A Guillermo Lizarazo y Juan Guzmán
Ella no sabía besar. Sus dientes mordían mi lengua bruscamente, mientras sus ojos, un tanto entreabiertos, contemplaban el mundo desde una perspectiva fragmentada, cubista: un ojo cerrado por aquí, una ventana abierta por allá, unos arbustos endebles tras cuyas ramas reposaba una luna adormilada y rojiza... Ella no sabía besar, mas cada noche, nuestros pasos se encontraban con puntualidad religiosa en el traspatio de su casa, mientras su hermano mayor se perdía entre los vericuetos de una película de acción y sus hermanas conversaban del pasado con esa intensidad cansina con que evocamos tiempos perdidos... Aún su olor a jabón camay pervive en mi memoria; la latencia de su pecho resonando sobre el mío; la brusca adolescencia cuya algarabía nos hizo ir y venir, una y otra vez, tras los mismos pasos... Entonces, una voz era capaz de provocar temblores de inédito fulgurar; una canción aguijoneaba el alma, azuzaba la imaginación, creaba un ámbito indiscernible en donde ella emergía, impetuosa y pálida, con toda la tarde rendida a sus pies...
La conocí en el liceo. En una época en que era preciso soñar para evadir responsabilidades y negarnos a comprender que la vida no era precisamente lo que soñábamos... Una época en que la infancia se iba quedando huérfana en el recodo del ayer. De despertares amodorrados, de investigaciones documentales para la profesora de biología, quien nos esperaba con una sonrisa providencial entre pipetas y vasos de precipitados y un microscopio antiquísimo, tal vez de la época de Gómez. Y luego de cada clase de Historia, la recocha de fútbol en los patios verdes, en donde era prohibido hacerlo, y el grito del vigilante que no se hacía esperar, estos muchachos del coño, vale... Y nuestras sonrisas que se mezclaban en la huída final hacia la cancha de la calle nueve...
Era la época en que todos soñábamos con ser Maradona o Franco de Vita o el galán circunspecto de la telenovela de las diez... Porque mientras sonaba la canción de moda en la radio de la cocina yo la recordaba con los ojos como perdidos en otro mundo y mis hermanas que no sabían nada de lo que me ocurría... sólo Guillermo y Juan que descubrían conmigo los pro y los contra de un amor contrariado y de una muchacha que no sabía besar, y de un periodo de nuestras vidas en que era preciso reír hasta la saciedad para escapar de la incertidumbre de vivir...
La incertidumbre de vivir. Esa desazón inexplicable que nos abarca y nos determina. Ese querer lograr lo imposible, mientras que lo posible se nos escapa de las manos como agua o arena. Entre caminos intrincados que se cruzan o se alejan, donde el recuerdo es necesario, donde el dolor es una llama a fuego lento que nos calcina progresivamente; donde la felicidad, un recuerdo grato que de cuando en cuando pone la piel de gallina y nos hace repetir una mueca de sobrecogedora mansedumbre...
Porque con los años, aquello que soñamos no es más que una multiplicación de conformismo y rutina; rutina que corroe la ilusión, que sobrepasa con creces el ámbito de lo anhelado, de aquello que relampaguea en los ojos por un instante nada más...
Cuando ella no sabía besar, el tiempo no pasaba tan deprisa como ahora. Recuerdo las caminatas por las calles oscuras, después de misa. Y sus palabras sobrecogedoras adornadas subrepticiamente con algo de atrevimiento y sensualidad. Y las tareas de inglés o los ejercicios de matemática o las reuniones del grupo juvenil en que nos mirábamos de reojo, mientras el párroco nos aburría con el mismo sermón de siempre, porque es necesario cumplir con los mandamientos y ser coherentes con nuestra cristiana rectitud... Y luego el cansancio y el deseo existencialista de que la noche nunca acabase y los besos cada vez más profundos y la alta noche con sus ranas y sus mitos y el sueño de abrazarnos para siempre prolongado hasta los primeros destellos del alba...
Porque la evocación es una fuente de inagotable poesía; porque es necesario dar un vistazo a nuestro pasado para comprender el presente, porque aquellos recuerdos se transmutan y se convierten en prosas o cartas que a destiempo alcanzan a su destinatario concreto... Heme aquí, con un deseo absurdo de contigüidad, de ser ayer y hoy, de poder atravesar esa tercera dimensión que como un agujero espacial se interpone entre nuestras vidas... Porque no quiero llegar al final de estas líneas, porque tengo miedo y una certeza de olvido que como un garfio indetenible me arrastra al fondo mismo de la exasperación; porque siempre he de recordar, con algo de ternura, sus labios de primitiva candidez, su lengua que se metía en mi boca de manera brusca y hostil, como el náufrago que se aferra a su tabla salvadora o el licenciado que llega puntualmente al trabajo por miedo a ser despedido... Porque al otro lado de la ciudad, en el traspatio de su casa, su hijo mayor juega fútbol con un balón desinflado, justo bajo las sombras del mismo árbol en que en aquel tiempo una luna llena dormía y se sonrojaba, cuando aún no sabíamos besar, y nuestras manos tejían, temblorosas y en silencio, la aventura de vivir...
Raúl Márquez, octubre de 2004
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