En agosto de 2008 tuve la oportunidad de visitar dos centros del arte europeo y mundial: el Museo del Prado de Madrid y el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, ambos ubicados en la capital española. Entre la maravillosa colección de obras maestras de la pintura de todos los tiempos que se exponen en el Reina Sofía, se halla una que siempre quise conocer de cerca: El Guernica, de Pablo Picasso. Esta fascinante obra del pintor malagueño, describe de una manera descarnada, las consecuencias de los bombardeos llevados a cabo por la aviación alemana sobre la ciudad vasca de Guernica, en el marco de la guerra civil que se desató en España entre 1936 y 1939.
Allí estaba, frente a la gran obra del maestro Picasso, quien con sólo tres colores (el negro, el blanco y el gris) logra un efecto de desasosiego, de devastación y muerte. Era una de las salas con mayor público, en donde se podían apreciar personas de diversas nacionalidades, de diferentes culturas y lenguas, pero con algo en común: la fascinación por el arte, por el poder trasgresor y profundamente humano de una obra total, genuina.
Me llamó la atención un grupo de asiáticos que se encontraban sentados en el piso, con las miradas fijas en las líneas y en los trazos de El Guernica, como perdidos en otro mundo, paralizados, silentes. Al cabo de un rato, nos dirigimos a otras salas y pudimos contemplar las obras de otros genios de la pintura española y mundial.
Una hora más tarde, y como un rito de despedida de tan importante recinto del arte universal, acudimos nuevamente a la sala de El Guernica. Era otra oleada de gente, otro público, a excepción de los chicos asiáticos que aún se hallaban frente a la sangrienta escena, contemplando atónitos el dolor de aquella mujer que recoge a un infante moribundo, al caballo que grita contra cielo, al hombre que extiende sus manos en actitud desesperada. Para estos visitantes, el tiempo se había detenido, desafiaban ahora, gracias al poder infinito del arte, los códigos inefables de la vida y la muerte.
Allí estaba, frente a la gran obra del maestro Picasso, quien con sólo tres colores (el negro, el blanco y el gris) logra un efecto de desasosiego, de devastación y muerte. Era una de las salas con mayor público, en donde se podían apreciar personas de diversas nacionalidades, de diferentes culturas y lenguas, pero con algo en común: la fascinación por el arte, por el poder trasgresor y profundamente humano de una obra total, genuina.
Me llamó la atención un grupo de asiáticos que se encontraban sentados en el piso, con las miradas fijas en las líneas y en los trazos de El Guernica, como perdidos en otro mundo, paralizados, silentes. Al cabo de un rato, nos dirigimos a otras salas y pudimos contemplar las obras de otros genios de la pintura española y mundial.
Una hora más tarde, y como un rito de despedida de tan importante recinto del arte universal, acudimos nuevamente a la sala de El Guernica. Era otra oleada de gente, otro público, a excepción de los chicos asiáticos que aún se hallaban frente a la sangrienta escena, contemplando atónitos el dolor de aquella mujer que recoge a un infante moribundo, al caballo que grita contra cielo, al hombre que extiende sus manos en actitud desesperada. Para estos visitantes, el tiempo se había detenido, desafiaban ahora, gracias al poder infinito del arte, los códigos inefables de la vida y la muerte.
1 comentario:
HOla raulito buen trabajo
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