La muerte duele, y mucho, había escuchado repetir desde niña. También había escuchado que era peor para ellos. Que para las viudas negras la muerte era un proceso mucho más lento, condicionado por la vejez, aunque en algunos casos debido a ciertos accidentes, ésta solía aparecer de manera brusca y terrible, tal y como sucedió con la comadre Gertrudis, que fue arrollada por un carro como a las tres de la madrugada. Al otro día, sus despojos constituían un cromo amorfo, oscuro y sanguinolento, adherido torpemente a la raya de la carretera.
Hacía dos semanas que había cumplido los tres años. Los achaques de la edad la habían llevado de modo progresivo a un estado deplorable. A estas alturas, no vivía; sobrevivía. Ya sus patas habían perdido flexibilidad, su veneno era ahora un líquido pobre en toxinas, ya no miraba como antes; en fin, la vieja viuda era un cadáver en vida. De pronto recordó a sus maridos, a esos amores destinados a una muerte ilógica luego de hacer el amor frenéticamente en un ovillo de patas, líquidos, temblores y ruidos ahogados. No pudo evitar un profundo sollozo. Luego se acercó con sigilo al espejo y entonces se dio cuenta de toda la verdad: que ya no era el reflejo que se dibujaba frente a ella, que no eran sus redondeces ni sus formas audaces, que su culo estaba fláccido y triste, que el esplendor de su mirada había quedado atrás, y que sólo la muerte vibraba tras aquella sustancia, tras aquella sombra miope y sin fuerzas, que no había remedio, que su hora se acercaba, como los veranos o las lluvias del sur.