Podría considerarse un hecho fortuito, pero no lo es. Cada consecuencia es el efecto de una causa. La causalidad, muy al contrario de lo que muchos piensan, es el mecanismo secreto que palpita, subrepticiamente, más allá de los vaivenes de la vida física, generando la implosión de eso que llamamos ser o existencia. En otras palabras, todo está escrito como en la biblioteca borgiana, entre cuyas infinitas galerías nacen y mueren los hijos del gran corsario del tiempo, conocido bajo diversas identidades a lo largo de la historia.
El hombre desanda calles, trafica por vertederos solitarios, aunque se escuchen las voces y se registren a cada momento infinidad de sonidos, palpitaciones, lamentos, carcajadas efímeras. El hombre es la razón de su propia sustancia, mas no puede domeñar a su arbitrio los pasos que marcan el futuro. Pero no el futuro inmediato, el superfluo: ése es su voluntad transformada, como beber un vaso de agua cuando se desea y se puede beber un vaso de agua. Ese futuro es de su absoluto reinado. Me refiero al otro futuro, al voluble, al abstracto.
Al paso de los siglos, el hombre ha sobrevivido a la muerte, o la ha enfrentado, con la intención de ser en un futuro. El hombre va construyendo los cimientos sobre piedras forjadas por otros hombres. Eso que llamamos cultura o religión. Ese amasijo amorfo, delirante, turbio, profundamente humano.
Bajo la sombra del corsario el hombre dibuja costas intuidas en las regiones del sueño y la locura, con la mirada perdida en un horizonte distante, que perfila los pasos, los define entre hogueras titilantes, como estrellas de mar resplandecientes, en los rincones de puertos extraviados, de caducas simetrías y arenas disímiles.
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