miércoles, 30 de enero de 2008

Una prosa para Analía

Ahora que el tiempo y la distancia se han encargado del recuerdo hasta convertirlo en un punto diminuto en el mapa de nuestras vidas. Ahora que el pronunciar su nombre resulta monótono y extrañamente común. Ahora que aquello que fulguraba entre nosotros se deshizo en el aire de una mañana indecisa, signada por efluvios de incertidumbre y miedo... Creo que ha llegado el momento de la catarsis: la hora oportuna para liberar aquellos sentimientos sutilmente solapados bajo la adustez o la comicidad del día a día... (Ensimismamientos que el alma atesora al otro lado de su aparente vivacidad por temor a perderse en indecisiones innecesarias...). Es hora de arrancar desde el fondo una que otra duda, uno que otro desvarío. Usted me comprenderá, Analía... desde el fondo imperturbable de su alma, sé que me comprenderá.
Ahora, cuando acato la puntual certidumbre de su ausencia (aunque, para ser fiel a la verdad, la ausencia se transformó en otra cosa, digamos desazón, nostalgia...), quiero hacerle saber muchas cosas de mí, de usted, de los dos. Confesiones que puedan parecer un tanto triviales y hasta estúpidas, pero que para mí guardan un valor profundo, que va más allá de la simple autovaloración o el cinismo...

Sé que en este preciso momento está a punto de huir de su oficina. Que los ojos los tiene cansados de tanto documento legal, de tantos relojes de pared con la hora inexacta, de tanta intemperie del alma entre papeles archivados de modo alfabético. Sé, además, que ha asumido el mismo aire de cada tarde; ese aire de mujer orgullosa y frívola. Puedo imaginar la escena, desde mi oscuro patetismo, puedo entrever su esbelta figura, sus manos delgadas y pequeñas dando alguna explicación como tejiendo aforismos en el aire o siguiendo con una indiferencia casi inconsciente la línea engomada de la ventanilla del bus... Y sus ojos tenuemente cerrados por lo de la luz tan fuerte; el sol plomizo de la cinco de la tarde. Y su oficina allá, abandonada, como un breve navío, después de ocho horas y pico de naufragios y papeles y sellos y estampillas como cromos, entre llamadas comerciales y una que otra tacita de café, entre trámites burócratas automatizados y almuerzos de cinco minutos aptos para el colesterol o la arritmia; porque el tiempo, ya ve, no nos deja receso... Puedo evocar casi a la perfección (o perfeccionando la realidad, que es otra de mis manías...) ese ademán de singular desprecio, si algún niño corchado de grasa se acerca a usted en procura de una monedita o un buen billete con el rostro de nuestros libertadores (algo que siempre me ha resultado paradójico). Esa es usted, señora mía. Así como el mar es el mar, y el cielo siempre es el cielo; esa es usted. Ahora no me venga con enfados a destiempo.
Imagino que en este preciso instante se está quejando, porque la ruta está demasiado embrollada para su gusto. Porque el chofer cincuentón con cara de hastío la mira de soslayo, mientras que por su cabeza, cansada de tanto pavimento y ciudad, seguramente se proyecte una escena del kama sutra. Y usted que mira nuevamente el reloj, el tic tac de siempre, dejando escapar en susurros una mentadita de madre sin destinatario concreto, como quien lanza una pedrada al centro de una manifestación estudiantil. Tal vez esa pedrada lleve mi nombre, tal vez, por demasiado estúpido o por amargo y tímido. Porque de cuando en cuando me dejo pisotear por lo demás, auto calificándome de mártir, a sabiendas de que eso no es más que un pobre recurso con el que me quiero negar a mí mismo mi falta de carácter. Usted, más que nadie, es testigo de las veces en las que guardé silencio cuando debía hablar; usted, que luego me lo gritó a la cara golpeando mi orgullo, que en más de una ocasión me trató de cobarde, de poco hombre, porque la vida no es así, es mucho peor...

Como cada tarde, ahora sus pasos ligeros remontan la avenida del panteón. Súbitamente, su cara adquiere un halo platinado cuando el sol del atardecer destella contra las ventanillas de un auto estacionado al borde de una acera y la golpea de frente, sin clemencia. Y de pronto su mundo es irrumpido por la indecencia de algún transeúnte impertinente que es abrumado por el swing clásico de sus caderas, por ese trasero de talante renacentista que usted exhibe detrás de un bluyín estrech, como quien no quiere la cosa...

Luego de gritarle poco hombre, cualquier hombre con algo de orgullo no haría otra cosa que estrellarla contra la pared, y le acariciaría febril los pechos y la entrepierna, descargando toda su virilidad deshonrada en el punto exacto de su intimidad. Y usted se defendería como la loba que defiende sus cachorros, entre rasguños y gritos y empellones y mordiscos desesperados y hostiles. Pero no fui lo suficientemente hombre para hacerlo y dejé quietecitos los cachorros (léase: sus pechos y su entrepierna...), por temor a empeorar las cosas, asumiendo el papel de machista frustrado que no va conmigo. Ese es otro aspecto del cual quiero ocuparme un poco más. Pueda que así usted termine de entender mi posición, mi filosofía de vida, por repetir un cliché demasiado repetido.
Ahora que tengo la posibilidad de situarme en el justo lugar desde donde puedo analizarlo todo de modo objetivo, caigo en la cuenta de que, en el fondo de sí, usted es de esas mujeres para quienes un hombre que se respete debe ser más que eso, debe ser un machista. Y pensar que a veces exagero de pusilánime. Vea usted, oh mi joven señora, las contradicciones de la vida. En este punto de nuestra relación, el hastío fue mellando toda posibilidad de unión, de convivencia. Usted, siempre festiva y luminosa, y yo, que no fui capaz de vencerme a mí mismo. Y el tiempo que fue un verdugo eficaz, que fue anegando con su pastosa presencia todo indicio de esperanza y sosiego. Sé que no soy un tipo normal, si cabe la frasecita. De esos cuyos rasgos han sido estereotipados hasta el cansancio por el cine hollywoodense; de los que plantean y viven la vida desde un plano meramente materialista, exento de todo ápice de metafísica o espiritualidad. Mi caso es otro: soy un romántico trasnochado y no lo niego (y usted lo sabe muy bien...), de los que se enternece como un niño ante los clásicos y no tan clásicos detalles que estimulan al corazón, de los que creen en la dignidad del ser humano, más allá de razas, credos, idiomas y geografías. Un visionario para algunos; un tonto para otros.

Ha atravesado el elevado de la avenida independencia, caminando al compás del tumulto de gente que retorna del trabajo, y que desde ahora anhela estar en su casita frente a una buena cena y una buena película de acción o telenovela rosa. Y entonces la ciudad se torna bochornosa y cargante, hasta para usted, quién lo iba a pensar, Analía. Porque en este mundo donde han de existir otras tantas Analías, que como usted, fuman un cigarrillo tembloroso en el sillón de un boulevard cualquiera, acaso pensando en algún asunto metafísico, acaso pensando en la cena de esta noche, usted, repito, se me antoja única, irrepetible en sus gestos y en sus emociones... En sus fantasías y proyectos; sus miedos platónicos y sus meditaciones de medianoche u oficina. Única como la u de esa palabra...

Al voltear la última esquina, el edificio número tres, fachada entre añil y blanco, se erige ante sus ojos con ese extraño toque familiar de todos los días, y lo siente tan suyo, tan parte de su cuerpo, que se le precisa una inefable prolongación de su existencia. Ya es como si percibiera la suavidad íntima de su mueble favorito en contacto con su espalda y parece que todo su mundo se simplificara en ello, en esa cotidiana imagen táctil. “Otro día más; otro día menos”, suspira, mientras se acomoda un racimo castaño tras el lóbulo de su pequeña oreja derecha, que de cuando en cuando se interpone entre sus ojos y el mundo. En tanto que otro chicle es triturado con cierta furtividad infantil, para menguar el aliento de la nicotina y evitar así enfados vespertinos...

Única como la u de la palabra única. Y pensar que hasta hace poco me era un ser extraño, uno de los tantos de miles y miles de seres desconocidos que trafican la ciudad (como la u de la palabra unánime o humildad...). Una rosa en medio de un gran rosal, como lo diría Exupery (Por cierto, ¿Usted leyó el Principito?). Así es la vida, en fin, qué le vamos a hacer...
Pero qué agobiante resulta reconocer que más allá de esta vida física y de lo que somos pululen tantos sueños y tantas otras tentativas del alma. Lo que el silencio logra enquistar y transformar en aparente olvido; la tácita imposibilidad que se materializa en feliz mansedumbre o fatal desconcierto; lo que queremos y no podemos conquistar por miedo a ser o por mera aceptación de un destino fundamentado en disposiciones sociales... Porque usted no llegó a entender que detrás de este asalariado público, de estos ojos levemente aindiados y miopes, un ser sensitivo luchaba por sobrevivir, por ser algo más que una posibilidad...

Ha rebasado el último peldaño. Ahora se encamina a la puerta de su apartamento, “ojalá que no haya llegado todavía...” se dice a sí misma, en un murmullo casi imperceptible. Y así comienza la última parte del melodrama, cuyos protagonistas y espectadores son ustedes mismos... Entre un mimetismo y otro, entre libretos sobre-actuados, carentes de toda ostensible improvisación, superfluos y banales, como el empleado de ferretería que despacha algún pedido rutinario o el ginecólogo experto que examina un pubis como quien acude al teatro y se queda dormido. Usted: la ama de casa que atiende a su esposo de modo ejemplar, porque no hay otra forma...Porque así lo dicta la costumbre...Y luego echar un vistazo a la alacena para comprobar que todavía queda algo de pasta, beber una taza de té después de la ducha para lo de la jaqueca tan seguida, y revisar el correo electrónico antes de que él regrese del trabajo, no vaya a ser que un poeta principiante con aires de intelectual haya enviado una prosa autobiográfica con el título exacto de su nombre...

(septiembre de 2004)

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