Cuando recién cumplí los dieciséis mis padres me enviaron para San Cristóbal, a casa del tío Santiago. Allí permanecería por algún tiempo, mientras ellos solucionaban definitivamente lo de la separación. Era lo mejor para todos, sobre todo para mí.
Era una mañana fría cuando llegué a la capital del estado Táchira. Hacía más de cinco años que habíamos pasado allí unas vacaciones. Muchas cosas habían cambiado desde entonces. Paola y Dabiana estudiaban en Mérida, medicina y letras, respectivamente. Cuando escribo o pronuncio sus nombres no dejo de sentir nostalgia, por aquellos días en que descubrimos que el amor era algo más que un papelito furtivo colado debajo de una puerta, que un beso fugaz en medio de la noche, que el roce de unas manos debajo de la mesa…
―¿Quieres que te traiga algo?
―No, mi amor. Gracias…
―Vale…
Escribo frente a un campo minado de girasoles. Estamos en Galindo y Perahuy, como a 20 minutos de Salamanca. Escribo a más de ocho mil kilómetros de aquella casa, de aquella ciudad incrustada entre montañas azules y páramos de ensueño, donde perdí la adolescencia y conocí los primeros destellos del amor y sus efectos.
A simple vista, eran como dos gotas de agua; como un par de girasoles. Pero si te fijabas bien, había en cada una de ellas uno que otro rasgo distintivo. Por ejemplo, Paola era un poquito más gordita que Dabiana, le gustaba la música rock y era amante de la comida rápida. Dabiana, por su parte, era delgada, más clásica en su vestir, y le encantaba sobremanera la música romántica; además leía mucha poesía, de Benedetti, de Jaime Sabines…
Crecí en un internado. Un internado de salesianas en donde nos obligaban a leer como mínimo un libro al mes. Así conocí a Sor Juana Inés de la Cruz, a Mario Benedetti, a Neruda, a Sabines, que por cierto es mi favorito…
―Pero él no es nada religioso ―tomé un tomo de poemas del poeta mexicano y comencé a hojearlo…
―Pues no… pero me gusta. Es muy sincero…―se ruborizó mientras pronunciaba las últimas palabras. Me provocó darle un abrazo, pero debía contenerme.
—El tráfico estaba insufrible. La ciudad está atestada de británicos y japoneses…
—Ah, ¿Entonces sí empezó el curso de español para extranjeros?
—Así parece…¿Y qué tal el trabajo?
—Un poco liado, pero ahí voy… Dándole duro, como decimos en mi tierra…
Aunque intenté negármelo a mí mismo, Dabiana me gustó desde el primer momento en que la vi entrar a la casa, con sus gafas de sol y ese bluyín plegado a su figura, y esos ademanes de cansancio y hastío de tanto viaje y smog. Paola era chévere, una muchacha atractiva y simpática, pero hasta ahí…
A veces nos sentábamos en corro luego de la cena a conversar con el tío. A pesar de parecer un tipo serio e inflexible, el tío Santiago era un alma de Dios. Buena gente, comprensivo y justo con sus empleados, padre cariñoso y responsable; buen marido, amable y cariñoso con la tía. A menudo despierto en medio de la noche salmantina y pienso en él. Un nudo de nostalgia y remordimiento se instala en mi pecho. Sobre todo cuando recreo el fin de su vida, repentino y absurdo.
A los sesenta las cosas ya no son como a los veinte. Escuchen a este viejo zorro, nos decía, con voz queda, mientras a lo lejos recrudecía el tráfico de la tarde. A veces he llegado a la conclusión de que él sabía lo que ocurría entre una de las morochas y yo. Hubo días en que me miraba con cierta suspicacia, mientras me pedía un favor o me mandaba a hacer alguna labor de la casa. Mi sueño es ver a las niñas graduadas, casadas y felices, decía, a tres metros de mí, mientras yo desempolvaba los libros de su despacho. Para ese momento Dabiana comenzaba a sucumbir a mis caricias.
Un día, empezamos a besarnos y a tocarnos aprovechando que estábamos solos. En el equipo de la sala sonaba una canción de Chayanne. Hacía dos días que Dabiana había cumplido los 18. Estaba más hermosa que nunca. Una de las chicas más deseadas de ese sector de la ciudad. Pero también la más seria e inaccesible. Nos desnudamos lentamente. Mi corazón latía como un animalito herido, sus pechos temblaban también, entonces repicó el teléfono, una llamada inesperada, un tipo que marca un número por primera vez, una noticia aciaga, increíble… Un hombre ha muerto: dos balas atravesaron su humanidad, Santiago Dávila, 65 años…
De pronto Susana me alcanza el teléfono inalámbrico. Es de Venezuela. Mamá me llama para saber si al fin vamos a viajar el próximo verano. Le digo que ese es el plan… Que para el mes de abril terminamos el doctorado; que vamos a hacer todo lo posible por visitarlos en las próximas vacaciones.
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