jueves, 29 de enero de 2009

mensajes de espuma

Imagina que soy eso que quieres que sea. (Suena extraño, ya lo sé) Imagina un árbol frondoso, borra cualquier imagen negativa. Respira suavemente. Relaja el plexo, los músculos, las manos, la raíz del cabello. Es sólo una ventana. Una coartada de la imaginación. Siente la brisa del mar. (relaja los músculos de la cara) El vaivén de las olas te traerá mensajes de espuma (cuenta hasta diez o hasta once...) Siente cómo navega tu sangre, cómo se acumula entre las sienes, como una lombricita inquieta. Es sólo una ventana. Un árbol frondoso. Y la brisa que juega con tus cabellos y aspira el olor a sal, faltan poco, cuanta hasta diez o hasta veinte... falta poco, muy poco...

miércoles, 28 de enero de 2009

Tecleando sin...

Hubo un día claro y límpido. Hubo un soñar y una avaricia, de manos que se buscan, de muslos que se rozan en un murmullo de sábanas prestadas. Un tiempo adusto y lineal, un ambiente cualquiera, una necesidad oculta tras los ritos del día a día. Hubo una plaza y un hotel, de cuando en cuando, una palabra mal dicha y un tráfico de besos. (La palabra amor, sí, esa palabra). Fue cuestión de tiempo. Y entonces una noche, desenlace del corazón. Besos que caen, piel contra piel. orgasmo, lluvia, oquedad, dulzor, silencio. Entonces la nada, un adiós insifrible, una píldora para el dolor...

sábado, 24 de enero de 2009

Como un par de girasoles

Cuando recién cumplí los dieciséis mis padres me enviaron para San Cristóbal, a casa del tío Santiago. Allí permanecería por algún tiempo, mientras ellos solucionaban definitivamente lo de la separación. Era lo mejor para todos, sobre todo para mí.
Era una mañana fría cuando llegué a la capital del estado Táchira. Hacía más de cinco años que habíamos pasado allí unas vacaciones. Muchas cosas habían cambiado desde entonces. Paola y Dabiana estudiaban en Mérida, medicina y letras, respectivamente. Cuando escribo o pronuncio sus nombres no dejo de sentir nostalgia, por aquellos días en que descubrimos que el amor era algo más que un papelito furtivo colado debajo de una puerta, que un beso fugaz en medio de la noche, que el roce de unas manos debajo de la mesa…

―¿Quieres que te traiga algo?
―No, mi amor. Gracias…
―Vale…
Escribo frente a un campo minado de girasoles. Estamos en Galindo y Perahuy, como a 20 minutos de Salamanca. Escribo a más de ocho mil kilómetros de aquella casa, de aquella ciudad incrustada entre montañas azules y páramos de ensueño, donde perdí la adolescencia y conocí los primeros destellos del amor y sus efectos.

A simple vista, eran como dos gotas de agua; como un par de girasoles. Pero si te fijabas bien, había en cada una de ellas uno que otro rasgo distintivo. Por ejemplo, Paola era un poquito más gordita que Dabiana, le gustaba la música rock y era amante de la comida rápida. Dabiana, por su parte, era delgada, más clásica en su vestir, y le encantaba sobremanera la música romántica; además leía mucha poesía, de Benedetti, de Jaime Sabines…
Crecí en un internado. Un internado de salesianas en donde nos obligaban a leer como mínimo un libro al mes. Así conocí a Sor Juana Inés de la Cruz, a Mario Benedetti, a Neruda, a Sabines, que por cierto es mi favorito…
―Pero él no es nada religioso ―tomé un tomo de poemas del poeta mexicano y comencé a hojearlo…
―Pues no… pero me gusta. Es muy sincero…―se ruborizó mientras pronunciaba las últimas palabras. Me provocó darle un abrazo, pero debía contenerme.

—El tráfico estaba insufrible. La ciudad está atestada de británicos y japoneses…
—Ah, ¿Entonces sí empezó el curso de español para extranjeros?
—Así parece…¿Y qué tal el trabajo?
—Un poco liado, pero ahí voy… Dándole duro, como decimos en mi tierra…

Aunque intenté negármelo a mí mismo, Dabiana me gustó desde el primer momento en que la vi entrar a la casa, con sus gafas de sol y ese bluyín plegado a su figura, y esos ademanes de cansancio y hastío de tanto viaje y smog. Paola era chévere, una muchacha atractiva y simpática, pero hasta ahí…
A veces nos sentábamos en corro luego de la cena a conversar con el tío. A pesar de parecer un tipo serio e inflexible, el tío Santiago era un alma de Dios. Buena gente, comprensivo y justo con sus empleados, padre cariñoso y responsable; buen marido, amable y cariñoso con la tía. A menudo despierto en medio de la noche salmantina y pienso en él. Un nudo de nostalgia y remordimiento se instala en mi pecho. Sobre todo cuando recreo el fin de su vida, repentino y absurdo.
A los sesenta las cosas ya no son como a los veinte. Escuchen a este viejo zorro, nos decía, con voz queda, mientras a lo lejos recrudecía el tráfico de la tarde. A veces he llegado a la conclusión de que él sabía lo que ocurría entre una de las morochas y yo. Hubo días en que me miraba con cierta suspicacia, mientras me pedía un favor o me mandaba a hacer alguna labor de la casa. Mi sueño es ver a las niñas graduadas, casadas y felices, decía, a tres metros de mí, mientras yo desempolvaba los libros de su despacho. Para ese momento Dabiana comenzaba a sucumbir a mis caricias.
Un día, empezamos a besarnos y a tocarnos aprovechando que estábamos solos. En el equipo de la sala sonaba una canción de Chayanne. Hacía dos días que Dabiana había cumplido los 18. Estaba más hermosa que nunca. Una de las chicas más deseadas de ese sector de la ciudad. Pero también la más seria e inaccesible. Nos desnudamos lentamente. Mi corazón latía como un animalito herido, sus pechos temblaban también, entonces repicó el teléfono, una llamada inesperada, un tipo que marca un número por primera vez, una noticia aciaga, increíble… Un hombre ha muerto: dos balas atravesaron su humanidad, Santiago Dávila, 65 años…

De pronto Susana me alcanza el teléfono inalámbrico. Es de Venezuela. Mamá me llama para saber si al fin vamos a viajar el próximo verano. Le digo que ese es el plan… Que para el mes de abril terminamos el doctorado; que vamos a hacer todo lo posible por visitarlos en las próximas vacaciones.

martes, 20 de enero de 2009

Una idea para un cuento... quién sabe...

Era preciso caminar dos o tres kilómetros para llegar a la escuela (el hombre carraspeó, miró de soslayo a sus interlocutores, se acabó la cerveza de un sorbo...) La vaina era diferente. Hoy no se enseña un coño... Con eso de los proyectos de aula lo que se logra es que los chamos sean cada vez más flojos. (En eso llegó Omaira y Carito y sirvieron la cena). ¿Entonces por qué estudiaste educación? (Susana guardó silencio por unos instantes)
-Ni modo, que otra cosa podía hacer...

Nieve

(Salamanca Nevada, 2009)
Cae la nieve
en lenta perspectiva.
Mis ojos son dos copos oblicuos,
de asombro enrumecidos, lejanos,
mis manos buscan el calor de un bolsillo roto...
(Gracias Susana, por la foto...)

miércoles, 14 de enero de 2009

Una postal para Irene

La buscó nuevamente en la biblioteca, entre sus libros favoritos. No la encontró. Era como si nunca hubiese existido. Una postal para Irene. Se la prometió apenas partió a ese viaje tan soñado, tan planeado desde siempre. Una postal de Alejandría en donde refulge la ciudad bajo el sol de Egipto, las ruinas de la antigua biblioteca, los muros tallados de historias secretas y graffitis.
Hacía dos años que el ministerio le había aprobado la jubilación, pero ahora, debido a esos juegos que el destino suele tramar, se sentía incompleto sin las preocupaciones propias de la docencia. A veces pensaba en los teoremas, las raíces cuadradas, los polinomios y su relación con la vida; no se explicaba entonces el hecho de que muchos de sus alumnos no entendieran algo tan lógico, tan vital.
Irene volvería mañana a la ciudad, recuperada completamente de la operación. Tendría que visitarla. Aprovecharía la ocasión para entregarle el libro y la postal y comentarle los pormenores del viaje, de lo bien que le había ido. Está seguro de haberla colocado como un marca-lectura en el último libro de Méndez Guédez. Pero ahí no está. Se sentó lentamente en su sillón de lectura, de pronto se sintió cansado. Cerró los ojos. Desde afuera llegaban ruidos lejanos, difusos. Ya era tarde. Su familia dormía. Entonces su mente retrocedió en el tiempo: los preparativos del viaje, el Charles de Gaulle, la conexión hacia Egipto, las Pirámides, el Mediterráneo, aquello que no se explica en los folletos turísticos ni en los libros de Historia Universal.
Evocó aquellos encuentros furtivos en que la vida era un oasis en medio del caos de la ciudad y la rutina. Recordó las promesas lanzadas al aire acondicionado de una pieza de motel cualquiera; esa despedida tenue en que prometieron no verse ni hablarse más: Es lo mejor para los dos. Teresa ya está cansada… Luego un beso, un pañuelo de seda que va de una mano a otra, unos pasos que se funden con la noche.
Se incorporó y buscó el pañuelo en una de las gavetas del escritorio. Lo tomó con sutileza. Con dedos lentos y temblorosos quiso revivir su contacto más tierno, la curva exacta de su vientre, la blancura sedosa y húmeda de su espalda…
Al cabo de dos horas de búsqueda infructuosa comprendió que era absurdo continuar. Con el Álgebra de Baldor en las manos, observó por la ventana que daba a la calle a un grupo de jóvenes que charlaba y reía entre humo de cigarrillo y tragos de alcohol. El sueño comenzaba a dominarlo.
De pronto alguien abrió la puerta. Él se hallaba dormido en el sillón de lecturas, con el pañuelo en la mano. Teresa miró el pañuelo fijamente, por unos instantes. Luego lo despertó con cautela para no asustarlo.
Como a las tres horas, Santiago leyó un mensaje de texto: Irene lo esperaba. Se dirigió a la biblioteca. La postal yacía sobre el libro de Neruda que leía su esposa. Entonces no supo qué hacer. Afuera un sol implacable ardía contra el pavimento, a pesar de que en el noticiero de la mañana habían anunciado día de lluvia.