Entre la última carta recibida y la llegada de Guillermo se abría un espacio en que ella reflexionó sobre su futuro. No fue fácil sortear la pesadumbre que de cuando en cuando la embargaba, sobre todo al percatarse de que su vida no era precisamente lo que había soñado. La rutina, los deberes conyugales, el cumplimiento de las tareas domésticas, lo de la enfermedad de su mamá, la posibilidad de iniciar sus estudios superiores, entre otras cosas, eran como un tejido amorfo que crecía entre sus manos, que se le escapaba, que le hería la piel y la ensoñación. Otra cosa que la abrumaba era considerar su edad; ya no era una adolescente. Había cruzado los treinta. Era una mujer hecha y derecha, o por lo menos eso era lo que se suponía que debía ser.
Guillermo fue su primer novio, su único novio. Bueno, eso creía la gente; él y la gente. A veces las cosas no son lo que parecen ser, eso Mónica lo sabía de sobra. Por eso cuando recibió aquella carta sin firma, comprendió que el juego nuevamente comenzaba. Se dejó llevar por el morbo del misterio; por esa tentativa de flirtear un poco, de sentirse deseada, admirada, a fin de cuentas, nadie podría descubrirlo…
Eran cinco cartas sin firma. Ningún hombre le había escrito nada semejante. Era como si el remitente la conociera desde siempre. De hecho, en alguna ocasión consideró que podía ser el mismo Guillermo el autor de aquellas epístolas anónimas. Lo pensó, pero luego desechó la idea. El tipo no era tan creativo. No. Un hombre formal, común y corriente. Que la quería, o por lo menos creía quererla. Y así sucedían las horas, los días, los meses y los años. Eran como esas hormigas de jardín cuyas labores están signadas desde siempre en su mapa biológico; como aves que emigran y retornan según el curso de los vientos, atendiendo al ciclo natural de las estaciones.
A pesar de la rutinización de las relaciones, Mónica tejía aún la esperanza de poder encontrarse a sí misma, feliz, plena, al lado de ese hombre que de cualquier modo había compartido los últimos once años de su vida. Además, estaban los niños, la casa, los lazos surgidos entre sus familias, el eco de un amor establecido desde siempre, sin falsas expectativas o promesas rotas. Todo en su debido lugar, compacto, homogéneo.
Apenas Guillermo marchaba a la ciudad, las cartas eran arrojadas por debajo de la puerta. Amanecían allí, abandonadas entre la alfombra y el sofá. A veces húmedas, a veces sucias. Ella al principio las tomó como una broma de alguna amiga o amigo. El descubrir la primera carta fue un hecho sin mayor importancia; fue como el olor a tierra húmeda que se impregna al ambiente después de una noche de lluvia. Algo que aparece de pronto, y que luego se va evaporando, progresivamente, hasta el olvido. Después de la segunda carta, sin embargo, comenzó a nacer en ella un sentimiento inédito que fue apoderándose de sus sentidos de manera sutil, hasta abarcarla por completo. Ella en el fondo lo definía como una posibilidad de escapar de la rutina; de tomar un nuevo aire, de revivir emociones que con el tiempo habían caído en desuso. La agobiaba el paso del tiempo, el hecho de que sus amigas aún viajaran y conocieran nuevos sitios, mientras que ella permanecía inerme y aburrida en el lugar de siempre. Durante los primeros años Guillermo era más considerado en este aspecto; de hecho hicieron varios viajes a Coro, a la Isla de Margarita y a la Gran Sabana, incluso llegaron a viajar a Bogotá y al Cuzco. Pero ahora sólo quedaba recordar, con algo de hastío, la imagen viva de un ayer irrecuperable…
A veces imagina cómo hubiera sido su vida con Raúl. Aquel muchacho afable y soñador que intentara conquistar su alma, su corazón, antes de que Guillermo hiciera presencia en su vida. Para entonces ella tenía diecisiete años, y a pesar de que su cuerpo demostrara más edad, en muchos casos, aún pensaba y actuaba como una niña. Bueno, también estaba lo de la educación recibida y todas esas cosas que a menudo influyen en la personalidad de la gente. Pues bien, debido a estas y otras circunstancias, lo de Raúl no pudo concretarse. No tanto porque ella no estuviera segura de sus sentimientos, sino por ciertos prejuicios sociales que aún pervivían en el seno de su familia. El chico vivía en un barrio humilde de la ciudad, de esos que llaman zona roja, y en donde se da toque de queda obligatorio a partir de las seis de la tarde. Cuando la señora Carmen se enteró de esto, lo tomó como razón más que suficiente para dejar de apoyar la posible relación que se auguraba entre su hija menor y aquel joven educado y amable que a veces la ayudaba a atender el negocio los fines de semana. De vez en cuando, Mónica reflexionaba sobre lo acontecido y una ola de nostalgia le atravesaba el alma, pues era conciente, de que en el fondo, lo había amado, sobre todo después de aquellos besos y caricias compartidos en la oscuridad del depósito de la ferretería de sus padres. El hecho de que en ese momento no se entregara de lleno a sus sentimientos, respondía más a una cuestión de miedo que a otra cosa…
La tercera carta la sorprendió desprevenida y desolada, lo que provocó que sus nostalgias más íntimas afloraran de golpe, como un torrente inesperado. Lloró larga y sutilmente, mientras preparaba la salsa boloñesa para los espaguetis del almuerzo. Miraba de vez en cuando por la ventana como queriendo disuadir la situación. Se encontraba, invariablemente, un cielo límpido hirviendo contra los cristales; el ajetreo de la vida que fluía con normalidad allá afuera, con lo que conseguía apaciguar por momentos la desazón que la embargaba, pero de pronto el rebullir y el olor del cocimiento la devolvían de nuevo a la realidad: Los niños concentrados en las comiquitas, la llamada que debía hacer a fin de conocer cómo seguía la señora Carmen, el tener que devolver el mensaje de texto que Guillermo le enviara dos horas antes, hacer las diligencias en el banco para lo de la inscripción en la universidad abierta… En tanto que la carta doblada cuidadosamente, permanecía escondida entre el libro conmemorativo de García Márquez, esperando por una nueva relectura…
Además de Raúl, Mónica tuvo otros pretendientes que invadieron el ámbito de su adolescencia, llenándola de ilusiones transitorias con sus respectivos fracasos y lloriqueos. Era una de las chicas más asediadas del colegio. No tanto por su cuerpo muy bien proporcionado y su cara de modelo de revistas, como por su inocencia y ternura. Sin embargo, la mayoría de sus romances no pasaron de ser platónicos, meros ensueños doblegados por el miedo, la cobardía y los estertores de la realidad.
Entre una carta y otra, Mónica experimentaba la desazón adelantada de que quizá no recibiría la siguiente. En esos intersticios, se malhumoraba por cualquier cosa, sus nervios se excitaban a cada nada, y era imposible poder encontrarla serena y poco irascible. Pero cuando la mañana menos esperada un nuevo sobre amanecía sobre las letras de la palabra bienvenidos de la alfombra, su corazón volvía a latir desaforadamente y hasta atendía a los niños con mayor prestancia y alegría.
jueves, 28 de febrero de 2008
jueves, 14 de febrero de 2008
Cántico de luz
Para Cristina Casique, mi mamá…
I
Navegabas solitaria por entre los arbustos,
Nodriza de la selva,
Blanca como un papel sin escritura,
Entre la niebla y el frío,
Tus ojos llameantes, tus pasos crujientes
Sobre la eterna ladera…
La sombra vesperal te abrazaba sigilosa
Y en el fondo los volcanes
Corrían zigzagueantes el camino de las venas
Nodriza enamorada de jazmines eternos
Las pléyades de Orión iluminaban tu belleza
Tu india cabellera en constante vaivén
Plena de ensoñaciones
Aguardabas la palabra precisa
En tanto que a tu alrededor
Pájaros silvestres dibujaban cantarinos
Una húmeda canción
Teñida de nostalgia
I
Navegabas solitaria por entre los arbustos,
Nodriza de la selva,
Blanca como un papel sin escritura,
Entre la niebla y el frío,
Tus ojos llameantes, tus pasos crujientes
Sobre la eterna ladera…
La sombra vesperal te abrazaba sigilosa
Y en el fondo los volcanes
Corrían zigzagueantes el camino de las venas
Nodriza enamorada de jazmines eternos
Las pléyades de Orión iluminaban tu belleza
Tu india cabellera en constante vaivén
Plena de ensoñaciones
Aguardabas la palabra precisa
En tanto que a tu alrededor
Pájaros silvestres dibujaban cantarinos
Una húmeda canción
Teñida de nostalgia
martes, 12 de febrero de 2008
Orfandad...
Qué espeso clamor de cuerpos.
Noches que se dilatan hacia la nada del cosmos.
Formas que se pulverizan,
En perpetua orfandad.
Noches que se dilatan hacia la nada del cosmos.
Formas que se pulverizan,
En perpetua orfandad.
jueves, 7 de febrero de 2008
El Poeta
La rozó aquella mañana de abril. Recuerda claramente su tez delgada, su cuerpo de mujer tierno y sensual bajo aquella blusa blanca y aquel blue jeans desgastado. Para entonces no llegaba a los veinte años.
Él por su parte, se dedicaba a sacar su grado universitario. No sospechó siquiera que aquel día cambiaría por completo su existencia. Era más bien tímido, centrado en sí mismo, un tanto soñador. En sus ratos libres escribía versos. Era un poeta.
La noche de aquel día me lo encontré. Vagaba solitario por la avenida principal, vestido de negro, muy lentamente. Como advirtiendo algo, como adivinando un suceso cercano.
- ¡Eh, Jesús! ¿Qué tal? –le pregunté.
-¡Bien! ¿Y tú? –me dijo, sin sorpresa, manteniendo su característica tranquilidad. Como alguien que ha vivido más de ochenta años, como un abuelo, como un anciano. Hacía un mes que había cumplido los veinticinco. Me habló de aquella muchacha. Lo hizo tiernamente. Luego me dijo:
- Nunca podrá ser. –su voz era clara, firme y convincente. Me estrechó la mano y siguió solitario como una sombra en la noche.
Ella terminaba de sacar el bachillerato. Algo, algo como un hilo invisible e inquebrantable la unía a Jesús: ella moría por la literatura, sobre todo, por la poesía.
Él me lo comentó. Sus ojos oscuros fulguraban como nunca lo habían hecho, parecía un niño rico en Navidad. La muchacha se llamaba Nataly.
Pasaron muchos días, él se enamoró. Ella, una muchacha normal, realista, se dejaba impresionar y se fascinaba ante la personalidad misteriosa de Jesús. Guardaba en su mesita de noche una colección completa de sus mejores poemas. Eran dos polos que se complementaban perfectamente.
Una tarde me los conseguí juntos. Realmente hacían la pareja ideal. Estuve un rato con ellos. Me contaron de un modo pulcro y detallado sus planes: “¡Organizaremos una buena biblioteca!; ¡No! Un restaurante...” –se contradecían, reían y soñaban, bajo aquel sol que lamía lentamente los rosales de la plaza.
A los seis meses me enteré que se habían casado. Recuerdo que tuve que marcharme con urgencia a Caracas a solucionar un asunto de familia y no pude estar presente en la ceremonia.
Han pasado diez años desde que lo supe. Jesús se hizo un poeta famoso. Ella, a los cinco años de vida conyugal, lo abandonó por un deportista.
En este preciso momento estoy hojeando su último libro. He leído el prólogo y los primeros veinticinco poemas, son muy tristes. El último que leí se llama “Nunca podrá ser”, trata del amor imposible entre un poeta y una estudiante...
(Agosto de 1994)
Él por su parte, se dedicaba a sacar su grado universitario. No sospechó siquiera que aquel día cambiaría por completo su existencia. Era más bien tímido, centrado en sí mismo, un tanto soñador. En sus ratos libres escribía versos. Era un poeta.
La noche de aquel día me lo encontré. Vagaba solitario por la avenida principal, vestido de negro, muy lentamente. Como advirtiendo algo, como adivinando un suceso cercano.
- ¡Eh, Jesús! ¿Qué tal? –le pregunté.
-¡Bien! ¿Y tú? –me dijo, sin sorpresa, manteniendo su característica tranquilidad. Como alguien que ha vivido más de ochenta años, como un abuelo, como un anciano. Hacía un mes que había cumplido los veinticinco. Me habló de aquella muchacha. Lo hizo tiernamente. Luego me dijo:
- Nunca podrá ser. –su voz era clara, firme y convincente. Me estrechó la mano y siguió solitario como una sombra en la noche.
Ella terminaba de sacar el bachillerato. Algo, algo como un hilo invisible e inquebrantable la unía a Jesús: ella moría por la literatura, sobre todo, por la poesía.
Él me lo comentó. Sus ojos oscuros fulguraban como nunca lo habían hecho, parecía un niño rico en Navidad. La muchacha se llamaba Nataly.
Pasaron muchos días, él se enamoró. Ella, una muchacha normal, realista, se dejaba impresionar y se fascinaba ante la personalidad misteriosa de Jesús. Guardaba en su mesita de noche una colección completa de sus mejores poemas. Eran dos polos que se complementaban perfectamente.
Una tarde me los conseguí juntos. Realmente hacían la pareja ideal. Estuve un rato con ellos. Me contaron de un modo pulcro y detallado sus planes: “¡Organizaremos una buena biblioteca!; ¡No! Un restaurante...” –se contradecían, reían y soñaban, bajo aquel sol que lamía lentamente los rosales de la plaza.
A los seis meses me enteré que se habían casado. Recuerdo que tuve que marcharme con urgencia a Caracas a solucionar un asunto de familia y no pude estar presente en la ceremonia.
Han pasado diez años desde que lo supe. Jesús se hizo un poeta famoso. Ella, a los cinco años de vida conyugal, lo abandonó por un deportista.
En este preciso momento estoy hojeando su último libro. He leído el prólogo y los primeros veinticinco poemas, son muy tristes. El último que leí se llama “Nunca podrá ser”, trata del amor imposible entre un poeta y una estudiante...
(Agosto de 1994)
lunes, 4 de febrero de 2008
Eco
sábado, 2 de febrero de 2008
Una luna...
Una luna vigila el paso de los astros
Temblando entre las nubes que el tiempo dibuja.
Una gota de rocío pende de la noche…
Unos pasos aúllan a lo lejos
Donde nadie aguarda.
Temblando entre las nubes que el tiempo dibuja.
Una gota de rocío pende de la noche…
Unos pasos aúllan a lo lejos
Donde nadie aguarda.
viernes, 1 de febrero de 2008
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