viernes, 31 de octubre de 2008

Lo último de Extremoduro

Hice un barquito de papel para irte a ver,
se hundió por culpa del rocío...
Y me pregunto cómo vamos a cruzar el río...
(Concierto de Extremoduro, Segovia, 15 de agosto de 2008)

viernes, 24 de octubre de 2008

para un cuento...

La abuelita despertó sobresaltada porque soñó algo horrible, cuando media hora después le llegaron con la noticia… Hoy en día está en el penitenciario de Santa Ana. A veces lo visito (realmente muy pocas veces) sobre todo en época de navidad o Semana Santa…

lunes, 20 de octubre de 2008

Cambio aviones por electricidad...

-¡Papá! ¿Por qué la luz no llega? -me miró a los ojos, con ternura. Aún no había anochecido.
-No sé, mita... -me agaché, le di un beso (no pude aguantarme: mentalmente le menté la madre a más de uno... sobre todo a quienes ustedes se imaginan...)

Mi hija mayor se acercó y me comentó que por qué se habían comprado unos aviones... que ella había escuchado que unos aviones rusos habían llegado al país... que entonces por qué no arreglaban primero lo de la luz... que ahora cómo iba a terminar el trabajo de... Sólo atiné a decirle que habían cosas que muchos no entendiamos de este gobierno, así como tampoco pudimos entender a los gobiernos anteriores... luego le dije que lo de la luz pronto lo arreglarían...

-Pero ¿cuándo, papá? -sus ojos infantiles se posaron sobre los míos, con un destello de incredulidad- Por cierto... ¿Cuánto puede valer un avión de esos?
-No sé... me imagino que un dineral...-Al cabo, busqué la portátil, que por suerte tenía algo de carga, y me puse a escribir esto...

(Dedicado con profundo respeto y admiración a los personeros gubernamentales que supuestamente lo dan todo por la construcción del socialismo del siglo XXI, jejejejeje)

miércoles, 15 de octubre de 2008

minicuento?

Son las once. El silencio glacial del quirófano vacío penetra hasta mis huesos. Me pregunto qué fue lo que sucedió realmente. Qué pudo desencadenar la serie de acontecimientos que me condujeron a esta situación tan patética. Alguien se acerca. Es un hombre. Tal vez sea uno de ellos. Sus pasos resuenan cada vez más cercanos. Ojalá no me descubra. De lo contrario, seré hombre muerto.

viernes, 10 de octubre de 2008

Tren de media tarde


―¿Adónde se dirigen los señores? ―preguntó el taxista, asomándose por el espejo retrovisor.
―Vamos a la sede de la universidad católica ―dijo el hombre más viejo, con tono displicente.
El sol ardía como siempre, pendiendo de un cielo seco y sin nubes. Para llegar al destino señalado por los pasajeros, el señor Paulino debía atravesar la ciudad, de este a oeste.
―Disculpe, señor… ¿Como cuánto tardaremos en llegar? ―inquirió el chico, acomodándose las gafas de cristales aéreos.
―Bueno… señores… Con este tráfico, unos cuarenta minutos, más o menos… ―respondió el taxista, con cansancio, como si la pregunta le estorbase. Luego bostezó largamente.
―¿Y no puede tomar algún atajo? Es que necesitamos…
―¡No! ¡No puedo tomar ningún atajo! ―interrumpió el taxista al muchacho―. Como ven, a esta hora la ciudad es un caos… Lo que me piden es imposible…
―Bueno, pero tampoco es para que nos conteste de esa manera ―espetó el joven con brusquedad―. A ver si aprende a ser un poquito más cortés…
Paulino, aprovechando el rojo del semáforo y mirando una vez más por el espejo retrovisor, replicó:
―Señores, un momento. No es mi culpa que se les haya hecho tarde… ¿Si quieren los dejo en la próxima esquina?
―¡Eso sería el colmo: que nos dejara botados como un par de perros! ―exclamó esta vez el joven estudiante, con voz temblorosa.
―Ya, Gastón, cálmate. Tú sabes que no se puede pedir peras al olmo… Tranquilo… ―dijo el Dr. Cifuentes, palmeando como pudo a su compañero de asiento.
Llevaban casi quince minutos de viaje. Habían transitado la avenida Rotaria y estaban atravesando la 19 de abril, a la altura de la Normal Valecillos.
―Estos sifrinitos que creen que todo el mundo debe complacerlos en sus nimiedades… ― Dijo Paulino, como para sí, aunque en voz alta, de modo que el joven pudiera escucharlo…
―Mire, señor. Ya se está pasando. ¿Me escuchó? ―gruñó el chico, con el rostro congestionado por la rabia.
―Tranquilo, hombre. No caigas en su juego... ―intervino Cifuentes, con actitud mediadora― ¿Si quieres tomamos otro taxi?... Señor, nos deja en la esquina, por favor…
―¡No! ―gritó el joven, ya totalmente enfurecido―. ¡Este hombre tiene que cumplir con su trabajo! ¡Que aprenda a tratar a los clientes con respeto y educación!
―Pero, no seas tonto… Bajémonos aquí y tomemos otro taxi…
― A ver, señores, ¿seguimos o no? ―Preguntó el taxista, luego de aparcar el auto en un lugar prohibido.
―Sí, siga, por favor ―resolvió Cifuentes, mientras que el joven estudiante ponía cara de pocos amigos.
Al cabo se abrió un breve paréntesis de silencio, que el taxista rompió accionando el botoncito digital del reproductor. De inmediato, Vicente Fernández se hizo presente en escena con sus “Mujeres Divinas”. El joven hizo una mueca de desaprobación. El doctor, por su parte, miró a este último con ojos de súplica.

―¿Cuánto le debemos señor? ―preguntó Cifuentes.
―Lo de siempre, “Doctor” ―dijo el taxista, mecánicamente.
―Bien, muchas gracias… ―dijo el doctor, alargándole un billete de 20 mil.
―¡Ah! Me le da saludes a su esposa… ―dijo el señor Paulino―. Espero que esté mejor…
―Lo haré con gusto ―finalizó Cifuentes―. Hasta Luego.
―¿Oye? ¿Y por qué tanta confianza con ese tipo? ¿Acaso lo conoces? ―inquirió el joven, un tanto extrañado.
―Mira, debes dejar de ser así… pues uno nunca sabe a quién pueda encontrarse, y más ahora, que hay tanto loco suelto… Vamos, apurémonos, que ya es tarde…

(foto: autovía de Madrid)

miércoles, 8 de octubre de 2008

Capítulo II

Al asomarse por la ventana comprobó la información divulgada por el noticiero de las seis de la mañana en donde se anunciaba que el día iba a ser lluvioso, gris. Se dirigió al cuarto; extrajo del ropero la chaqueta de pana verde que tanto le gusta; observó a su esposa que dormía como un bebé, envuelta entre las sábanas. Se acercó con cautela para evitar despertarla: “Chao, mi amor”, dijo con tono tierno, muy suavecito, al tiempo que le daba un beso en la mejilla. Claudia se movió levemente, como un mimoso gato, entreabrió los grandes ojos color chocolate, sonrió, le dijo “chao”, aún amodorrada y se ovilló de nuevo. Afuera comenzó a caer una lluvia de gotas densas acompañada por un fuerte ventarrón, que hacía declinar de cuando en cuando los arbustos del patio.

Encendió el Corsa 2002, mientras la puerta mecánica del garaje se elevaba frente a él como un gran párpado de acero. Sintonizó la FM de todas las mañanas: una canción de los años setenta (Ruddy Márquez: oyendo esta música vieja recuerdo el pasado, cuando yo la tuve a mi lado...) invadió la cabina del auto y lo abrumó de memorias.

Menos mal que el tráfico no estaba tan congestionado como lo supuso. Puso en funcionamiento el celular, pues nunca se sabe, se dijo, después de tomar la avenida Rotaria, en dirección a su trabajo.

El Dr. Darío Cifuentes llegó a la oficina del juzgado a la hora exacta en que su secretaria intentaba comunicarse con él (estaba lívida, temblorosa). Al verlo frente a ella, se levantó de inmediato de la silla giratoria de cuero marrón: “Ay, Doctor Cifuentes, buenos días; menos mal que llegó, doctor, es la señora Rebeca; llamó diciendo que ya tiene los dolores” Se abrió un silencio descomunal que se diría abarcó todo el edificio.

―¿Hace cuánto tiempo llamó, ah?― inquirió el jefe, con el rostro evidentemente congestionado por la noticia.

―Hace como quince minutos, Doctor― respondió Iraima, con los ojos fijos como dos dardos temblorosos sobre el rostro pálido de Cifuentes.

Cifuentes dio algunos pasos de autómata hacia la salida de la oficina, se detuvo, se pasó la mano derecha por la frente de entradas perfectas; al término de unos instantes, se devolvió al lugar donde su secretaria esperaba solícita la nueva orden. A lo lejos se escuchaba el estrépito de la ciudad; la lluvia había cesado; el cielo permanecía gris.

―Por favor, Iraima, llama a mi esposa y dile que tuve que salir a la fiscalía a arreglar un asunto urgente y que seguramente no pueda almorzar en casa. Dijo el hombre, discretamente, para luego alejarse deprisa por el pasillo que conduce al ascensor.

La señora de Cifuentes se levantó a eso de las ocho y media de la mañana. La lluvia momentáneamente se había extinguido. El sol intentaba abrirse paso por entre formaciones de nubes oscuras y espesas que aún flotaban sobre la ciudad, haciendo inminente la caída de un nuevo chaparrón, en cualquier momento. Hacía frío. Claudia acababa de hablar con la secretaria de su esposo. “Bueno, ojalá que pueda solucionar ese-asunto-importante” murmuró de modo impersonal, en tanto que se disponía a cepillarse los dientes. Gustavito, por su parte, aún dormía.

Para llegar al barrio las Flores, el auto debía cruzar toda la ciudad, de este a oeste. Eran las diez menos veinte cuando el Dr. Cifuentes reconoció desde lejos la casa de Rebeca Gómez, incrustada entre un tumulto de casas humildes y calles angostas y sucias, en medio del populoso barrio. A los diez minutos, una mujer gorda, de aproximadamente sesenta años, le rogaba que entrase rápido, que su hija lo esperaba retorciéndose de dolor en su cuarto. Cifuentes corrió a través de un pasillo angosto, abrió una cortina con premura. La mujer estaba acostada en una pequeña cama con el cabello desordenado. Tenía el rostro pálido, unas ojeras grisáceas y profundas alrededor de sus grandes ojos evidenciaban varias noches de insomnio. Llevaba puesta una bata de dormir semi-transparente que facilitaba la contemplación de unos senos caídos y mustios. Al tenerlo frente a ella, Rebeca Gómez, en medio de un suspiro entrecortado, dijo: “Gracias, Dios mío. Menos mal que llegaste.” Él estaba sudoroso, pálido, con las manos temblorosas.
― Tranquila, mi amor, ya te llevo al hospital.―prometió Cifuentes, contemplando los ojos atónitos de la mujer, que a su vez lo observaban suplicantes. El cuarto estaba en desorden. Era un lugar húmedo, sofocante; cargado de olores amargos, desagradables. El techo de zinc, no tan alto, reproducía inclemente el sopor que el poco sol que ya se asomaba tímidamente por entre las nubes, comenzaba a generar, aquella acelerada mañana de julio.

lunes, 6 de octubre de 2008

Los lobos también lloran (capítulo I)

Amor 77
Y después de hacer todo lo que hacen,
se levantan, se bañan,
se entalcan, se perfuman, se peinan, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son.
Julio Cortázar (Un tal Lucas, 1966)



1

Luego de tragarse la segunda pastilla, la joven se bebió de dos sorbos largos el resto de agua que le había quedado en el vaso. Al cabo lo colocó sobre la mesa de noche. Estuvo unos minutos sentada en la orilla de la cama, recordando las últimas palabras del facultativo de la farmacia, quien luego de escrutarla por unos instantes con ojos inquisidores, le dijo: “No te preocupes, muchacha, con estas pastillas, tu problema estará solucionado...” “El problema estará solucionado”, murmuró, acariciándose suavemente el vientre con la yema de los dedos. De pronto, alguien tocó a su puerta; era su mamá. “Karla, te llaman por teléfono: es Eduardo...” dijo la señora Dolores, con aire cómplice, acercando la cara a la puerta del cuarto de su hija, como si revelara un secreto. “Ya voy mamá” repuso la muchacha, enjugándose una lágrima inoportuna que se deslizaba silenciosa sobre una de sus mejillas. Se sentía terrible, mas logró incorporarse a su vida normal. Se dirigió a la puerta, abrió, abandonó el cuarto con cierta brusquedad. Con la mano izquierda, y de una manera mecánica, se sacó el bikini de en medio de las nalgas. Cruzó la pequeña sala donde su padre contemplaba como idiotizado un partido de fútbol (Venezuela jugaba contra Colombia). Tomó el teléfono: “Hola gordo”, “¿Cómo estás?” saludó Karla, con voz dulce, fingiendo tranquilidad. “¿Ya está listo?” Preguntó una voz masculina, ronca, desde el otro lado de la línea. (Seguro está tomando, pensó la muchacha). “Sí, papi”... “Qué bien” repuso él, luego de un suspiro... hubo un breve silencio: “Entonces nos vemos mañana”, concluyó Eduardo. “Chao, mi amor”, dijo Karla, espiando de soslayo a su padre que yacía dormido, con la cabeza ladeada, la boca abierta; el cuerpo pesadamente arrellanado en su sillón favorito, frente al centelleo constante de la pantalla del televisor.

Dos días antes del esperado partido de fútbol, Karla, aprovechando que sus padres estaban cenando en casa de sus abuelos, tuvo la osadía de meter a Eduardo a su pieza: “Eso sí fue rico, mamita”, dijo Eduardo, mientras se sentaba en la cama y se disponía a colocarse nuevamente el boxer. Karla sonrió, enajenada, aunque sin perder de vista el reloj de pared que su padre le había regalado un mes antes, para que pudiese llevar control sobre su horario de lecturas. Sin duda la había pasado rico, no obstante, un oculto sentimiento de incertidumbre opacaba de repente ese acelerado momento de placer. Eduardo era un tipo cínico. Trabajaba como mecánico en un taller de latonería y pintura, que quedaba ubicado a dos cuadras de la casa de Karla. Era más bien pequeño y algo gordo, de ojos oscuros y piel curtida por el sol. Conoció a Karla en una fiesta. Desde el momento en que la vio bailando una canción de salsa brava, quedó prendado de la joven. “Ese culito me lo como yo” dijo con desfachatez a uno de sus amigotes antes de tomarse un trago de ron con coca-cola. A las dos horas estaba platicando con la muchacha. La lengua a veces le jugaba una mala pasada, sin embargo logró cuadrar una cita para el día siguiente.

Hay que reconocer que Karla era algo coqueta. Siendo aún muy niña, sus familiares y allegados tejieron en su mente la convicción de que era hermosa, de que era una mujer muy especial; por cierto, no se equivocaron, pues luego de la pubertad, motivos le sobraron para ser una de las chicas más deseadas del barrio: esbelta, estatura media, senos y trasero prominentes, pero sin rayar en la exageración; ojos achinados (algo aindiados, más bien), tez morena, boca pequeña, andar resuelto.
Estaba terminando el bachillerato en un colegio privado. Tenía 17 años recién cumplidos, cuando le dio el sí definitivo a Eduardo, bajo la sombra de un espeso almendro en la plaza Bolívar de ese barrio citadino. Sabía que estaba jugando con fuego, pues la reputación de “el Gordo”, como era llamado Eduardo por sus amigos, no era precisamente la de un Nerds. Ella sabía que el tipo no era de fiar. Sin embargo, algo de la personalidad del muchacho le atraía sobremanera: tal vez ese modo tan descarado de dársela de machote y mujeriego, o el mutismo en que a veces se abstraía, sobre todo cuando estaba solo, y que le daba un aire enigmático, atractivo. En fin, la joven cayó redondita, tal y como él lo había previsto aquella noche de farra.

Eduardo vivía en una casa humilde con su mamá y un hermano enfermo. Era el único que trabajaba. Desde muy joven tuvo que hacerse cargo de sus gastos personales y de la mayor parte de los gastos de su familia. Su padre había muerto en un aparatoso accidente de tránsito cuando él apenas contaba con diez años de edad. Justo había terminado el tercer grado: no estudió más. Desde entonces se dedicó a ejercer varios oficios: limpiabotas, barrendero, vendedor de helados efe, entre otros. Tenía fama de marihuanero, ratero, estafador, sonsacador de jovencitas, y hasta de pertenecer a un grupo satánico. Karla hacía caso omiso a las habladurías del barrio, mas por si acaso, actuaba con precaución.

No era su primera vez. Cuando tenía quince años tuvo su primera relación sexual: fue con un primo que estaba de vacaciones en su casa. Se llamaba Sergio y era dos años mayor que ella. Sergio era un chico atractivo y con cierta experiencia sexual. Una tarde en que ambos se hallaban solos en la casa, Sergio espió a Karla mientras ésta se duchaba con parsimonia, luego de haber ido de paseo a un río cercano con algunas de sus amigas. Era excitante para el joven ver a su primita enjabonarse con delicadeza los senos de pezones erguidos y ese tierno culito de formas redondas, bajo la llovizna del grifo. Para ese momento eran novios, pues siempre se habían gustado, a pesar del parentesco que los unía. Una semana después, estaban tocándose furtivamente en el patio trasero de la casa; quince días después, consumaban un rápido y sobresaltado acto sexual, sin orgasmo, más cargado de miedo e incertidumbre, que de placer...

En adelante, Karla comenzó a tener una vida sexual más o menos activa, sobre todo cuando se creía enamorada, querida. Siempre fue cuidadosa. Velaba por no caer en el libertinaje sexual y por no quedar embarazada, aunque, como les comentaba de vez en cuando a sus amigas a la salida del colegio, no se sentía preparada aún para cuidarse con pastillas (aunque me han dicho que las de emergencia son buenísimas...decía, con una expresión admirativa en el rostro). En efecto, cuando se disponía a hacer el amor, siempre le exigía a su compañero el uso del condón. Esta vez Eduardo no lo usó, pues con el afán de aprovechar la ocasión que se le presentaba (“Los viejos no van a estar en la casa, chamo”, comentó a su compinche... con los ojos exaltados de lujuria) no tuvo tiempo de adquirirlos. Si bien al principio Karla se negó a hacerlo así, sin protección, al poco rato la excitación la fue derribando lentamente sobre la cama, haciéndola dejar de lado el espíritu de precaución y cautela que solía caracterizarla en esos casos.


El reloj de pared que se halla a dos metros y medio del piso, marca las once y cincuenta de la noche. Debe estar ya borracho, murmuró, mientras acomodaba su cuerpo hacia el lado izquierdo de la cama: las piernas unidas y dobladas en posición fetal, los brazos juntos haciendo de almohada. En este momento la pastilla ya debe haber surtido efecto; en adelante debo ser más cuidadosa, pensó Karla, luego de un largo bostezo. Tendré que comprar un paquete de condones y esconderlos de alguna manera en mi cuarto; sí, eso haré. Otro susto como éste, ni loca: aunque me muera de ganas; sin condón, nada, gordito. Si tiene muchas ganas pero no tiene como protegerse, entonces que se masturbe...

Apagó la luz del cuarto, se persignó como siempre (no tanto por fe como por costumbre), se ovilló entre las sábanas.

domingo, 5 de octubre de 2008

Acerca del tiempo...

(El Acueducto de Segovia, España)
Y pensar que al cabo de unos cuantos años, quién sabe cuántos y por qué, volveremos a la nada de donde salimos. Sólo es cuestión de tiempo. De esa cosita irreversible y a veces dolorosa de tan precisa, que tanteamos con relojes, que queremos domeñar a nuestro antojo, como si fuera posible un día, vaya ilusión.
Y pensar que somos uno mismo multiplicado en los espejos, que no queda otro remedio más que esperar en alguna esquina, el instante final; que no somos más que pasajeros, nubes que marchan a merced de los vientos, veleros de papel, rosas que nacen de pronto, que mueren. El tiempo es un gendarme acucioso y terrible, que cumple sus funciones con puntualidad extrema, no hay duda de eso...

viernes, 3 de octubre de 2008

fe de erratas... um

Aclaratoria: en una de mis entradas anteriores llamada "en el Palacio de Anaya" presente la fotografía equivocada. Ese no es el referido palacio, sino el Convento de San Esteban de los dominicos...