Guillermo y Lucía regresaban del cine. A los lejos se perdían las luces de la ciudad. El twingo 2002, se deslizaba por la carretera vieja a 90 kilómetros por hora. Habían disfrutado la película en silencio. Al momento del desenlace, cuando la trama los había envuelto por completo, y el abrazo final de los protagonistas los enterneció inevitablemente, ella rozó sus manos con dedos infantiles, temblorosos. Él no se inmutó y fingió indiferencia.
Esa tarde, habían decidido recordar los viejos tiempos. Las horas consumidas entre destellos de alcohol y sobresalto. Entonces Esteban, Maribel, Yeniferd, Jorge luis y los otros, componían el corro de amigos que siempre estaban dispuestos a una nueva rumba, a un nuevo escándalo callejero. Las escapadas para la playa los fines de semana. La locura de una juventud que encontraba en la ciudad y sus alrededores, el contexto idóneo para desatar su desenfreno, y vagar, enardecidamente, en pos de una felicidad caduca y pasajera.
—¿Y qué te pareció la película?
—Bien —dijo ella, dándole la espalda; calentando la cena en el horno microondas.
Al rato, se encuentran en el viejo comedor. Él pensando en el final de la película, tal vez un tanto trillado, para una cinta de ocho oscares. Ella, de cuando en cuando, le lanza una mirada profunda y soslayada, como queriendo descifrar lo que palpita más allá de ese rostro aindiado y mustio, como queriendo encontrar las respuestas a tantas preguntas tejidas en noches eternas, con las fibras más delgadas de la duda y el dolor.
—¿Quieres más?
—No, gracias. Está bien así…
—Ah, bueno…
Desde que pasó a ser el encargado de la nota cultural, había vuelto a leer como antes, como cuando soñaba con ser escritor. Entonces, la sombra de García Márquez no lo dejaba en paz. Todo lo que escribía revelaba el sello indiscutible del creador de Macondo. No tuvo otro remedio que dedicarse de lleno a su trabajo como redactor de noticias en un diario local. Los planes de viajar a París, de vivir en París, no pasaron de ser meras ensoñaciones juveniles. Luego vino el matrimonio, las diligencias para lo de la casa, las deudas… ¡Y hasta nunca señor escritor…!
Lucía a veces se sentía culpable. Aunque él jamás se lo reprochara, por lo menos no de manera abierta, ella parecía comprender la razón de sus bruscos cambios de actitud. Pero jamás se atrevía a encarar la situación, dejando que el tiempo hiciera su trabajo. Por otro lado, estaba lo de su esterilidad. Él siempre le decía que tranquila, que no hay problema, sin embargo ella notaba, de cuando en cuando, una mínima veta de rencor en el fondo de sus ojos oscuros.
Luego de la cena, Lucía se sienta a ver televisión. Él, por su parte, se dirige a su despacho, a terminar una novela de Villoro. De pronto, comenzó a llover. Primero de manera leve, luego en ráfagas que abatían sin clemencia los ventanales de la casa.
Al poco rato, ella se asomó al despacho y le dijo que se iba a dormir. Él la despidió con una breve sonrisa, y regresó de inmediato a un pasillo cualquiera, en donde el protagonista se encontraba a Melanie, con una toalla en la cabeza, recién salida del baño...
Era casi medianoche, cuando Guillermo llegó a la habitación. Su mujer estaba acostada, con la luz del velador encendida. Éste se dirigió al cuarto de baño, orinó, se cepillo los dientes cuidadosamente, sin afán. De repente, se concentró en el espejo, y sólo así, en ese momento, enfrentado con su propia imagen, lejos del mundo, pudo darse cuenta de la realidad: «Qué he hecho con mi vida, Dios mío...» se dijo. Mientras allá afuera, en la gran cama matrimonial, Lucía, luego de un llanto ahogado, fingía dormir.
Esa tarde, habían decidido recordar los viejos tiempos. Las horas consumidas entre destellos de alcohol y sobresalto. Entonces Esteban, Maribel, Yeniferd, Jorge luis y los otros, componían el corro de amigos que siempre estaban dispuestos a una nueva rumba, a un nuevo escándalo callejero. Las escapadas para la playa los fines de semana. La locura de una juventud que encontraba en la ciudad y sus alrededores, el contexto idóneo para desatar su desenfreno, y vagar, enardecidamente, en pos de una felicidad caduca y pasajera.
—¿Y qué te pareció la película?
—Bien —dijo ella, dándole la espalda; calentando la cena en el horno microondas.
Al rato, se encuentran en el viejo comedor. Él pensando en el final de la película, tal vez un tanto trillado, para una cinta de ocho oscares. Ella, de cuando en cuando, le lanza una mirada profunda y soslayada, como queriendo descifrar lo que palpita más allá de ese rostro aindiado y mustio, como queriendo encontrar las respuestas a tantas preguntas tejidas en noches eternas, con las fibras más delgadas de la duda y el dolor.
—¿Quieres más?
—No, gracias. Está bien así…
—Ah, bueno…
Desde que pasó a ser el encargado de la nota cultural, había vuelto a leer como antes, como cuando soñaba con ser escritor. Entonces, la sombra de García Márquez no lo dejaba en paz. Todo lo que escribía revelaba el sello indiscutible del creador de Macondo. No tuvo otro remedio que dedicarse de lleno a su trabajo como redactor de noticias en un diario local. Los planes de viajar a París, de vivir en París, no pasaron de ser meras ensoñaciones juveniles. Luego vino el matrimonio, las diligencias para lo de la casa, las deudas… ¡Y hasta nunca señor escritor…!
Lucía a veces se sentía culpable. Aunque él jamás se lo reprochara, por lo menos no de manera abierta, ella parecía comprender la razón de sus bruscos cambios de actitud. Pero jamás se atrevía a encarar la situación, dejando que el tiempo hiciera su trabajo. Por otro lado, estaba lo de su esterilidad. Él siempre le decía que tranquila, que no hay problema, sin embargo ella notaba, de cuando en cuando, una mínima veta de rencor en el fondo de sus ojos oscuros.
Luego de la cena, Lucía se sienta a ver televisión. Él, por su parte, se dirige a su despacho, a terminar una novela de Villoro. De pronto, comenzó a llover. Primero de manera leve, luego en ráfagas que abatían sin clemencia los ventanales de la casa.
Al poco rato, ella se asomó al despacho y le dijo que se iba a dormir. Él la despidió con una breve sonrisa, y regresó de inmediato a un pasillo cualquiera, en donde el protagonista se encontraba a Melanie, con una toalla en la cabeza, recién salida del baño...
Era casi medianoche, cuando Guillermo llegó a la habitación. Su mujer estaba acostada, con la luz del velador encendida. Éste se dirigió al cuarto de baño, orinó, se cepillo los dientes cuidadosamente, sin afán. De repente, se concentró en el espejo, y sólo así, en ese momento, enfrentado con su propia imagen, lejos del mundo, pudo darse cuenta de la realidad: «Qué he hecho con mi vida, Dios mío...» se dijo. Mientras allá afuera, en la gran cama matrimonial, Lucía, luego de un llanto ahogado, fingía dormir.