martes, 14 de septiembre de 2010

El país de las maravillas





El día amaneció sin rastros de lluvia. Como cada mañana, el sol despertó por el oriente, pintando de carmín la línea del horizonte. Nos esperaban poco más de setecientos kilómetros de carreteras, paisajes llaneros, lagunas, montañas y otras cosas más. El turismo de aventura en nuestro país es un lugar común, entendiendo por aventura los niveles de inseguridad, la falta de conciencia de algunos conductores, etc. Es decir, todo lo que acarrea abandonar tu nido caliente y seguro, tu despacho, tu mueble favorito. La meta final eran las costas del estado Carabobo. Unos días de playita que no caen mal a finales de agosto.
Venezuela es un país de contrastes. Una mina turística, un gran ecosistema en donde convergen diversas especies en total armonía. Por lo menos en teoría, esa es una descripción posible del gran paraíso en donde nos ha tocado nacer y vivir. Un país rico, pero atrasado. De gente cordial, amable, pero también signada por relaciones poco productivas y por una coyuntura política que nos divide y margina, que nos hace intolerantes y absurdos. En fin, un paraíso posible; el país que nos merecemos, porque así lo hemos construido.
Días antes del viaje me tracé la ruta. Para ello, utilicé el famoso recurso del google eart. De manera virtual volé sobre la troncal Nº5, las autopistas, hice un listado de los pueblos y ciudades que debía atravesar. Luego a preparar equipajes y a revisar el carrito. Todo al punto para el viaje, escribí un poco y terminé un libro de Antonio Pasquali.
Cuando Cristóbal Colón llegó a nuestras costas quedó pasmado por la prodigiosa belleza de nuestro territorio. Son más de cuatro mil kilómetros de playas, arena, sol, espuma, olas que vienen y van, islas, islotes, arrecifes, atardeceres de postal, caracoles, cangrejos que danzan zigzagueando entre las piedras y los arenales. Aunque muchos turistas extranjeros catalogan a algunas playas venezolanas como las mejores del mundo, lo cierto es que hace falta mayor atención por parte de los organismos encargados de “aprovechar” al máximo el regalo que nos dio la naturaleza.
Durante el viaje, nos pudimos percatar de que en algunos tramos de las autopistas y carreteras no existe la señalización necesaria. Por ejemplo, en el tramo de San Cristóbal- Guanare, nos encontramos con reductores de velocidad, algunos de los cuales, dicho sea de paso, no están pintados, sin que se advierta su presencia. Queríamos saber exactamente dónde estábamos o cuántos kilómetros faltaban para llegar a un sitio específico y nada. Ningún cartel que nos orientara oportunamente.
Por otra parte, es preciso que comentemos que llegando a Valencia, y en la autopista que conduce a Puerto Cabello, sobre todo en el carril del medio, encontramos gran cantidad de huecos, algunos realmente peligrosos. No quiere decir que todo sea malo, pero creo que es pertinente que los gobiernos locales, regionales y el nacional dejen de lado sus diferencias ideológicas y cumplan con sus funciones, pues después de todo, son servidores públicos que se deben a la ciudadanía.
Otro aspecto mejorable tiene que ver con la falta de seguridad y de vigilancia que debería implementarse en nuestras playas. En muchos casos, no ves a un policía ni siquiera de milagro, mientras escuchas historias de carros desvalijados o personas víctimas de robos o atracos.
Por último, muchas de nuestras playas se encuentran sucias. En este caso, la culpa es de muchos temporadistas a quienes les importa poco el uso ecológico de nuestros recursos naturales. Si queremos un país mejor, primero debemos empezar por ser cada vez mejores personas, mejores ciudadanos. No hay de otra. Señores, señoras.
Diez horas de viaje. De nuevo en casa. Mientras escribo, aún me arde un poco la espalda por el abuso de sol. Entonces me digo que Dios me ha permitido vivir en el país de las maravillas, que es una lástima que sigamos desgastándonos en una contienda ideológica absurda, y muchos dirigentes sigan utilizando la palabra pueblo como un lupanar.

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