles, 18 de marzo de 2009

Bajo una lluvia de malva y gris

Frente a una pantalla samsung voy meditando sobre ciertas circunstancias de las que debería alejarme. No es sólo huir por huir. Es algo más que quedarme de brazos cruzados, mientras allá afuera, la vida prosigue su camino. Sé que debo deslindar las causas y los efectos de aquello que marca lo que soy. Repito, la huída ha de ser lo más sensata y transparente posible, como quien se baña, se viste con su mejor vestido, se peina meticulosamente y ejerce sus quehaceres sin ningún otro atributo que el hecho de vivir, sin ataduras ni penas, sin subterfugios ni sueños, porque allá afuera la vida prosigue su eventual camino...

lunes, 9 de marzo de 2009

Te espero a las tres


En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.

Julio Cortázar


Llegué tarde a la estación. Veinticinco minutos para las tres. Isabel me espera en el lugar de costumbre. Imagino la tenue pulsación, los brazaletes y demás abalorios danzando al abrigo de sus mejillas y sus cabellos. Debe estar concentrada en el libro de Allan Poe, como si no hubiese nadie a su alrededor y la gente la mirará de pronto y pensará qué chica tan guapa, tan estudiosa, y tus ojos siguiendo la línea del renglón como si nada, imaginando calles oscuras, noches inquietantes, aves de mirada enlutada y misteriosa… La verdad es que no hay tanto bululú como esperaba: al parecer los estudiantes ya se han calmado, el gobierno ha cedido un poco, la ciudad retoma su ritmo habitual, aunque aún muchos prefieren quedarse resguardados en sus casas. Por eso cuando me preguntaste que qué tal lo de la marcha y los enfrentamientos, te dije que tranquila y entonces convenimos, como siempre. Ni caos, ni marchas, ni siquiera un posible toque de queda, podrían evitar el encuentro. Cuando ya iba llegando a la parada de la buseta que me traería a la estación, me acordé del libro. Cónchale, me tomé la parte posterior de la cabeza, miré el reloj, ni modo, tuve que volver sobre mis pasos. Por eso llegué tarde, son las tres menos veinte…

Mientras esperaba en el andén, un señor me comentó que algunos estudiantes del Pedagógico habían decidido dirigirse a Miraflores: joven, la cosa se va a poner peluda, yo que le digo. Destellaron extrañamente sus ojos temblorosos detrás de unos anteojos culo de botella. En esas llegó el tren. Aquí vamos, me dije, y apreté el librito, por si acaso. Ya sentado, recordé cuando me leíste al oído un poema de Cortázar. Para ese entonces, el único escritor que existía para ti era Cortázar… que si Cortázar por aquí, que si Cortázar por allá. Una noche duraste hasta las tres de la mañana explorando el youtube, en busca de vídeos donde apareciera el escritor argentino. No creas que Neyda no me lo comentó. En fin, te volviste más cortazariana que el mismo Cortázar. Por eso te compré este libro. Creo que falta en tu colección. Y tranquila, que no lo voy a hojear hasta que estemos juntos. Aunque me parezca exagerado que creas tanto en lo que escribió tu querido Julio. Además, no estamos en Escocia…

Dentro del vagón, algunas personas comentaban que nuevamente los estudiantes habían salido a protestar. Entonces es cierto lo que me había dicho el señor, pensé. Abrí el libro, leí las primeras líneas, lo cerré de nuevo. Luego revisé el celular, eran las dos y cincuenta y cinco. Le escribí a Isabel. Te escribí: te amo, mi osita. Unos días antes me pediste que te llamara así, no sé por qué… Y pensar que ya íbamos a cumplir tres años de novios, bueno, eso suena a eufemismo barato, pues una semana después de empatarnos, estuvimos juntos, ¿te acuerdas, mi osita? Quedan dos paradas. No sé por qué cuando viajo en el metro me pongo a pensar en ciertas cosas de la vida, como en la muerte, o en el destino de las personas que viajan a mi alrededor. Tú me dices que eso es filosofar, yo digo que quién sabe…

Una estación menos, una estación más, pienso (filosofo, dirías tú). Al parecer la cosa está tensa allá arriba. Algunas señoras entraron al vagón como si escaparan de una explosión o algo así. Se les ve agitadas, hablan entrecortadamente; una que otra sonríe, con una sonrisa nerviosa; otras respiran como peces fuera del agua, como si un doctor les dijera: así, señoras, eso es, respiren profundo… Entonces me llega tu mensaje de texto: que me cuide, que parece que hay problemas en el centro… cualquier cosa me llamas, estoy sin saldo… Sé que me traes un libro; no se te ocurra hojearlo… Entiendo, mi amor. Tranquila. Nos vemos. Besos.

Estación Sabana Grande. Dos minutos para las tres. La tranquilidad de Propatria contrasta con el barullo que encuentro en este sector de la ciudad. Subo rápidamente. Gente corriendo de un lado a otro del boulevard. Gritos, bocinazos, humo, mucho humo, gas lacrimógeno, y entonces el celular, un número extraño, tu voz al otro lado, tu voz de giros temblorosos, tu voz aterciopelada y aguda, que tuviera cuidado mi amor, que mejor no nos vemos hoy, que por favor me cuidara, entonces disparos, claro mi amor, tranquila, mi osita, cuídate mucho mi osita, te quiero mucho, mi osita, nos vemos pronto, y aquí llevo el librito, es buenísimo, mi osita, oh, mi suburbio, mi pedazo de mar, acá llevo tu librito, osita, cálmate, ojitos inquietantes, oh amiga, mi fábula, mi estuche preferido, mi reloj de pulsera, mi desdén, y entonces disparos, caigo, alguien me cae encima, el libro se abre, en un instante, una página en blanco, te quiero, muchachita, cálmate mi osita, nos vemos pronto, mi osita, te quiero mucho, mi osita, siempre te quise…