Ella sabía que su belleza no sería eterna. Que aunque experimentara con diversas pócimas, con cremas de famosa procedencia, con cirugías de plasticidad comprobada, su belleza moriría, se marchitaría más bien, pendiendo como una fruta madura del árbol del tiempo; que era un proceso biológico natural que nos encadena irremisiblemente a todos a un mismo destino, a un mismo desamparo, a una obstinación sin regreso ni sentido.
Juan la recorrió por enésima vez, con esa obvia brusquedad de novios antiguos, de niños que crecen y que comparten los primeros destellos de una piel aún sedosa y tierna. Él se multiplicaba en ella, en esa caricia repetida, en ese beso multiplicado a lo largo y ancho de su superficie enfebrecida y sutil. Ella se anticipaba a las caricias, buscaba inventar un nuevo furor, que no lograba hilvanar con los hilos del deseo. Era algo parecido al tedio, una sensación de no querer estar, pero al mismo tiempo ese querer anhelarlo con todas las ansiedades que su cuerpo podía almacenar. Ella era una represa de aguas turbulentas cansadas de estar apresadas a un solo cuerpo, a un solo desahogo de la piel y el alma.
Cuando abrió los ojos pudo apreciar los primeros destellos de la mañana, que invadían el ámbito de la habitación. Era preciso entonces seguir el formato, la lista de instrucciones que tácitamente se habían venido construyendo, en la cotidianidad de lo furtivo. La separación de dos cuerpos sin nada más tierno que un olor agrio y tenue a la vez, desprendiéndose con espontánea suavidad, que unas manos que se rosan en la frialdad de movimientos, que unas palabras cansinas y a veces torpes, inventando nuevos encuentros, nuevas posibilidades de ser y sentir.
Volvió a pensar en lo efímero de sus pechos sonrosados y altaneros; en ese cuerpo claro y carnoso que temblaba frente al espejo. Él se había fugado a un más allá, en donde los horarios y las oficinas aguardan, con sus ciclos tecnificados y precisos, con sus fachadas que jamás perderían su belleza, tal y como sus ojos algún día iban a transformarse en un recuerdo ingrato y turbio…
Juan la recorrió por enésima vez, con esa obvia brusquedad de novios antiguos, de niños que crecen y que comparten los primeros destellos de una piel aún sedosa y tierna. Él se multiplicaba en ella, en esa caricia repetida, en ese beso multiplicado a lo largo y ancho de su superficie enfebrecida y sutil. Ella se anticipaba a las caricias, buscaba inventar un nuevo furor, que no lograba hilvanar con los hilos del deseo. Era algo parecido al tedio, una sensación de no querer estar, pero al mismo tiempo ese querer anhelarlo con todas las ansiedades que su cuerpo podía almacenar. Ella era una represa de aguas turbulentas cansadas de estar apresadas a un solo cuerpo, a un solo desahogo de la piel y el alma.
Cuando abrió los ojos pudo apreciar los primeros destellos de la mañana, que invadían el ámbito de la habitación. Era preciso entonces seguir el formato, la lista de instrucciones que tácitamente se habían venido construyendo, en la cotidianidad de lo furtivo. La separación de dos cuerpos sin nada más tierno que un olor agrio y tenue a la vez, desprendiéndose con espontánea suavidad, que unas manos que se rosan en la frialdad de movimientos, que unas palabras cansinas y a veces torpes, inventando nuevos encuentros, nuevas posibilidades de ser y sentir.
Volvió a pensar en lo efímero de sus pechos sonrosados y altaneros; en ese cuerpo claro y carnoso que temblaba frente al espejo. Él se había fugado a un más allá, en donde los horarios y las oficinas aguardan, con sus ciclos tecnificados y precisos, con sus fachadas que jamás perderían su belleza, tal y como sus ojos algún día iban a transformarse en un recuerdo ingrato y turbio…
(En la foto: Elizabeth Herrera, Modelo y conductora de TV, nativa de mi pueblo...)
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