miércoles, 24 de marzo de 2010

Avatares

Ya no le importaba nada. Apenas la noche caía sobre la ciudad. Tendría el tiempo suficiente; la cuartada perfecta. Nadie podría imaginarlo. Después de todo, su actitud era la de siempre. No habría rasgaduras ni conatos de incertidumbre acerca de su inocencia, de su total indefensión frente a la inesperada circunstancia.
Debía actuar sin miedo, pero al mismo tiempo con cautela. A esa hora en que los jóvenes enamorados miran la tele. El momento en que el viejo de la panadería estaría dormido frente al chisporroteo de la pantalla. Las horas que preceden al sueño. El instante en que las mujeres acuestan a sus hijos y les desean feliz noche y luego los arropan, con dejos de ternura o cansancio.
Con la mano temblorosa, la figura agazapada irrumpió por la parte trasera de la casa. Una semana antes había enviado a Bruno adonde sus padres. Allí puede correr y saltar con mayor libertad; los perros nacieron para ser libres, dijo con convicción, mientras ella se perdía en un prado de pensamientos disímiles…
Nadie lo sospecharía. A los pocos días, todo retornaría a la normalidad. La muerte habría cumplido puntualmente con su deber, con su función ineludible. Los diarios locales le darían el espacio correspondiente, nada más: El cadáver de una mujer fue hallado en extrañas circunstancias… Luego sería cuestión de tiempo.

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