Eran aproximadamente las dos de la tarde cuando llegamos a Valladolid, capital de la provincia Castilla y de León, ubicada en el centro de la Península Ibérica. Era una tarde soleada de agosto. Durante el trayecto que nos llevó de Salamanca a esta ciudad, Isidoro y yo, estuvimos rememorando las lecturas de Miguel Delibes, uno de los escritores españoles más importantes de las últimas décadas, admiración que hemos compartido por más de diez años.
En este sentido, era inevitable que habláramos de El Camino, la segunda obra de Delibes, publicada en 1950. En ésta, se narran las peripecias de unos preadolescentes que son testigos inermes de la transformación de su mundo rural. Esta progresiva pérdida se equipara al desvanecimiento ineluctable de la infancia, al hecho de tener que afrontar situaciones inesperadas, que de una manera profunda, cambiarán la vida del pueblo.
Delibes siempre ha sido considerado un escritor de raza, para quien la recreación literaria, es la recreación misma del ser humano, frente a los avatares que la vida le presenta como parte de su infinita evolución. Tal es el caso del protagonista de El Camino, Daniel, el mochuelo, a quien la realidad le impone una circunstancia ineludible: debe marchar a la ciudad a proseguir estudios de bachillerato. Este hecho implica para el púber de 11 años, abandonar el mundo provincial en el que ha despertado a la vida. Recodo de existencia en cuyos paisajes ha fraguado, junto a sus amigos, sus primeras aventuras, sus primeras alegrías y tristezas.
«En su viejo camastro de hierro», Daniel evoca sucesos, lugares y personas, que de una manera u otra, lo han acompañado hasta ese «día final» en que debe dejarlo todo para irse a la ciudad, a fin de estudiar y convertirse en un hombre de progreso, tal es el deseo de su padre. En este sentido, Delibes utiliza de manera acertada el recurso del flash back, yuxtaponiendo acciones del ayer con las de un presente en movimiento, que en la realidad literaria se materializa, desde la visión del protagonista, en la noche anterior a su partida del pueblo.
Con un lenguaje sobrio, entre culto y coloquial, según lo exija el discurso narrativo, el escritor nos presenta, en tercera persona, los acontecimientos que giran en torno a la vida de Daniel, el Mochuelo. Pequeñas historias, anécdotas, recuerdos, mitos callejeros que contextualizan la infancia y la primera adolescencia del protagonista, dotándolo de un carácter profundamente humano y universal. Todo sucede en un pequeño pueblo de Castilla, pero bien pudiera suceder en cualquier parte del mundo. Ese transitar violento de la infancia a la adolescencia, la incertidumbre ante la muerte, el descubrimiento de tabúes sexuales, la complicidad a toda costa, la traición, el miedo, el amor, constituyen los pilares esenciales de esta magnífica historia…
Son las 16 horas. Un sol sólido e intolerante se derrama sobre la ciudad. Cruzamos el viejo puente, las aguas del río Duero se deslizan serenamente, mientras algunos ciudadanos franceses fotografían en silencio el esplendor sutil que transita por las avenidas, calles y veredas de la majestuosa urbe. Uno de mis sueños era conocer la casa museo de Delibes, pero estaba cerrada. Al parecer estaban ampliando una de sus salas o algo así. Volvimos entonces sobre nuestros pasos, nos dirigimos a la plaza mayor, una plaza amarilla, quizá menos espectacular que la de Salamanca o Madrid. Entramos a un bar y nos bebimos varias cañas con sus respectivas “tapas” constituidas por pan, pulpo y una especie de vinagreta. Seguimos conversando acerca de la obra de Delibes. De que en 1999 recibió el Premio Nacional de Narrativa de España por su novela El hereje. Entre otras obras importantes de Miguel Delibes, encontramos: La sombra del ciprés es alargada (ganadora del premio Nadal de 1947), Los santos inocentes, Cinco horas con Mario, Señora de rojo sobre fondo gris, La hoja Roja, Diario de un cazador y Mi idolatrado hijo Sisí.
Ha pasado un año desde aquel inolvidable viaje. Estoy leyendo el Hereje y pienso volver a leer El Camino, a fin de reencontrarme con una historia que aunque es la de Daniel, bien pudiera haber sido la mía, con ese hálito de nostalgia y ensoñación que siempre logra enternecerme.
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