Deseaba tener una habitación limpia e individual, una cama muy blanca, un lavabo resplandeciente, una mesa con una lámpara de luz suave. Pero debía matar a alguien. Ese era el precio a pagar. Lo supo desde la mañana en que recibió aquel mensaje de texto, en el cual un compañero le comunicaba que el jefe lo quería ver. Ahora no tenía escapatoria. Como siempre, el destino le fraguaba una nueva trampa, una disyuntiva vital e ineludible: o era él o era Leonardo.
—Estamos haciendo limpieza, lobito. Sé que es algo difícil para ti, pero tienes que hacerlo…
Algún día le va a tocar a usted, pensó, mirando con desdén la obesa figura del jefe. Se despidió con displicencia. Afuera lo aguardaba la ciudad. Quería darse un respiro: vagar por el barrio en busca de ese paréntesis de libertad que jamás sería suyo, de esa tranquilidad de parques y plazuelas, de palomas que vuelan y niños que danzan al compás de la tarde. Sería inevitable evocar los tiempos buenos, la infancia compartida, la ronda de juegos y canciones: sus voces repitiendo al unísono el coro de cantos ya lejanos, perdidos en el ajetreo y la maraña sin fin de un presente vano, absurdo.
Al cabo de unas horas, se encontraron en el restaurante de la calle Los Agustinos. Pidieron cervezas. Leonardo comentó que al fin había apartado la moto. El lobo, por su parte, suspiró. Escuchaba taciturno la voz dulce de aquel niño que ya era un hombre. Entonces los dos niños corriendo y jugando bajo la lluvia, sin importarles nada, salvo la alegría de vivir. Le dijo que la moto llegaría pronto, que según el propietario del negocio, en una o dos semanas estaría recorriendo las calles del barrio montado sobre su potro de hierro. El lobo rió, con una sonrisa sincera, triste.
Se acercaba la hora. Debía seguir las instrucciones al pie de la letra. Pensó en su hija, en la niña de sus ojos, y en Patricia, su mujer. Pero también en su madre, seguramente se derrumbaría, la pobre; sería para ella toda una desgracia. ¡Al fin, hermano, voy a tener mi propia moto! Los dos niños regresando de la escuela, tirándose piedras, jugando a los policías y ladrones…Ahora no tengo que estar jalándole bolas a nadie, hermanito…
—Al amanecer debe estar listo el trabajo, lobito…Y entonces tendrás el apartamento para ti solo, y mucho más dinero que ahora; para tu mujercita y tu niña… ¿Qué te parece?
Al filo de la madrugada, recordaron aquella vez que el viejo los castigó severamente por haber robado pan de la alacena. Rieron a carcajadas; compartieron anécdotas con algunos vecinos. Entonces dos cervezas más y el corazón palpitando extrañamente, y la voz de Leonardo un tanto trabada, los ojos radiantes entre las nubes de humo, al fin voy a tener mi propia moto, carajo; al fin voy a ser tratado con respeto, sí señor…
El lobo se puso de pie, tambaleante, y entonces se dirigió al baño. Leonardo lo siguió. Los mesoneros y los pocos vecinos que aún se encontraban en el local se estremecieron con las sorpresivas detonaciones. Al cabo, el hombre emergió de entre las sombras, con el arma en la mano; se detuvo por unos instantes frente a la mirada de los presentes, arrojó el arma al piso, tomó las llaves de la mesa. Luego se dirigió al traspatio, se colocó el casco con premura, encendió la moto, arrancó violentamente: los ojos brillantes, las lágrimas perdiéndose en los confines de un rostro joven y hermoso, la cabeza erguida en pos del horizonte… Mientras el lobo dejaba de existir, Leonardo anhelaba ese nuevo amanecer que borrara por completo las últimas cenizas de la noche.
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