Adrián miró por enésima vez la foto de sus padres. Afuera, la lluvia persistía. Apenas arribó al microbús que lo conduciría a la ciudad de San Cristóbal, apagó el celular. Entonces se imagina a la señora Cristina como loca, marcando su número una y otra vez. La ve sentándose con premura, colocando luego la cabeza entre las manos, como si sollozara. Y pensar que hace menos de dos años hacía el mismo recorrido, pero en el Fiat del señor Arturo. En esa ocasión, como cada domingo de fútbol, se dirigían al polideportivo. Ese día, jugaba El Deportivo Táchira contra el Caracas Fútbol Club. Pérez-Greco marcó dos golazos que enloquecieron a las graderías. Fue una tarde estupenda. El señor Arturo estaba feliz, radiante, pero de pronto todo cambio. Entonces el doctor le dio de alta al cabo de dos horas. «Le aconsejo que se interne de ser posible la próxima semana, y se haga un buen chequeo» dijo el doctor, con voz impersonal.
―Niño, su pasaje, por favor…
―tome, señor…
Debido a la lluvia, el tráfico estaba pesado. En consecuencia, el viaje se hacía eterno, tedioso. Adrián volvió a la realidad y una desazón extraña lo invadió por completo. Se percató de que casi no traía dinero consigo. Además no había llamado a nadie. Llevaba en su ropa el olor de Esteban; ese olor a biberón y a aceite Mennen y a sudor infantil, que lo hizo pensar en muchas cosas, que lo sumergió nuevamente en el lago sin fondo de sus recuerdos… Entonces pensó en su padre. En cómo hubiera actuado el señor Arturo, ante la presencia de Esteban, su hermanastro.
Dos semanas después de aquel partido de fútbol, el señor Arturo, atendiendo el consejo del doctor, se hizo un chequeo general: problemas del corazón. Reposo. Tratamiento facultativo severo. Dieta estricta… Pero de nada sirvieron los cuidados amorosos y las caminatas apacibles al final de cada tarde…
La lluvia se ha calmado. Dentro de pocos minutos el microbús número 14 de la línea extra-urbana El Piñal-San Cristóbal, estará llegando al terminal de pasajeros. Adrián siente un poco de frío. Tose. A su lado una señora gorda, morena, lo mira desdeñosamente y parece murmurar algo. Son casi las seis de la tarde. «¿Y ahora qué hago, Dios mío?», se pregunta a sí mismo, mientras aparecen en el horizonte los primeros edificios de la ciudad.
«Todo fue culpa de ella», piensa… « ¿Por qué tuvo que olvidarse de papá? ¿Por qué?». Meses después de la muerte de su padre, Adrián supo lo del señor Ricardo, el nuevo novio de mamá. Aunque ella le explicó todo de una manera franca y cariñosa, él sintió mucha rabia; no se podía resignar a lo que estaba pasando… Su abuela le decía que así era la vida; que su madre aún era joven y hermosa y se merecía otra oportunidad. Pero el chico no accedía a tales planteamientos. Sólo pensaba en el señor Arturo y en la dicha que jamás volvería a tener…Estaba harto de escuchar un vallenato que el conductor había repetido varias veces. Revisó nuevamente el bolso, está seguro de haber metido el MP3, mas no lo encuentra.
―Adrián, cuida bien al niño… Nosotros vamos al mercado… Volvemos pronto…
―Está bien, mamita… Bendición
El niño dormía como un gatito entre las sábanas, pero de pronto comenzó a llorar y a llorar. Adrián no podía ver la televisión con tranquilidad. Se levantó sigilosamente, se aproximó a la cuna de Esteban… Lo tomó entre sus brazos. Se acercó a la ventana. Un cúmulo de nubes invadía lentamente el ámbito del pueblo. Iban a ser las cuatro y media…
Adrián atraviesa el pasillo que lo conduce a la salida del terminal. Camina como por inercia, silencioso, abstraído. A unos 60 kilómetros de allí, y justo en ese momento, la señora Cristina caía en shock, mientras el señor Ricardo zarandeaba el cuerpito de Esteban, tocado por la terrible certidumbre de que en esta vida todo es posible…
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