En los últimos resplandores de la existencia sobre el planeta tierra, muchos de quienes aún tengan conciencia plena de sí, recordarán las advertencias, los anuncios de científicos y ambientalistas, acerca de la necesidad que teníamos de cuidar nuestra una casa espacial. Pero será demasiado tarde. El ciclo se habrá cumplido de manera puntual e inevitable. Los pocos sobrevivientes evocarán con hastío los estertores de una vida que parecía eterna, o por lo menos eso era lo que muchos suponían, al tiempo que dilapidaban nuestros recursos, con el afán absurdo de vivir a plenitud una vida vana y superflua.
En los últimos cien años, el hombre habrá producido una catástrofe ambiental sin precedentes. Romperá el equilibrio ecológico de los diversos ecosistemas que cohabitaban en perfecta armonía sobre la faz de la tierra. Con la aparición de las energías no renovables como el petróleo y su uso indiscriminado, las cuales al tiempo que ofrecían comodidades a la especie humana, provocaban su destrucción, el ser humano cifraría su destino, su autodestrucción.
El hombre, en su insaciable búsqueda de riquezas fue destruyendo bosques, contaminando ríos, demoliendo montañas, envenenando el aire. Las advertencias fueron desdeñadas, la ceguera, la prepotencia reinó en los corazones. Y las personas conscientes de esta situación jamás recibieron la atención y la ayuda suficiente como para poder despertar la conciencia de los miles y millones de terrícolas que como garrapatas insaciables desangraban el futuro de la civilización.
Era preciso actuar con prudencia, frente a la descorazonadora certidumbre de que el petróleo a fin de cuentas era un recurso no renovable. Había que buscar energías alternativas que representaran opciones menos contaminantes, más naturales. Algunos países intentaron emplearlas, algunas naciones europeas instalaron parques eólicos, algunas comarcas se alimentaban de la energía solar, pero no era suficiente. Nuevamente, ese modo de vida del ser humano de los últimos tiempos se impuso. El facilismo, la falta de conciencia ecológica, reinaron por doquier, soslayando las acciones de infinidad de organizaciones ecológicas que imploraban casi de rodillas por un cambio de mentalidad.
La catástrofe se fue produciendo de modo progresivo. Fue un suicidio mundial. Con la producción en masas de aparatos tecnológicos, con la famosa obsolescencia programada y otras patrañas impulsadas por los “dueños” del mundo, el final fue cada vez más inminente. Cuando se quiso dar marcha atrás era simplemente demasiado tarde. En los últimos cincuenta años había sido tal la acción destructora del hombre, que millones de especies animales y vegetales morían de manera acelerada. Las piezas de este inmenso y fascinante macro-sistema fueron desmoronándose; las enfermedades, la pobreza, la intolerancia, el odio, reinaron en las últimas décadas. Aquel planeta azul que alguna vez brillara en el firmamento infinito de la vía láctea, era una sombra gris, una nave abandonada en el cosmos, el cruel desatino de una humanidad torpe y absurda.
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