Yo era un tipo normal. Trabajaba arreglando computadoras en un pequeño local ubicado en una zona céntrica de la ciudad. Éramos cuatro socios. Siempre teníamos trabajo suficiente como para subsanar nuestros gastos básicos, a pesar de la inflación y todos esos índices económicos que en nuestro argot popular se traducían en que la vaina estaba cada vez peor. El hecho era que llevábamos casi cuatro años en el ambiente informático de la ciudad: reparando computadoras, calculadoras, impresoras digitales, máquinas electrónicas, fotocopiadoras… Algunos viernes nos refrescábamos adonde el señor Alcides. De paso aprovechábamos y les tirábamos los perros a sus hijas, que eran tres muchachas que estaban buenísimas, pero ninguna nos paraba ni poquito.
Los fines de semana me dedicaba a visitar a mi hija Valentina que vivía con su mamá donde mis ex suegros. Aunque casi siempre se producía cierta tensión en el ambiente con mi llegada, sobre todo cuando conversaba con Mónica (mi ex mujer) acerca de la niña, al rato el aire se hacía más liviano y hasta había espacio para la concordia y la tolerancia.
Un día mi hermano David comenzó a sentirse mal. Decía que a veces sentía ganas de vomitar; que cuando menos lo esperaba le daban mareos y que para completar lo abrumaban unos dolores de cabeza terribles, que lo hacían casi llorar de la desesperación. Mamá estaba muy preocupada. A los días lo llevamos adonde el médico. Le recetaron un poco de medicinas, que al cabo no lograron mitigar su malestar. Una tarde de esas en que pasé por la casa a ver cómo seguía, mamá me comentó sobre un señor rezandero. Ese fin de semana lo llevamos para allá. El brujo era un viejo como de setenta años, enjuto y pálido, que al parecer vivía solo. De inmediato nos atendió. Apenas vio a mi hermano dijo que le habían hecho un daño. Que alguien le había puesto un trabajito, sí señores. Tuve que hacer un gran esfuerzo para evitar reírme en la cara del tipo. Siempre he sido un hombre incrédulo ante estas cosas. En fin, que el tipo se encerró con mi hermano por un buen rato…
Pasaron como cuatro días y aunque parezca increíble las dolencias de mi hermano fueron mermando rápidamente. David comenzó a ser el mismo de siempre: alegre, divertido, echador de broma. Mamá me lo comentó por teléfono con un tono como diciendo ves, yo te lo dije… "Okey mamá, está bien, tenías razón", repuse, con mi acostumbrado ademán de indiferencia.
"¿Cuéntame, David, cuál fue la broma que te echaron?" ¿acaso enterraron un sapo en el patio de la casa…? ¿O acaso alguna vieja te dio a beber zumo de pantaleta?" Risas. "Pero cuéntame, qué fue lo que te hizo o dijo el viejo cuando se encerraron?
“Realmente no entendí ni pitos lo que el viejo decía, era como una especie de oración; luego me dijo que me bañara con unas ramas por ocho días y que después le prendiera una vela a un santo que ni me acuerdo cómo se llama…”
De pronto el trabajo empezó a disminuir, los clientes habituales fueron desapareciendo sin causa aparente. No pasó mucho tiempo para enterarnos de que un grupo de jóvenes ingenieros recién graduados había abierto un local en Barrio Obrero. Los tipos estaban bien equipados y por cuestiones de competencia cobraban menos que nosotros.
Una noche, creo que iban a ser las once, Mónica me llamó de repente. Con voz temblorosa me informó que la niña tenía mucha fiebre, que me apurara para llevarla al hospital... De inmediato apagué la tele y me fui a llamar a José, para ver si me llevaba en su carro. Efectivamente, cuando llegamos adonde los suegros, la niña ardía en fiebre.
Tengo que conseguir la plata para el tratamiento: a la niña le diagnosticaron dengue hemorrágico; la cosa no es tan simple. Estuve esta mañana en el local: apenas dos calculadoras y una impresora. Luis y Wilmer estaban sacando esos trabajitos. Menos mal que David me prestó ciento cincuenta mil. Creo que eso me alcanzará para el tratamiento inicial. Es lo que espero...
Me fui a dar vueltas por el centro, no sé por qué ni para qué. Las avenidas estaban atestadas. De vez en cuando tropezaba con alguna mujer gorda cargada con bolsas de diferentes colores y tamaños, a veces me tropezaba con muchachas jóvenes en jean, de esas blanquitas y bonitas; a veces me quedaba parado como un idiota en alguna esquina, con una cara tan desentonada y triste que cualquiera me habría podido confundir con algún indigente. De pronto alguien, que pasaba a mi lado, le decía a su acompañante que tenía ganas de vomitar; de hecho el chamo se detuvo y se llevó las manos al estómago: se veía mal, el carajo. “Tranquilo, hombre”, irrumpí en la escena, de pronto, ante los ojos sorprendidos y extrañados de los personajes. Les indiqué que me acompañaran a la sombra de un local de comida rápida, lejos del barullo y el fragor de la calle.
A partir de ese día, muchas cosas cambiaron; desde el orden de la casa de mamá, hasta mi manera de vestir. Fue un proceso rápido. Por las mañanas iba al local y por las tardes y parte de la noche atendía a las personas que llegaban en busca de mi auxilio. Que si picadas de arcos, maldiojos, tratamientos contra trabajitos de magia negra, lectura del porvenir en el fondo de la taza de café; baños para la buena suerte… Mi preparación autodidacta en este campo, consistía en la lectura de algunos libros que mamá me prestó. Por otra parte, seguí visitando al viejito rezandero, hasta que, por supuesto, se enteró de mi negocio…
Dos semanas después de aquel llamado de Mónica, la niña estaba totalmente fuera de peligro y de hecho casi lista para ser dada de alta. Con mi nuevo trabajo pude pagar todo el tratamiento. Por supuesto, tuve que contarle a Mónica lo que hacía por las noches, y por qué ahora me vestía con estos camisones hindúes y hasta me estaba dejando la barba. Ella rió, incrédula.
El hecho de ir al local respondía más a la costumbre que a otra cosa, pues el trabajo seguía siendo escaso; además, los muchachos estaban más jodidos que yo, por lo que terminaban matando los pocos tigritos que se asomaran por allí.
A veces eran las doce de la noche y yo estaba atendiendo a algún cliente furibundo que quería saber si su mujer le era infiel o cuál era el próximo gordo de la lotería. A los tres meses de estar tirándomela de brujo, el viejito rezandero murió inesperadamente; dicen que de una enfermedad que lo venía matando, poco a poco. “Y entonces por qué no usó la brujería”, comenté a mamá, antes de sorber el primer trago de aquel café humeante. “Bueno, tú sabes que nada es eterno; las malas lenguas dicen que fue una brujería mal hecha que se le devolvió…”
Esa noche casi no pude dormir. Realmente la noticia de la muerte del brujo me dejó consternado. Mañana mismo dejo de atender a toda esa gente estúpida que cree encontrar soluciones en donde no las hay. Además, ya he ahorrado bastante como para comprarle los útiles y el uniforme a Verónica...
(una semana después...)
"Aquí tienes el dinero para el uniforme y los útiles de la niña… "
"Okey, gracias (¡Verónica, llegó tu papá!)"
"Y ¿cómo estás?"
"Como siempre y ¿Tú?"
"Bien, chévere… "
"¿Y qué tal el trabajo?"
"Bueno, en realidad, un poco flojo."
" No... te pregunto por el otro..."
"Este… ya lo dejé…"
"Ummm… Está bien, te felicito"
Y sus ojos brillaron y su boca, de pronto, se transformó en una leve sonrisa…
"¡Hola, mami! Dios te bendiga…"
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