Ayer se paseó por las calles de la infancia. Era algo muy diferente, las casas de entonces eran grandes, así como grande era la distancia entre la casa de su tía y la de sus padres. Era obvio tal desacomodamiento de la mirada; habían pasado más de veinte años. Me lo comentó como algo extraño, ¿a ti no te ha sucedido algo similar? Le dije que sí, que a veces, que todo dependía… Luego se fue la luz nuevamente, por lo que tuvimos que aguardar casi dos horas para revisar el ensayo, fueron unos minutos largos y aburridos, que intentamos rellenar hablando del pasado, de los amigos del liceo, de las chicas que nos gustaban.
Al siguiente día quedamos de encontrarnos en un bar que está ubicado en la avenida principal, justo frente a la estación de gasolina. Llegué un poco tarde, no mucho, sin embargo Roberto me saludó con desgano, y su voz era temblorosa. Al cabo de tres cervezas la tensión se fue relajando. Ese día terminamos hablando de lo mismo del día anterior. Roberto me comentó que antes podía llegarse tranquilamente a su antiguo barrio, pero que ahora era toda una odisea, su tía se lo había contado. Que ahora hasta debían pagar una especie de peaje para poder acceder a las calles principales; ella vivía allí. “Figúrate, tronco de problema, si no nos hubiéramos mudado…”, “me imagino”, “No lo imaginas” Su voz adquirió un solfeo inusual.
La vieja Amanda colocó un CD de ballenatos que me trajo recuerdos de los años ochenta. De las hermanas que solíamos visitar por aquella época. “Nos tenían jodidos”, dijo esta vez, llevándose luego la botella a la boca…
―Por cierto… ¿Cómo está Nancy?
―Muy bien. Te envió saludos.
―Ah… ¿y qué tal Teresita?
―Solterita… como siempre…
Al día siguiente lo llevé a la casa. Para Nancy fue una gran sorpresa tenerlo frente a ella, después de tanto tiempo; eso me dijo después, cuando Teresa aceptó una primera llamada y el resto no me lo quiso contar porque tenía mucho sueño…
Hasta mañana…
domingo, 28 de diciembre de 2008
Ella sabía...
Ella sabía que su belleza no sería eterna. Que aunque experimentara con diversas pócimas, con cremas de famosa procedencia, con cirugías de plasticidad comprobada, su belleza moriría, se marchitaría más bien, pendiendo como una fruta madura del árbol del tiempo; que era un proceso biológico natural que nos encadena irremisiblemente a todos a un mismo destino, a un mismo desamparo, a una obstinación sin regreso ni sentido.
Juan la recorrió por enésima vez, con esa obvia brusquedad de novios antiguos, de niños que crecen y que comparten los primeros destellos de una piel aún sedosa y tierna. Él se multiplicaba en ella, en esa caricia repetida, en ese beso multiplicado a lo largo y ancho de su superficie enfebrecida y sutil. Ella se anticipaba a las caricias, buscaba inventar un nuevo furor, que no lograba hilvanar con los hilos del deseo. Era algo parecido al tedio, una sensación de no querer estar, pero al mismo tiempo ese querer anhelarlo con todas las ansiedades que su cuerpo podía almacenar. Ella era una represa de aguas turbulentas cansadas de estar apresadas a un solo cuerpo, a un solo desahogo de la piel y el alma.
Cuando abrió los ojos pudo apreciar los primeros destellos de la mañana, que invadían el ámbito de la habitación. Era preciso entonces seguir el formato, la lista de instrucciones que tácitamente se habían venido construyendo, en la cotidianidad de lo furtivo. La separación de dos cuerpos sin nada más tierno que un olor agrio y tenue a la vez, desprendiéndose con espontánea suavidad, que unas manos que se rosan en la frialdad de movimientos, que unas palabras cansinas y a veces torpes, inventando nuevos encuentros, nuevas posibilidades de ser y sentir.
Volvió a pensar en lo efímero de sus pechos sonrosados y altaneros; en ese cuerpo claro y carnoso que temblaba frente al espejo. Él se había fugado a un más allá, en donde los horarios y las oficinas aguardan, con sus ciclos tecnificados y precisos, con sus fachadas que jamás perderían su belleza, tal y como sus ojos algún día iban a transformarse en un recuerdo ingrato y turbio…
Juan la recorrió por enésima vez, con esa obvia brusquedad de novios antiguos, de niños que crecen y que comparten los primeros destellos de una piel aún sedosa y tierna. Él se multiplicaba en ella, en esa caricia repetida, en ese beso multiplicado a lo largo y ancho de su superficie enfebrecida y sutil. Ella se anticipaba a las caricias, buscaba inventar un nuevo furor, que no lograba hilvanar con los hilos del deseo. Era algo parecido al tedio, una sensación de no querer estar, pero al mismo tiempo ese querer anhelarlo con todas las ansiedades que su cuerpo podía almacenar. Ella era una represa de aguas turbulentas cansadas de estar apresadas a un solo cuerpo, a un solo desahogo de la piel y el alma.
Cuando abrió los ojos pudo apreciar los primeros destellos de la mañana, que invadían el ámbito de la habitación. Era preciso entonces seguir el formato, la lista de instrucciones que tácitamente se habían venido construyendo, en la cotidianidad de lo furtivo. La separación de dos cuerpos sin nada más tierno que un olor agrio y tenue a la vez, desprendiéndose con espontánea suavidad, que unas manos que se rosan en la frialdad de movimientos, que unas palabras cansinas y a veces torpes, inventando nuevos encuentros, nuevas posibilidades de ser y sentir.
Volvió a pensar en lo efímero de sus pechos sonrosados y altaneros; en ese cuerpo claro y carnoso que temblaba frente al espejo. Él se había fugado a un más allá, en donde los horarios y las oficinas aguardan, con sus ciclos tecnificados y precisos, con sus fachadas que jamás perderían su belleza, tal y como sus ojos algún día iban a transformarse en un recuerdo ingrato y turbio…
(En la foto: Elizabeth Herrera, Modelo y conductora de TV, nativa de mi pueblo...)
domingo, 21 de diciembre de 2008
Alguien dijo...
Alguien dijo que “recordar es vivir”, algo que comparto plenamente, sobre todo cuando se trata de la evocación que suele activarse con la música… Por ejemplo, ayer escuchando una canción de Miguel Mateo, sentí esa sensación de inequívoco estremecimiento, esa presión en el pecho que deviene en el suspiro. Acudieron a mi memoria imágenes, personas, voces, algo de nostalgia mezclada con ternura y alegría… Esos bailes hasta el amanecer, las primeras rascas, las primeras novias, las primeras metidas de mano, las telenovelas, los paseos improvisados, las primeras despedidas y resacas…
Recordar es vivir: cierto, y más cuando al fondo resuena una canción como esta de Miguel Mateo, o como alguna de Urbanda o del viejo Sabina… Qué vainas, vale…
(Foto: Plaza Bolívar de San Rafael de El Piñal...)
lunes, 15 de diciembre de 2008
Después de la tormenta
Tomé a Diego de la mano y cruzamos rápidamente la avenida Libertador. De manera imprevista, lo que parecía una pequeña llovizna adquirió la fuerza y la intensidad de una tormenta. Yo estaba muy feliz y realmente, en ese momento, no me importaba que nos mojáramos un poco. Ese día, luego de las diligencias pertinentes, de haber hecho colas interminables y de perder tiempo y dinero, al fin tenía el documento en mis manos.
Esa mañana, el niño me preguntó que qué íbamos a hacer a San Cristóbal. Le expliqué todo. Tía, ¿Entonces ahora sí vas a ser mi verdadera mamá?, Sí, corazón, aunque tú muy bien sabes que siempre te he querido como a un hijo… Él suspiró, y una sonrisa leve iluminó su rostro. Pensé en Marina, en sus últimas palabras, que me hiciera cargo del niño, “sólo tú puedes cuidarlo, por favor, cuídamelo”, y luego su mano se fue desmayando lentamente, no había nada qué hacer…
―Aquí tiene la carta notariada, abalada por la LOPNA y todo…―me miró a los ojos por unos instantes, mientras me alargaba una carpeta amarilla.
―Muchas gracias, señor prefecto…Dios le pague…
―No hay de qué, señora; aquí estamos para servirle ―se puso de pie, mientras pronunciaba las tres últimas palabras y le dijo no se qué a una muchacha joven y bonita que se hallaba asomada a la puerta del despacho.
Aunque la parada estaba a una cuadra, nos mojamos bastante. Dieguito me dijo que tenía miedo. Lo abracé y le estampé un beso en la frente. En ese instante un nuevo trueno estalló sobre nosotros. Al cabo de unos quince minutos la buseta de turno llegó a la parada, estaba full; nos subimos, nos tocó ir de pie, tú sabes cómo es eso…Bueno, ahora viene lo cumbre: resulta que me dio por revisar la carpeta… ¿Y sabes qué? El papel estaba totalmente empapado; de hecho la tinta del sello estaba toda corrida… ¡Qué desgracia, vale!, murmuré. Nos bajamos en una esquina, en una parada de taxi.
Cuando llegamos a la oficina ya estaban cerrando. Miré la hora en el reloj de pared, era un cuarto para las cinco… A pesar de que le rogué a la secretaria que me permitiera hablar con el prefecto, que era urgente, me dijo que no, que el prefecto ya se había ido, que ya todos se iban, que si quería regresara el lunes temprano, que como a las seis el vigilante comenzaba a dar los números para las citas del día…
Miré de soslayo a Diego que estaba concentrado en el celular, sentado en medio de sillas vacías. Mi cabeza entonces se volvió un ocho, como dicen por ahí: pensé en Marina, en mamá, en el desgraciado de Gerardo que quería quitarnos al niño. Pensé en la directora del liceo donde aún trabajo como secretaria, en la jubilación que nunca llega, en las goteras dentro de la casa, en la cita del lunes siguiente en donde debía entregar el documento…
La tormenta se fue extinguiendo, poco a poco. Comenzaba a anochecer. Viajábamos de regreso a casa. De pronto, mamá me llamó al celular. Le conté lo que había pasado. Me sorprendió mucho su tono mesurado y tranquilo, al comentarme que Gerardo la había llamado, que dejara de preocuparme…
―¿No lo puedo creer? ―algunos de los pasajeros de los asientos delanteros voltearon a mirarme.
―Así es mija… increíble, pero cierto…
―Ay, Gracias a Dios; yo sí le rogué mucho al Divino Niño…
―Bueno, mija, entonces quédese tranquilo; acá los espero con la cenita…¿Y Dieguito?
―Pues imagíneselo… durmiendo…
***
Dieguito cumplió ayer nueve años. Hace un año que ocurrió todo aquello. Mamá está feliz. Ojalá papá y Marina estuvieran, pero en fin, así es la vida. Gerardo le pasa su porcentaje mensual sin mucho problema, y a él le va excelente en los estudios…Por cierto:
―¿Será que me acompañas a comprar los ingredientes para la torta?
―Por supuesto, cariño, vamos. Aprovechemos que ya escampó…―lo dijo tiernamente, luego sonrió. Y era cierto: el cielo volvía a ser límpido y alegre, entonces le di gracias a Dios por aquella sonrisa.
Esa mañana, el niño me preguntó que qué íbamos a hacer a San Cristóbal. Le expliqué todo. Tía, ¿Entonces ahora sí vas a ser mi verdadera mamá?, Sí, corazón, aunque tú muy bien sabes que siempre te he querido como a un hijo… Él suspiró, y una sonrisa leve iluminó su rostro. Pensé en Marina, en sus últimas palabras, que me hiciera cargo del niño, “sólo tú puedes cuidarlo, por favor, cuídamelo”, y luego su mano se fue desmayando lentamente, no había nada qué hacer…
―Aquí tiene la carta notariada, abalada por la LOPNA y todo…―me miró a los ojos por unos instantes, mientras me alargaba una carpeta amarilla.
―Muchas gracias, señor prefecto…Dios le pague…
―No hay de qué, señora; aquí estamos para servirle ―se puso de pie, mientras pronunciaba las tres últimas palabras y le dijo no se qué a una muchacha joven y bonita que se hallaba asomada a la puerta del despacho.
Aunque la parada estaba a una cuadra, nos mojamos bastante. Dieguito me dijo que tenía miedo. Lo abracé y le estampé un beso en la frente. En ese instante un nuevo trueno estalló sobre nosotros. Al cabo de unos quince minutos la buseta de turno llegó a la parada, estaba full; nos subimos, nos tocó ir de pie, tú sabes cómo es eso…Bueno, ahora viene lo cumbre: resulta que me dio por revisar la carpeta… ¿Y sabes qué? El papel estaba totalmente empapado; de hecho la tinta del sello estaba toda corrida… ¡Qué desgracia, vale!, murmuré. Nos bajamos en una esquina, en una parada de taxi.
Cuando llegamos a la oficina ya estaban cerrando. Miré la hora en el reloj de pared, era un cuarto para las cinco… A pesar de que le rogué a la secretaria que me permitiera hablar con el prefecto, que era urgente, me dijo que no, que el prefecto ya se había ido, que ya todos se iban, que si quería regresara el lunes temprano, que como a las seis el vigilante comenzaba a dar los números para las citas del día…
Miré de soslayo a Diego que estaba concentrado en el celular, sentado en medio de sillas vacías. Mi cabeza entonces se volvió un ocho, como dicen por ahí: pensé en Marina, en mamá, en el desgraciado de Gerardo que quería quitarnos al niño. Pensé en la directora del liceo donde aún trabajo como secretaria, en la jubilación que nunca llega, en las goteras dentro de la casa, en la cita del lunes siguiente en donde debía entregar el documento…
La tormenta se fue extinguiendo, poco a poco. Comenzaba a anochecer. Viajábamos de regreso a casa. De pronto, mamá me llamó al celular. Le conté lo que había pasado. Me sorprendió mucho su tono mesurado y tranquilo, al comentarme que Gerardo la había llamado, que dejara de preocuparme…
―¿No lo puedo creer? ―algunos de los pasajeros de los asientos delanteros voltearon a mirarme.
―Así es mija… increíble, pero cierto…
―Ay, Gracias a Dios; yo sí le rogué mucho al Divino Niño…
―Bueno, mija, entonces quédese tranquilo; acá los espero con la cenita…¿Y Dieguito?
―Pues imagíneselo… durmiendo…
***
Dieguito cumplió ayer nueve años. Hace un año que ocurrió todo aquello. Mamá está feliz. Ojalá papá y Marina estuvieran, pero en fin, así es la vida. Gerardo le pasa su porcentaje mensual sin mucho problema, y a él le va excelente en los estudios…Por cierto:
―¿Será que me acompañas a comprar los ingredientes para la torta?
―Por supuesto, cariño, vamos. Aprovechemos que ya escampó…―lo dijo tiernamente, luego sonrió. Y era cierto: el cielo volvía a ser límpido y alegre, entonces le di gracias a Dios por aquella sonrisa.
jueves, 11 de diciembre de 2008
Te escribo...
Te escribo malas viejas. Relatos inconexos de un ayer no tan lejano, como si quisiera contarte lo que hago en un día entero, en este piso de Madrid, a ocho mil kilómetros de tu falda a cuadros negros y rojos; al otro lado de tus besos, diría que en el centro de una burbuja que tenuemente se eleva hacia un cielo intermitente y rojizo.
Te escribo malas viejas, como siempre, porque la estupidez no es vana, mucho menos los recuerdos, los largos paseos, la inapetencia compulsiva, la alegría extrema, la calle cuyo nombre significa insomnio o duermevela...
Te escribo cosas raras, sin gramática, tal vez con faltas de ortografía; papeles cargados de adjetivos inútiles, de frases hechas, de vaivenes de la memoria... a ocho mil kilómetros de tu pelo, de la selva, del ruido de ollas que caen como hojas de zinc en la cocina...
Te escribo malas viejas: todo lo sabes, recursos inefables para aplacar esta orfandad...
Te escribo malas viejas, como siempre, porque la estupidez no es vana, mucho menos los recuerdos, los largos paseos, la inapetencia compulsiva, la alegría extrema, la calle cuyo nombre significa insomnio o duermevela...
Te escribo cosas raras, sin gramática, tal vez con faltas de ortografía; papeles cargados de adjetivos inútiles, de frases hechas, de vaivenes de la memoria... a ocho mil kilómetros de tu pelo, de la selva, del ruido de ollas que caen como hojas de zinc en la cocina...
Te escribo malas viejas: todo lo sabes, recursos inefables para aplacar esta orfandad...
miércoles, 10 de diciembre de 2008
...
Raúl "El Zurdo" Márquez
Humberto "El Patón" Rojas
Isidoro Carbonell "El Tigre"
Los tres juegan de puta madre, joder...
sábado, 6 de diciembre de 2008
Los lobos también lloran (capítulo III)
Cuando abrió los ojos lo primero que vio fue un afiche de la selección de fútbol de un país europeo (parece que era de Alemania), pegado sobre una pared descolorida. Eran más o menos las diez de la mañana. Se movió a un lado de la cama tratando de amortiguar el dolor de cabeza, pero fue inútil. Recordó algunas escenas de la noche anterior, mas no pudo precisar con exactitud en qué momento perdió la conciencia. Se aflojó la correa, se quitó los zapatos. De pronto, lo invadieron unas ganas terribles de vomitar. Se levantó de golpe de la pequeña cama y se dirigió presuroso a la sala de baño. Vomitó todo cuanto pudo, en medio de una sudoración fría, acompañada de retortijones intensos. Su madre al verlo correr hacia el baño comentó algo a su hermana, quien estaba a su lado, ayudándola a preparar la comida: “Otra vez se emborrachó... míralo, ahorita deja el baño hecho una porquería; vas a ver...” La muchacha guardó silencio y siguió cortando en cuadritos pequeños la cebolla y el tomate para el perico del almuerzo.
Alberto tenía 23 años, era el mayor de tres hermanos. Era el único varón. Era flaco, un tanto alto, de piel blanca y cabellos castaños. Luego de repetir tres grados consecutivos, logró graduarse de bachiller en el liceo público, cuando cumplía 21 años. Ahora no hacía nada. Supuestamente estaba esperando ingresar al Instituto Universitario de Tecnología, pues quería estudiar informática. A pesar de haber sido un pésimo estudiante, al tipo le gustaba la matemática, de hecho fue la única materia que aprobó sin ningún inconveniente y hasta con buena nota durante todo su bachillerato. Por eso eligió estudiar esa carrera. En tal sentido, había presentado tres veces el examen de admisión, sin obtener los resultados esperados.
Era bonchón, echador de broma y se pasaba de tragos con facilidad. Desde el jueves hasta el domingo su agenda estaba recargada de fiestas, bochinches, vendimias, piscinadas: en fin, borracheras terribles, a las que sucedían, resacas abrumadoras. Era sábado: un día caluroso. Arriba, el cielo de un azul intenso, sin nubes; abajo, las calles atestadas de gente y de automóviles, en pleno fervor sabatino. Alberto había llegado a las cinco y media de la madrugada, totalmente ebrio. No supo cómo logró llegar a casa ni quién lo acompañó. En los últimos meses esta situación se venía repitiendo cada vez con mayor frecuencia. A veces se sentía mal consigo mismo: la famosa resaca moral. Pero no escarmentaba del todo. En esos momentos se juraba a sí mismo que no volvería a caer en ese estado, que no volvería a perder el control, mas a los ocho días volvía a emborracharse y la volvía a cagar.
Luego de un almuerzo frugal acompañado de dos o tres vasos de agua fría (para el ratón, se dijo), se sentó en un sillón de mimbre que se hallaba en el patio trasero de la casa, en donde su padre solía sentarse a descansar, tras jornadas de trabajo duras e intensas. Era un lugar fresco, pues un par de grandes y frondosos almendros le proporcionaban buena sombra.
A pesar de que se había tomado de golpe dos alka seltzer y una aspirina, la resaca no lo abandonaba. Se colocó un pañuelo sobre los ojos e intentó dormir. Al rato, una voz ronca lo llamaba, como en sueños. Primero casi como un murmullo, después la sintió tan cerca, tan frente a él, que se quitó azorado la venda de los ojos y se topó con los ojos atónitos, enrojecidos y vidriosos de el gordo: “Chamo, la cagamos”, dijo. “¿Dónde está la cuestión?” prosiguió, con la voz temblorosa, sobrecargada de un aliento alcohólico, desagradable. Alberto quedó sin palabras, el pulso se le aceleró de golpe y sintió una gran presión en el pecho.
―¿Qué pasa guevón?― inquirió, con extrañeza, sin entender aún lo que sucedía. Alguien se acercaba, pues se escuchaban pasos desde el fondo de la casa. El gordo corrió a la salida del patio, para tomar una calle angosta y alejarse presuroso. Antes de perderse por entre unos arbustos, gritó:
―¡Cuídate, chamo; nos están buscando! ―Alberto sonrió estúpidamente, giró la cabeza en dirección a su casa: su madre estaba parada en el umbral con una expresión dura en el rostro:
―¿Qué pasó anoche, Alberto?, ¿En qué te metiste, ahora? ―el cielo comenzó a tornarse gris, una gran nube espesa, baja, apareció de pronto en el horizonte.
―Allá afuera está la señora Rosa, la de la panadería, dice que quiere hablar contigo sobre lo de anoche ―Alberto se fijó de pronto en la nube que ya cubría todo el cielo del barrio, mientras algunas gotitas caían levemente sobre sus hombros y cabellos... un trueno rompió de repente el silencio de la tarde.
(Foto: Con Humberto, Benjamín e Isidoro, tomándonos unas cañas en Madrid... je,je,je)
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