miércoles, 19 de marzo de 2008

Entre el neón

El auto curveó la última esquina y se parqueó con lentitud. A los pocos momentos se perdía por la misma calle, en dirección contraria. La joven, luego de quedarse unos segundos de pie sobre la acera, observando al taxi desaparecer entre la noche, sacó las llaves del bolso y se internó a su apartamento. Eran las dos de la mañana, aproximadamente.
“Menos mal que hoy no hubo mucho cliente”, pensó, recostada entre la pared y la cama. Encendió la tele. Recorrió los treinta canales del cable “La misma porquería de siempre”, dijo, accionando el power del control. Nuevamente la habitación quedó en penumbras.
Se colocó la pijama color fucsia (su favorita), luego se miró en el pequeño espejo del baño, comenzó a sacarse unas espinillas; detalló su pelo, meneándolo de un lado a otro. “Coño, el tinte no me agarró bien” dijo para sí. Se fue a la cama, apagó la luz. No había pasado un minuto cuando de pronto se levantó de golpe, acomodó algunas cosas, quizá ropa, cerca de un maletín que se hallaba sobre una vieja mesa de planchar (para que no se me olvide...murmuró) y se acostó de nuevo.


“El bar está cerca del hotel”, dijo el hombre más viejo. Era un tipo bajito, barrigón, de una barba poco espesa y gris. “Bueno, vamos para allá”, respondieron dos casi al unísono. “Dicen que hay una hembrotas fenomenales”, añadió Carlos, el más joven del grupo.
Como en cualquier metrópoli del mundo a la hora pico, el tráfico de la ciudad era insoportable. La bronco hubo de detenerse unos minutos, pues al parecer había un choque. ¡Mierda!, refunfuñó Horacio, quien iba al volante. “Tranquilo, mano, lo bueno se hace esperar”, repuso uno que se hallaba sentado en la parte posterior de la camioneta. Finalmente, en medio de cornetazos y gritos lograron retomar el viaje. “Bueno, muchachos, a tirar que el mundo se acaba”, declaró con sorna Pedro Antonio, y todos se echaron a reír.
El local abría sus puertas a partir de las seis de la tarde. A esa hora las muchachas debían estar presentes y dispuestas, a fin de atender a los clientes que en ese momento se acercaban en busca de compañía y placer. Durante estas primeras horas era concurrido principalmente por hombres en traje y corbata: ejecutivos, abogados, periodistas, maestros. Poco a poco, iban saliendo, como en procesión, con una jovencita al lado. En hora y media o dos, las jóvenes estaban de vuelta en el local, daban parte del dinero al administrador y se disponían a continuar el trabajo.
¿Qué tal, Nataly? ¿Cómo te fue? “Como siempre...”, respondió con displicencia. Se dirigió al baño, sintió asco al encontrar la poceta totalmente llena. “¡Guácala!” Dijo, arrugando la cara cómicamente.
Nataly o Alelí como era conocida, llevaba dos años trabajando en “La Bella Donna”. Era una hermosa mujer de 26 años, de pelo negro y ojos diamantinos. Ocho años atrás soñó con ser modelo de publicidad, pero su sueño se truncó el día en que se puso a convivir con un hombre casado, muchísimo mayor que ella, que la trataba como a una cosa. Cuatro años después logró abandonarlo, pero se encontró sola y perdida en una ciudad inmensa, desconocida para ella, sin posibilidades concretas de reanudar su vida, sus sueños. Pasado el tiempo, gracias a las gestiones de un amigo casual, logró empleo como vendedora en una gran tienda de zapatos. Allí conoció a Don Giacomo Verti, quien le tomó cariño y luego de meses e incluso años intentando disuadirla, logró convencerla para que trabajase en su local nocturno. “Io solo quiero ayudarte. Tú sei una bambina molto bella.” Solía decirle, en su cadencioso idioma romance.
Carlos José Ramírez, el chicano, como le decían sus amigos, era estudiante de la Universidad Central; dentro de un año, de no haber otra huelga de profesores, estaría graduándose de Ingeniero Civil. Había venido a esta ciudad a un encuentro de estudiantes universitarios de ingeniería. Lo acompañaba el profesor Andrade, su primo Horacio, estudiante de sistemas, y los hermanos Peralta, dueños de varios locales de comida rápida en la capital y de la bronco 99 en la que habían viajado.
La camioneta se parqueó en una de las esquinas del local. La noche prometía farra, diversión. Esa zona de la ciudad parecía estar en constante fiesta. Bajaron de inmediato del auto y se dirigieron a la entrada. Luego de ser revisados por un tipo alto, moreno y malencarado, entraron afables, mirando a todos los lados como si fuesen unos excursionistas en medio de un lugar nuevo y desconocido. Se sentaron, sin dejar de detallar el ambiente de neón y jóvenes semidesnudas y pidieron cervezas. Una mujer morena, pintada exageradamente, anotó el servicio, mirándolos a todos de modo sugestivo. “La vieron... Está cachonda la hembra”. Murmuró Horacio. El profesor Andrade reprochó el comentario con un ademán de desaprobación, mientras los demás se burlaban entre dientes.
Al cabo de tres horas, el ambiente en torno a la mesa se hizo pesado. Aunque algunos clientes habían desocupado el local, el humo del cigarrillo junto a los efectos del alcohol hacían densa la respiración. El chicano, con todo y que seguía el hilo de la conversación (sus amigos hablaban de política), sentía cierta nostalgia, recordando sin querer aquello que ninguno de los presentes conocía. Hacía casi tres meses que sostenía amoríos con una mujer casada. Ella lo había llevado a descubrir la máxima altura de su placer sexual, en sudorosos encuentros clandestinos, mientras el señor de la casa se hallaba de viaje. Evocó inconsciente una acelerada tarde de mayo y no pudo contener una breve erección. “¡Epa, huevón!, ¿Estás en la luna, o qué?” Sintió un repentino y fuerte codazo a la altura del pecho. Era Horacio: “Pilas, chamo, que ahora viene lo bueno...”
“Señoras y señores, ahora lo más esperado de la noche: Alelí y sus muñecas de fuego...” “Uuuupa cachete, esto si está bueno...” (comentó alguien) Nataly salió al escenario acompañada de seis muchachas, todas ellas disfrazadas de gatúbelas, moviendo sus caderas al ritmo de una canción de moda. Al cabo, comenzaron a despojarse de sus ropas hasta quedar totalmente desnudas. Ante el espectáculo, el chicano volvió de su letargo. “Uuuuuy mamita...” dijo entre dientes, inclinándose un poco más sobre la mesa, al tiempo que se acomodaba con afán sus livianas gafas de miope.
Una hora más tarde, la joven se encontraba de pie frente al cajero principal: movía las manos con soltura, se recostaba a la barra, levantaba de cuando en cuando el pie derecho hacia atrás como ejercitándose con pesas; se arreglaba el cabello (negro azabache, seguramente pintado), se movía al ritmo de una canción imaginaria (tal vez, la misma del Strep tesse); recibió un sobre con dinero. El chicano no pudo evitar mirarla de arriba a abajo, prolongada y detalladamente. Nataly percibió la mirada quisquillosa del muchacho y sonrió coqueta, dirigiéndose luego a la salida del local. “¡Coño, miren cómo camina, qué culo, qué mamacita!”, exclamó de repente el profesor Andrade y todos lo miraron entre jocosos y sorprendidos.


La mujer despidió a su marido a la puerta de su casa. Era una semi-quinta ubicada en una urbanización cinco estrellas, situada a las afueras de la capital. “Nuevamente sola”, suspiró, cerrando la puerta con llave. Su marido, la mayor parte del tiempo, estaba fuera de casa. Sus ocupaciones al frente de una importante empresa publicitaria lo obligaban a viajar, por lo menos, cinco días a la semana. Llevaban ocho años de casados; sin hijos. Ella no pasaba de los treinta, pues se había casado bastante joven y por todas las de la ley (hasta por pendeja, le recriminaba, constantemente, su mejor amiga...). Desde que su marido había conseguido ser el nuevo gerente estrella de aquella empresa, hacía aproximadamente dos años, su relación con éste no era la misma. Diana no soportaba estar sola. Ante los primeros largos viajes de su marido se quedaba en casa de su mamá (ubicada en una modesta urbanización al otro lado de la ciudad), sin embargo, a raíz de ciertas diferencias con ésta, decidió enfrentar su ineludible soledad de mujer casada, sorteando las pesadas horas de cualquier manera en su bella y cómoda casa. Se ocupaba de los quehaceres cotidianos parsimoniosamente y sin afán: lavaba, planchaba, hacía la comida, cuidaba el jardín, etc. Era adicta a la televisión. Casi no leía, no le gustaba. Hacía la siesta de la tarde semidesnuda. A veces se masturbaba, evocando aquellas primeras noches de recién casada, junto al, para ese momento, amor de su vida. En ocasiones era visitada por Sandra, su mejor amiga. Últimamente se sentía aburrida, pues su vida matrimonial había caído en un letargo insoportable. A veces se dejaba tentar por la idea de buscar una aventura (muchas veces Sandra le alentaba a ello: “te apuesto a que tu marido no es un santo”, le decía, casquillosa). Se sabía bella, atractiva; cualquier hombre estaría dispuesto a flirtear un rato con ella, a sacudirle el aburrimiento. Pero no. Ella no era una cualquiera. Además, en el fondo, seguía amando a su marido.
Aparte de la T.V., su otra gran adicción era el Internet. Solía navegar, en busca de páginas Web de música o espectáculos (siempre soñó con ser actriz), también chateaba con desconocidos casi diariamente, lo cual le divertía muchísimo. En una de esas charlas virtuales conoció al Chicano. “¡Chicano!”, Exclamó sonriente, “¿Acaso eres mejicano o qué?” Escribió desde su computador personal. Se ponían de acuerdo para conectarse en días y horas específicos. Ella desde su casa; él desde el laboratorio de informática de la Universidad o algún Cybercafé. Al principio fue un juego; una diversión no más. Pero con el tiempo, estas charlas casuales se hicieron para ambos una necesidad. Un día decidieron conocerse en persona, desde entonces su relación dio un giro inesperado.


El café estaba repleto. Era lógico, pues estaba situado en uno de los mejores centros comerciales de esa zona de la ciudad; además era sábado, sábado por la mañana. Era un lugar agradable, en donde solían encontrarse jóvenes universitarios y de secundaria: se coqueteaban, se enamoraban, hablaban de los estudios, de sus romances, o simplemente iban a pasar un rato, tomándose un capuchino o un buen jugo de naranja recién preparado. Carlos José comenzó a impacientarse. Quedó de encontrarse con esa desconocida del chat a las nueve en punto; ya eran casi las diez menos veinte. Pidió otro café con leche grande y otro cachito de jamón. Para poder conocerse, cada uno describió la manera como iba a estar vestido ese día: él con jean color petróleo y franela negra; ella, con jean a la cadera y franela blanca, pelo suelto (“lo tengo casi a la cintura”, le escribió juguetona) y gafas de sol a la moda (estilo Jennifer López). Diez de la mañana. El chicano pagó la cuenta con cierta brusquedad y se alejó por la avenida que conduce a su apartamento. En ese mismo instante, Diana salía de su casa (a veinte minutos del centro comercial) con el cabello suelto y húmedo, presurosa, dejando una estela de perfume tras de sí. Corrió a la avenida y tomó un taxi. “¡Cómo pude quedarme dormida!” Dijo. El taxista preguntó ¿Dígame, señora? Asomándose presuroso por el espejo retrovisor; ella respondió indiferente, “No, nada, señor”, y se acomodó el cabello con soltura.


El chicano despertó con un fuerte dolor de cabeza. Una gran resaca lo mantenía en cama, a pesar de que era casi mediodía. “Coño, qué ratón tan arrecho”, comentó. En la cama contigua se hallaba Raúl, uno de los Peralta: los ojos enrojecidos, el pelo alborotado, unas ojeras de cadáver bajo los ojos oscuros. Se levantó sin muchas ganas y pidió por teléfono dos litros de jugo de naranja. A las dos en punto debían presentarse en el anfiteatro de una importante universidad fronteriza para la inauguración del X Encuentro Nacional Universitario de Ingeniería. ¡Vamos, Rulo, levántate; ya son las doce!. Dijo, sacudiendo a su compañero de cuarto que aún se hallaba dormitando boca abajo. Se asomó por la ventana. Afuera, la ciudad palpitaba indiferente, bajo el sol radiante de junio. “Qué flojera” pensó y se dirigió al baño.
Un rato más tarde, el grupo viajaba en dirección al sitio pautado para el encuentro. Iban comentando con detalle las incidencias del día anterior. Sobre todo, hablaban de las chicas del local. Discutían: cuál estaba más buena; cuál tenía el mejor trasero; cuál tenía la mejor cara... Todos coincidieron en afirmar que esa tal Alelí (¡La gatúbela más buena, papá!) era la reina de “La Bella Donna”. Al llegar a la Universidad, olvidaron el tema y se dispusieron a participar en las diferentes actividades de aquel importante encuentro, que todos los años reunía lo más selecto de la ingeniería nacional.
Siete de la noche. De nuevo en el hotel, los muchachos comentaban sus experiencias del día. “No fue mala idea el habernos inscrito en este encuentro, está arrechísimo”, enfatizó Horacio. A pesar de que era un grupo de jóvenes alegres y joviales, a la hora de su profesionalización, actuaban con seriedad y disciplina. ¡Esto hay que celebrarlo, muchachones! Propuso Pedro Antonio Peralta. “¡Claro, pana, vámonos a la Dolce Vitta o a lo que sea!” Agregó Horacio, entusiasmado, febril, poniendo una cara de morboso que no podía con ella.
Poco después de las nueve de la noche, la camioneta se estacionó casi en el mismo lugar del día anterior. El portero no era el mismo: éste más bien era flaco y bajo, de piel blanca y cabellos de rockero devaluado. Se sorprendieron al encontrar el local casi vacío. Bueno, viéndolo desde un punto de vista era mejor así. Sin embargo, por la poca concurrencia, sólo las chicas menos agraciadas estaban laborando. En consecuencia, Alelí no daba señales de vida. Se sentaron y pidieron una botella de ron (salía más económico beber ron que cervezas). Comenzaron nuevamente a platicar de lo que habían aprendido durante la jornada del día. El Chicano sentía una extraña ansiedad. A pesar de que la estaba pasando bien con sus amigos, algo le afectaba.


Luego de sacar dinero de un cajero automático de la séptima avenida, Alelí detuvo un taxi y le pidió al señor que por favor la llevase a una dirección específica: era un barrio popular de esa ciudad, declarado desde hacía años zona roja. El taxista le dijo el monto de la carrera y arrancó el carro no sin cierto miedo. Últimamente el asalto a los taxis se había acrecentado de modo alarmante. Muchos taxistas no sólo eran robados, sino además asesinados del modo más cruel. “Muchas gracias, señor” dijo Alelí, dándole un billete, “Se puede quedar con el vuelto” agregó, mirándolo con cierta ternura. El señor era gordo, cincuentón, le recordaba a su padre. Caminó una cuadra y se detuvo frente a una modesta casa, toco varias veces a la puerta. Una niña de unos cinco años, con una pijama descolorida (al Mickey Mouse del pecho le faltaba una oreja) se le abalanzó emocionada: “¡Bendición, mami!” “Dios te bendiga, mi amor”. En ese instante, una señora pequeña, algo gorda, atravesó el umbral de la puerta de la cocina, dio unos pasos titubeantes, se detuvo, y en voz baja dijo: “Gracias, Dios mío”.


A las once de la noche la camioneta estaba nuevamente estacionada en el garaje del hotel. Los muchachos estaban cansados. La botella de ron se agotó rápidamente, así que decidieron guardar dinero para la siguiente noche (sería martes, seguramente las jóvenes buenazas volverían a laborar), ya que no contaban con mucho. El chicano y Raúl, acostados en sendas camas, viendo la tele, hablaban de sus experiencias amorosas. Raúl era un tipo buena gente, aunque algo egocéntrico. Tenía los ojos oscuros como su hermano y un cuerpo delgado y nada musculoso. Era más bien flaco, esmirriado, lampiño. Recordaban pues, sus primeros romances, en la secundaria. Los pajazos que se echaban en nombre de las muchachas más sexys del liceo. Habían estudiado juntos casi todo el bachillerato. ¿Te acuerdas de Sofía?, “Claro, pana, La que tenía un culito paradito, la coño e’madre...” “Esa también me la pasé por las armas, papá...” “¡Qué arrecho!” “¿Y tú te acuerdas de Maribel?” “¿Cómo no, huevón?” “A esa le metí mano en el baño, el día que ganamos el Festival, ¿Te acuerdas?”, “Claro, rata”. Afuera había poco ruido. La conversación se prolongó por casi dos horas. Alelí, esa noche, no pudo conciliar el sueño con facilidad: lloraba en silencio, abrazada a su hijita, maldiciendo, sintiéndose culpable, una mierda, pues, qué futuro me espera Dios, ¿seguir siendo una puta barata?, ¿Qué va a pasar con mi niña? (Abrazando a la niña con mayor fuerza), que ese italiano se vaya pa’ la mierda, viejo morboso, viejo explotador... mañana mismo le digo que me largo de esa porquería de trabajo... ¿Vida fácil?, la mierda...


Diana revisó la carpeta de correos: nada. Ningún correo del chicano. Estará bravo conmigo, seguro, pensó. “Coño, la cagué” dijo, desconectándose de la Web. Se levantó lentamente de la silla giratoria de cuero negro, se dirigió a la ventana, se asomó a la calle: una calle tranquila, de urbanización. La tarde arrojó una bocanada de aire frío a su tierno rostro. Porque a pesar de los años, Diana conservaba la ternura de su rostro: ojos un tanto achinados, color chocolate; boca pequeña, labios gruesos, sensuales; cabellos castaño-oscuros, lacios y suaves; cuerpo delgado, senos hermosos (talla 36), trasero parado y firme (como para un comercial de pantalones...); en fin, no estaba nada mal la señora. Se dirigió a la sala, encendió la tele, una canción de Eminen ahuyentó el silencio de la casa. Se sentó, todavía recriminándose por haber perdido la oportunidad de conocer en persona a ese hombre misterioso que le estaba dando un toque de alegría a su vida, cargada hasta entonces de tanto aburrimiento y hastío. De pronto, oyó el ruido inconfundible del carro de su marido, parqueándose en la acera de enfrente. Se sobresaltó. Apagó la tele. Le abrió la puerta al mejor publicista de la ciudad: “Hola mi amor”, “Hola mami”, un beso, un abrazo, “Qué cansancio, vale”, “Me imagino”. Diana se quedó parada en la puerta, atravesada por un sentimiento doloroso, mezcla de ira y decepción, mientras su marido arrastraba un maletín de rueditas en dirección al cuarto, con una cara de pocos amigos.


“Hola, Diana: te esperé por casi una hora. No te puedo negar que estoy molesto contigo, muy molesto. De todos modos, escríbeme, por favor. Explícame qué pasó”. “¡Épale, chicano!”; “¿Qué hubo leo?” Bueno, así está bien, se dijo el Chicano y le dio al botoncito de enviar. Canceló la hora de navegación, (Okey, pana, gracias; nos vemos...). Salió sin prisa a la parada del microbús que lo dejaría frente a su apartamento. Ya en plena marcha (la radio tocaba una canción en donde se hablaba de caras y de lunas...), comenzó a imaginarse cómo sería Diana: ¿Será que está buena? ¿Acaso será un monstruo? ¿Será verdad que es soltera? Sonrió con frescura y los ojos achinados resplandecieron de picardía. De pronto, un latigazo de lluvia fugaz golpeó las ventanillas del microbús. “¡Cónchale, ojalá que no llueva!” Suspiró. “Por donde pueda, señor”. Cuando se disponía a tomar una buena ducha que le aflojara el estrés, las notas de la melodía Para Elisa de Bethoven, le anunciaron que recibía una llamada por el celular. Lo sacó de inmediato del bolso: era su mamá. A las dos horas iba en camino a la casa de sus padres. Su padre había sufrido el último infarto.


“Chao, mi amor”, dijo Alelí, acariciándole el cabello a la niña “Y te portas bien, ¿oíste?” Agregó, pellizcándole esta vez la mejilla izquierda. “Bendición, mami” “Dios te bendiga, mi amor” respondió la señora, besándola y abrazándola con una ternura un tanto exagerada. Se alejó sin premura, bordeando con sus pasos las plantas del jardín que su madre se esmeraba en cuidar. Su padre paralítico espió la escena desde el umbral de la ventana de su cuarto, no pudiendo evitar un breve sollozo. Casi toda la tarde Alelí la aprovechó para visitar algunas tiendas de ropa femenina. En las últimas semanas había engordado algunos kilitos, por lo que la ropa le quedaba algo apretada. Adquirió algunos pantalones strech de diferentes colores y blusitas a tonos fríos. Luego de caminar por más de hora y media, se sentó en una pequeña plaza y concentró su atención en un grupo de personas que se encontraban frente a la Universidad Experimental. “Será que hay huelga”, murmuró, poniendo una cara de extrañeza que no venía al caso. A un lado de la concentración se hallaba el Chicano con sus amigos, esperaban el transporte que los conduciría al museo de la ciudad, en donde se llevaría a cabo una de las actividades del Encuentro.


A Diana le asaltó la alegría cuando vio el nombre de El Chicano en la lista de la bandeja de entrada de su correo electrónico. Se sentó de inmediato y sin perder tiempo dio el clic correspondiente. Leyó el correo sin premura, despacio, queriendo retener en su memoria cada una de esas palabras. “¡Qué lindo!” dijo efusiva y se dispuso a responderle: Discúlpame, Chicano. Sé que debes estar molesto. Te pido por favor me disculpes. No te imaginas las ganas que tengo de conocerte en persona. Por favor, no seas malito. Dame una nueva oportunidad. Qué te parece en el mismo lugar y hora, el próximo sábado. Espero tu respuesta. Un abrazo y un beso. Diana.


Se sentó en el largo sofá de la sala de recibo, alargó la mano y puso la taza de té sobre una mesita de madera fina, con incrustaciones de metal, al estilo rococó. Se enderezó, cruzó las piernas con aire coqueto, se acomodó el cabello tras las pequeñas orejas con las dos manos y dijo con una voz demasiado infantil para su edad: “Tienes que tener cuidado con eso, Diana”. “Sabes que por ahí hay mucho loco...” Advirtió Sandra Wassouft, llevándose la taza de té a la boca. “Tranquila, chama, el Chicano es diferente”. Alegó Diana con su fresca sonrisa. “Cuidado, chamita, nunca se sabe...” Sandra, era la mejor amiga de Diana. Llevaban más de diez años conociéndose: compartiendo secretos, alegrías, fracasos, sueños... Era de buena familia, de treinta años, había culminado a duras penas su carrera universitaria (era Arquitecto). Le gustaban los buenos restaurantes, viajar, disfrutar de los placeres que su familia le podía dar, sin remilgos ni limitaciones. Pero no era materialista, como muchos suponían, era más bien humilde, servicial, humana. Nunca se había casado ni pensaba hacerlo; le gustaba ser libre. Además odiaba estar enfrascada en una casa, no soportaba el sedentarismo doméstico, que no era otra cosa para ella que el matrimonio o la vida en pareja. “Prefiero disfrutar ahora que tengo juventud y dinero” Comentaba con sus amigas en las discotecas de moda. “Después me busco un viejo ricachón, ¡Y estoy hecha muchachas!” .
Luego de tomar el té de la tarde, las dos amigas se fueron al balcón, pues el calor comenzaba a fastidiar. Aunque se propuso no comentar nada acerca del Chicano, Diana no duraba más de cinco minutos sin nombrarlo, sin reírse al relatar las cosas morbosas que a veces se escribían, a través del ciberespacio... “Creo que ahora sí vas a romper tu promesa de fidelidad”, inquirió Sandra, señalando a Diana con el índice erguido y con un gesto fingidamente adusto. Diana guardó silencio por unos segundos y al cabo dijo: “¿Por qué no?”.


Alelí llegó al local a las cuatro de la tarde en punto. Trataba siempre de estar a esa hora para evitar el ajetreo que se desataba cuando, una hora más tarde, la turba de muchachas llegaba en tropel y se adueñaba, entre risas, gritos y murmullos, de los vestíbulos y los baños. Estaba tranquila; como siempre. Maquillándose con parsimonia frente al espejo de costumbre. Era realmente bella. Una mujer de estatura media, ojos algo oblicuos y claros, de tez blanca y unas caderas de ensueño. Abrió su clóset y extrajo el vestuario de enfermera, lo desempolvó, lo arrojó a la cama. Era martes, le tocaba ese show. Se lo midió sin afán. Se dio cuenta de que le quedaba apretado: “Cónchale, tengo que dejar de comer tanto...” Dijo, al notar unos rollitos de grasa en su abdomen. Al rato, escuchó pasos y voces. Eran las muchachas. Ninguna sobrepasaba los veinticinco años. Eran hermosas y afables y con un aire de modelos de televisión o aprendices de teatro. Si bien era cierto que Alelí saludaba a todas con cariño, con besitos y abrazos, sólo dos eran sus mejores amigas: Mónica y Mercedes. Un par de primas que habían venido desde Valencia con ansias de estudiar en la Universidad Experimental, una de las más reconocidas del país. En su antigua ciudad, habían iniciado estudios de Mercadeo en un Instituto Privado, pero les fue difícil proseguir por diversos motivos. Eran buenas amigas, tratables y humanas. “Hola Alelí, ¿Cómo estás?” “¿Y Abigail?” “Tremenda y bonita como siempre...” Respondió Alelí, desde el fondo de sus veintiséis años, mientras se ajustaba el sostén haciendo presión sobre sus senos con ambas manos. Entre ellas nunca había disensiones, por el contrario, solían coincidir en muchas cosas. Particularmente Mercedes era la más querida de Alelí, pues sus facciones le recordaban a un novio muy especial que había tenido en el liceo. Además la chica leía poesía, un hábito que Alelí estimaba como algo muy humano y propio de personas extraordinarias. Apenas conociéndose, Mercedes le regaló un libro de Mario Benedetti. Un detalle que Alelí conservaba en su mesita de noche, sin haberse sentado todavía a leer.


El profesor Andrade hablaba con Pedro Antonio y Raúl, fuera del hotel, a unos pasos de la camioneta. De vez en cuando una carcajada del teacher reverberaba de súbito, mezclándose de inmediato con los demás ruidos de la calle. Carlos José aún estaba en la habitación. Se afeitaba la ligera barba con la misma desechable de hacía dos días. “Estoy listo” Dijo, mientras arrojaba la máquina de afeitar a la basura. Se secó, se golpeó la cara con un líquido verde, se colocó la franela, se peinó, apagó la luz, cerró la puerta.
“Chamo, esta camioneta está sin gasolina”, dijo Horacio al ver la cabina de señalización de la bronco. “Tranquilo, pana...” “Todo está bajo control, Okey...·”. Se dirigían a “la Bella Donna”. Estaban contentos, pues luego de la segunda jornada de trabajo, hasta ahora el encuentro había llenado todas sus expectativas.
El local estaba totalmente lleno. A tientas, entre las mesas ocupadas y los grupos de clientes que bebían y fumaban de pie, diseminados a un lado y otro del bar, los muchachos lograron llegar a la barra, en la cual por su puesto, no cabía un alma. A gritos pidieron cervezas. Como pudieron, se hicieron un lugar entre la multitud en donde, de cuando en cuando, se hacían algún comentario. Pero en realidad, cada uno estaba en su mundo, paladeando su cerveza de un modo mecánico. Raúl sugirió que fueran a otro lugar, haciendo bocina con sus manos, pero los demás hicieron caso omiso a su propuesta. A la media hora, un grupo de empleados de una fábrica de zapatos abandonó el local. Sin perder tiempo y a duras penas lograron sentarse en una mesa ubicada cerca de la barra. “¡Ahora sí, muchachos, vamos a pedir una botella!” Propuso la voz ronca del profesor Andrade. Los demás asintieron con la cabeza.
A las dos horas, comenzó el espectáculo: Alelí y las enfermeras de fuego, encendieron la noche. En medio del ambiente aventurero provocado por los efectos del alcohol y el fragor de la tertulia, se abrió la apuesta. Aquel que fuese capaz de quedarse con una prenda de Alelí, se acostaría con ella esa noche y no precisamente a dormir, acotó Pedro Antonio, antes de una gran carcajada. Entre todos los demás, perdedores en este caso, pagarían el servicio. Alzando los vasos los muchachos brindaron con entusiasmo, aceptando sin vacilaciones el excitante reto.


El Chicano se internó a la habitación un tanto tembloroso. Contrario a lo que imaginó la misma estaba ordenada. La muchacha le sugirió que se desvistiera allí mientras ella hacía otro tanto en el baño. Caminó titubeante, se sentó en la cama; una cama más bien pequeña. Se quitó los zapatos, los colocó al pie, luego la franela, luego el pantalón. En ese instante Alelí apareció ante sus ojos, al tiempo que dejaba caer la toalla al piso; estaba recién bañada, sin sostenes y con una pequeña tanga verde. El pelo suelto. Era realmente excitante tenerla así, indefensa, con unos ojos supuestamente atrevidos y ademanes de seducción un tanto teatrales...


Esta vez no iba a fallarle. Eran apenas las ocho de la mañana de un sábado caluroso y límpido. Se terminaba de retocar frente a aquel gran espejo. “Ay, papacito... hoy si no te pelo”, pensó sonriente, retocándose los labios con sutileza. Su esposo no llegaría hasta la noche. Esa certeza le daba tranquilidad, “aunque pensándolo bien, yo no voy a hacer nada malo”, reflexionó en voz alta.
El chicano llegó a las nueve y cuarto. Esta vez actuaba sin afán, aunque muy en el fondo de sí era preso de una ansiedad inusual que lo impulsaba a proceder con una normalidad exagerada. Se sentó y pidió un café marrón. A lo lejos se escuchaba el vaivén de la ciudad. El cielo estaba de un azul intenso. De pronto, viró la vista a un lado y la vio acercarse, “Debe ser ella”, pensó, secándose las sudorosas manos en el pantalón nuevo...


“¡Hay viene Carlos, muchachos!” Gritó Horacio, enajenado, y todos se voltearon en dirección a la entrada del bar. Aplaudieron, “¡Buena chamo!”, “¿Qué tal culea la hembra?” “¡Brindemos por nuestro culeón favorito!”, Sonidos de vasos en el aire, risas escandalosas, felicitaciones absurdas... EL Chicano la vio perderse detrás de la barra, atesorando en sus manos el olor perturbable de su sexo fugaz...


El último día del Encuentro estuvo agitado. En la mañana, las dos últimas conferencias, muy interesantes, aunque al final algo aburridas. El almuerzo: un caos total. Por la tarde, la entrega de los certificados correspondientes. El viaje de regreso estaba pautado para el día siguiente. Estaban contentos. Desde todos los puntos de vista, el encuentro había sido un éxito. “Además, el Chicano estuvo con la putica más bella que he visto en mi vida” Comentó el profesor Andrade, dándole una palmada a Carlos por la espalda. Por su puesto que la celebración no se hizo esperar, “La Bella Donna” era el destino seguro.


“Llevamos tres sábados viéndonos, ¡Es tan bello!” Le contaba Diana a Sandra por el teléfono inalámbrico, mientras se revisaba las horquetillas del cabello. Afuera llovía a ráfagas. Diana llevaba puesto un camisón amplio, al estilo gitano, y un bluyín ajustado que resaltaba sus formas; acababa de verse con el Chicano. “ ¿Y cuándo van a hacer el amor?” Preguntó Sandra, juguetona, al otro lado de la línea. “¡Coño!, ¿Me crees tan puta?” “No es eso, bobita, sólo preguntaba” aclaró Sandra con ironía. Estuvieron hablando por largo rato. Diana se daba ese lujo, ya que su marido pagaba puntualmente la cuenta telefónica, por muy elevada que ésta fuera. En ese momento el Chicano se daba una ducha, pensando en las cosas que había hablado con Diana. Se sentía bien. El hecho de haber conocido a ese mujerón y de compartir con ella tantas cosas lo hacía sentir dichoso. “El próximo sábado la invito al apartamento” pensó, mientras canturreaba una canción de moda y se enjabonaba una vez más, bajo la helada llovizna del grifo...

En la víspera del viaje de regreso a la capital, nuevamente la Bella Donna fue el lugar escogido por los muchachos para echarse unos buenos tragos y recrear la vista. Durante el recorrido del hotel al bar, no se comentó otra cosa que la suerte que tuvo el Chicano por haber podido disfrutar de la buenaza de Alelí. “Debes estar contento, ¿no, ratica?” dijo Horacio, dirigiéndole una mirada pícara. El profesor Andrade y los muchachos, entre tanto, preguntaban, entre risas y comentarios obscenos: “¿Qué hicieron?, ¿Cómo lo mueve?, ¿Le hiciste aquello?, ¿Le hiciste esto?...Y cosas por el estilo. Carlos José, reía, sonrojándose de cuando en cuando, a medida que el tono de las preguntas aumentaba. De pronto, su celular anunció que acababa de recibir un mensaje de texto. Lo sacó de inmediato del bolsillo del pantalón, era Diana: Te espero el viernes, a las dos. No me falles. Mi marido no llega hasta el sábado. Besos.
La primera botella no alcanzó la media hora y la segunda iba por la mitad. Desde el momento en que se instalaron en la mesa (justo cuando el negro malencarado sacaba a empellones a un borrachito...), Alelí comenzó a deambular entre las mesas vecinas, echando de vez en cuando un rápido vistazo a la mesa donde compartían el Chicano y sus amigos. EL profesor Andrade se dio cuenta de la actitud de la muchacha, y cuando ésta menos lo esperaba, le hizo señas de que se acercara. Alelí acudió al llamado. “¡Hola linda!, ¿Cómo estás?”, Preguntó el profesor, con los ojos enrojecidos por el trago. “Bien”, repuso Alelí. Y al instante inquirió: “¿Desea algo?”, “¿Cómo te fue con el muchacho?”, Interrogó el teacher, señalando a Carlos con la mirada. “Normal...” dijo la muchacha, secamente, y se alejó un poco seria, en medio de las miradas lujuriosas de algunos clientes embriagados. Entre tanto, Carlos, mirando al profesor de modo despectivo, pensó: “viejo verde, si la caga... ¿No?”


Cuando estaban cerrando el local (las luces encendidas, los meseros subían las sillas sobre las mesas y en el fondo se oía música venezolana...), el Chicano, haciéndose el loco, se hizo cerca de la barra, en donde Alelí hacía cuentas con uno de los cajeros. Impulsado por el valor que le daba la borrachera, se acercó a la muchacha, la saludó y le pidió que por favor le diera su número telefónico o su dirección, si era posible. Ella sonrió al verlo en ese estado y no lo pensó dos veces, sacó el monedero de su cartera, extrajo de éste una tarjeta color salmón y se la entregó, en la cual, además del teléfono personal estaba la dirección de su correo electrónico. “¡Coño, mamita, hasta correo tienes!, “¿Y tú qué crees, papito...?”, Dijo Alelí, levantando una ceja con aire coqueto. Luego le dio un beso en la mejilla, sin dejar de sonreír, le pidió que la llamase o escribiese pronto y se retiró como si nada.


“¡Qué espalda tan perfecta, Dios mío!” Pensó el Chicano, acariciándole la espalda a Diana, que yacía desnuda a su lado. Acababan de hacer el amor. Por los grandes ventanales un aire glacial se internaba incesantemente a la habitación; sin duda, era una hermosa y plácida tarde de un viernes cualquiera. Hicieron el amor con tranquilidad, sin más sobresaltos que los provocados por el éxtasis y la lujuria de sus cuerpos, completamente entregados a los dulzores de aquella pasión furtiva. Al final de cada orgasmo, se dedicaban a comentarse sus cosas, por muy triviales que éstas fueran. En esta ocasión, Carlos José comentaba lo concerniente al encuentro. “Ay, papi, me alegra que te haya ido tan bien.” Dijo Diana, tiernamente, mientras un brillo extraño fulguraba en sus ojos...


Eran las cuatro y veinte minutos de la madrugada de un sábado cálido de junio cuando el cadáver fue encontrado, en medio de gritos de espanto, desmayos y demás. Desnuda, con varias puñaladas en su abdomen, yacía amarrada por manos y pies a la vieja cama de una de las habitaciones de aquel club nocturno en donde tantas veces había prestado sus servicios. Según las primeras investigaciones del Cuerpo de Investigaciones Criminalísticas y Policiales, la hermosa chica respondía al nombre de Carmen García, de 26 años de edad, de nacionalidad venezolana, quien llevaba dos años laborando como trabajadora sexual en la “Bella Donna”.

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