―¿Adónde se dirigen los señores? ―preguntó el taxista, asomándose por el espejo retrovisor.
―Vamos a la sede de la universidad católica ―dijo el hombre más viejo, con tono displicente.
El sol ardía como siempre, pendiendo de un cielo seco y sin nubes. Para llegar al destino señalado por los pasajeros, el señor Paulino debía atravesar la ciudad, de este a oeste.
―Disculpe, señor… ¿Como cuánto tardaremos en llegar? ―inquirió el chico, acomodándose las gafas de cristales aéreos.
―Bueno… señores… Con este tráfico, unos cuarenta minutos, más o menos… ―respondió el taxista, con cansancio, como si la pregunta le estorbase. Luego bostezó largamente.
―¿Y no puede tomar algún atajo? Es que necesitamos…
―¡No! ¡No puedo tomar ningún atajo! ―interrumpió el taxista al muchacho―. Como ven, a esta hora la ciudad es un caos… Lo que me piden es imposible…
―Bueno, pero tampoco es para que nos conteste de esa manera ―espetó el joven con brusquedad―. A ver si aprende a ser un poquito más cortés…
Paulino, aprovechando el rojo del semáforo y mirando una vez más por el espejo retrovisor, replicó:
―Señores, un momento. No es mi culpa que se les haya hecho tarde… ¿Si quieren los dejo en la próxima esquina?
―¡Eso sería el colmo: que nos dejara botados como un par de perros! ―exclamó esta vez el joven estudiante, con voz temblorosa.
―Ya, Gastón, cálmate. Tú sabes que no se puede pedir peras al olmo… Tranquilo… ―dijo el Dr. Cifuentes, palmeando como pudo a su compañero de asiento.
Llevaban casi quince minutos de viaje. Habían transitado la avenida Rotaria y estaban atravesando la 19 de abril, a la altura de la Normal Valecillos.
―Estos sifrinitos que creen que todo el mundo debe complacerlos en sus nimiedades… ― Dijo Paulino, como para sí, aunque en voz alta, de modo que el joven pudiera escucharlo…
―Mire, señor. Ya se está pasando. ¿Me escuchó? ―gruñó el chico, con el rostro congestionado por la rabia.
―Tranquilo, hombre. No caigas en su juego... ―intervino Cifuentes, con actitud mediadora― ¿Si quieres tomamos otro taxi?... Señor, nos deja en la esquina, por favor…
―¡No! ―gritó el joven, ya totalmente enfurecido―. ¡Este hombre tiene que cumplir con su trabajo! ¡Que aprenda a tratar a los clientes con respeto y educación!
―Pero, no seas tonto… Bajémonos aquí y tomemos otro taxi…
― A ver, señores, ¿seguimos o no? ―Preguntó el taxista, luego de aparcar el auto en un lugar prohibido.
―Sí, siga, por favor ―resolvió Cifuentes, mientras que el joven estudiante ponía cara de pocos amigos.
Al cabo se abrió un breve paréntesis de silencio, que el taxista rompió accionando el botoncito digital del reproductor. De inmediato, Vicente Fernández se hizo presente en escena con sus “Mujeres Divinas”. El joven hizo una mueca de desaprobación. El doctor, por su parte, miró a este último con ojos de súplica.
―¿Cuánto le debemos señor? ―preguntó Cifuentes.
―Lo de siempre, “Doctor” ―dijo el taxista, mecánicamente.
―Bien, muchas gracias… ―dijo el doctor, alargándole un billete de 20 mil.
―¡Ah! Me le da saludes a su esposa… ―dijo el señor Paulino―. Espero que esté mejor…
―Lo haré con gusto ―finalizó Cifuentes―. Hasta Luego.
―¿Oye? ¿Y por qué tanta confianza con ese tipo? ¿Acaso lo conoces? ―inquirió el joven, un tanto extrañado.
―Mira, debes dejar de ser así… pues uno nunca sabe a quién pueda encontrarse, y más ahora, que hay tanto loco suelto… Vamos, apurémonos, que ya es tarde…
(foto: autovía de Madrid)
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