Ayer Verónica se trasladó a la ciudad de San Cristóbal a fin de adquirir unos zapatos de la última colección de invierno. Salió de su casa a eso de la siete de la mañana en su flamante Ford Fiesta 2006, color blanco. Iba vestida de jean y zapatos de tenis, con el pelo recogido en una cola de caballo, que se mecía coquetamente, al viento de la mañana. Casi se sabía de memoria el recorrido. Iba acompañada de Eros Ramazzotti; una canción que la llevaba como de la mano a recuperar un tiempo vivido con el alma en la piel. El último bache la hizo volver a la realidad. Un sol naciente, un cielo límpido, el reloj girando interminablemente, envejeciendo las cosas, envejeciéndola a ella, a sus veintitantos años, una chica profesional, dueña de la pista, en carrera interminable…
Era sábado. Día de compras; hacer el mercado de la semana. Las verduras frescas para lo de la dieta, pero primero comprar unos zapatos que vio por la tele. Después haría lo demás. Amaneció pensando en ponérselos en la cena de navidad, que ya estaba cercana.
Hundió otra vez el botoncito correspondiente. La canción revivió de nuevo,
Otra no puede haber, si no existe me la inventaré
Parece claro que… aún estoy envenenado de ti…
Y el pelo lacio y rubio volvió a destellar contra el cielo sin nubes de un sábado acelerado de diciembre.
De pronto la ciudad emergió frente a ella. El ruido y el humo. La congestión habitual. La pesadumbre y el hastío de ser una bestia más en medio de aquel submundo contaminado, de aquella selva repetida en los anuncios publicitarios, de aquel espejismo de neón y avaricia que la inquietaba y al mismo tiempo la atraía como un imán ineludible.
La tienda quedaba cerca del centro. En un edificio de cristal recién inaugurado. Allí estaban sus zapatos. Sacó la tarjeta de débito. De su boca brotaron las palabras predestinadas. Ocho números que señalaban su vida. Cuatro números que debía cambiar cuanto antes; eran las cifras de su nombre. De ese nombre pronunciado largamente en noches de soledad o sobresalto. Era él que aún estaba con ella. En cada ademán, en cada ruido de su cuerpo, en cada silencio de su piel. Los zapatos le quedaron muy bien; perfectos, señaló la muchacha, de un modo mecánico. Ya está, pensó, mientras huía hacia el estacionamiento, con la bolsita en la mano.
Decidió dar una vuelta más. Se dirigió a un restaurante de comida china: le encantaba el arroz frito, las lumpias… Aunque había decidido empezar una dieta, pues ya los rollitos de su abdomen se notaban demasiado para su gusto, no pudo resistir la tentación de probar el combinado N° 1, su favorito…Inesperadamente el cielo oscureció. Una llovizna repentina cambió el clima del mundo. Entonces su ausencia se hizo más pesada, casi corpórea. De pronto le dolió el alma, en un relampagueo de nostalgia. Le inquietaba sentirse como un náufrago en medio del océano, sin él; sin sus risas y juegos entre tanta gente seria y refinada. Extrañaba a ese lobo infantil que la hacía sentirse diferente, única: ella en todo su esplendor; ella sin visos superpuestos, ella sin máscaras, sin debe-ser-así; ella, en toda la extensión de su sensualidad…
El día siguió su rumbo invariable. Verónica hizo un ademán de fastidio que el bombero de la gasolinería interpretó como una súbita expresión de desprecio. Pero no era así. A pesar de su aspecto de niña insufrible, Verónica era una persona muy humana; sensible hasta los tuétanos… Lentamente, unas gotitas de sudor brotaron de su frente, blanco palacio de plata, cofre de pensamientos y ensoñaciones peregrinas…sus zapatos la acompañaban, ya no eran dos; eran tres. Eros le dio paso a Franco, y los destellos de la memoria la abrumaron sin piedad…
Sólo importas tú…Entre tanta gente
Sólo importas tú… Hasta el punto que a mí mismo
Se me olvida que también existo…
El automóvil del año cruzó una esquina atestada de buhoneros y vendedores de compactos piratas. Dentro de él iban tres elementos unidos por un lazo inquebrantable. El recuerdo de algo los unía; la sombra larguísima de una historia inolvidable, algo que se había vuelto cotidiano, como beber café cada mañana. Verónica suspiró después de todo. Se preocupó un poco al suponer que habría un atasco terrible de regreso a casa. Tomó el celular con un movimiento mil veces repetido, revisó los últimos mensajes. Se acordó que debía comprar las pastillas del mes. Y el minutero del reloj seguía cruzando mil veces el número doce: cuenta indetenible, que no cura nada, que por el contrario, profundiza la oquedad, la rabia permanente frente a un destino escrito por alguien desconocido, un camino difícil pero inevitable: como respirar y morir, así vivía Verónica.
Cuando decidió cruzar la avenida en busca de la calle de su infancia, sintió el peso del arrepentimiento. Cada arrepentimiento traía consigo un nuevo deseo de obrar desaforadamente, y por ende, de volverse a arrepentir. Tal y como el ciclo del agua en la naturaleza, en el corazón de Verónica giraban constantemente las mismas ideas, los mismos deseos, a veces incumplidos; las mismas prerrogativas de mujer locuaz, moderna, que afronta en silencio la certeza de que él no volverá a ocupar el vacío de su sombra; de que él no volverá a rozarla, ni tan siquiera con el tacto de su respiración…
Atardece sobre la ciudad. Luego de visitar a sus hermanas; de comentar lo que debía comentar; de mostrar los zapatos que había visto por la tele, y que ahora eran suyos, Verónica debe emprender viaje, debe irse pronto, si quiere evitar manejar de noche. A pesar de ser una profesional estrella, de haberse graduado con las mejores notas de la facultad, Verónica era frágil como una niña ante la oscuridad, ante la sola idea de conducir de noche. Eso era algo que odiaba, así como a veces se odiaba a sí misma, por estúpida, por blandengue, por permitir que los demás se metieran en su vida y decidieran por ella…
Por qué no me regresé más temprano… se preguntó, observando con detenimiento las cabezas de los ocupantes de un fiat uno que se hallaba frente a ella, y que como su auto, era un eslabón más en esa cola de la siete de la noche en la troncal nacional N 5. Habían cosas que la exasperaban verdaderamente: una de esas era formar parte de una cola automovilística. Ya el reloj le advertía que llevaba así más de una hora, moviéndose a paso de morrocoy. De pronto sintió ganas de llorar. Se contuvo con todas sus fuerzas, pero no pudo evitarlo: lloró con un llanto reposado, como si evitara que alguien la viera, a pesar de estar sola. Entre tanto, el reproductor le daba vida a esa canción, esa canción que aún la apesadumbraba; esa canción que en algún momento de su vida constituyó un himno; el fondo musical de la más ardua de sus historias. Una canción que era como una droga terrible que la emocionaba y la exasperaba a la vez, y que la remontaba inevitablemente, a unos brazos ajenos, a una boca distante…
Desde ese paraje de la ruta, Verónica podía divisar las luces de su pueblo (ella prefería llamarlo “pequeña ciudad”…). Su teléfono se había descargado apenas salió de San Cristóbal, por lo que llevaba más de tres horas sin comunicarse con él (Debe estar que echa chispas, pensó, sin inmutarse). Al poco rato detuvo el auto frente a la casa. Las luces del cuarto estaban encendidas. Guardó los discos compactos en sus respectivos estuches, se acomodó nuevamente la cola de caballo, luego se miró la cara en el espejo retrovisor, a fin de desprender con sus delgados dedos, las últimas cenizas de las lágrimas…
Era sábado. Día de compras; hacer el mercado de la semana. Las verduras frescas para lo de la dieta, pero primero comprar unos zapatos que vio por la tele. Después haría lo demás. Amaneció pensando en ponérselos en la cena de navidad, que ya estaba cercana.
Hundió otra vez el botoncito correspondiente. La canción revivió de nuevo,
Otra no puede haber, si no existe me la inventaré
Parece claro que… aún estoy envenenado de ti…
Y el pelo lacio y rubio volvió a destellar contra el cielo sin nubes de un sábado acelerado de diciembre.
De pronto la ciudad emergió frente a ella. El ruido y el humo. La congestión habitual. La pesadumbre y el hastío de ser una bestia más en medio de aquel submundo contaminado, de aquella selva repetida en los anuncios publicitarios, de aquel espejismo de neón y avaricia que la inquietaba y al mismo tiempo la atraía como un imán ineludible.
La tienda quedaba cerca del centro. En un edificio de cristal recién inaugurado. Allí estaban sus zapatos. Sacó la tarjeta de débito. De su boca brotaron las palabras predestinadas. Ocho números que señalaban su vida. Cuatro números que debía cambiar cuanto antes; eran las cifras de su nombre. De ese nombre pronunciado largamente en noches de soledad o sobresalto. Era él que aún estaba con ella. En cada ademán, en cada ruido de su cuerpo, en cada silencio de su piel. Los zapatos le quedaron muy bien; perfectos, señaló la muchacha, de un modo mecánico. Ya está, pensó, mientras huía hacia el estacionamiento, con la bolsita en la mano.
Decidió dar una vuelta más. Se dirigió a un restaurante de comida china: le encantaba el arroz frito, las lumpias… Aunque había decidido empezar una dieta, pues ya los rollitos de su abdomen se notaban demasiado para su gusto, no pudo resistir la tentación de probar el combinado N° 1, su favorito…Inesperadamente el cielo oscureció. Una llovizna repentina cambió el clima del mundo. Entonces su ausencia se hizo más pesada, casi corpórea. De pronto le dolió el alma, en un relampagueo de nostalgia. Le inquietaba sentirse como un náufrago en medio del océano, sin él; sin sus risas y juegos entre tanta gente seria y refinada. Extrañaba a ese lobo infantil que la hacía sentirse diferente, única: ella en todo su esplendor; ella sin visos superpuestos, ella sin máscaras, sin debe-ser-así; ella, en toda la extensión de su sensualidad…
El día siguió su rumbo invariable. Verónica hizo un ademán de fastidio que el bombero de la gasolinería interpretó como una súbita expresión de desprecio. Pero no era así. A pesar de su aspecto de niña insufrible, Verónica era una persona muy humana; sensible hasta los tuétanos… Lentamente, unas gotitas de sudor brotaron de su frente, blanco palacio de plata, cofre de pensamientos y ensoñaciones peregrinas…sus zapatos la acompañaban, ya no eran dos; eran tres. Eros le dio paso a Franco, y los destellos de la memoria la abrumaron sin piedad…
Sólo importas tú…Entre tanta gente
Sólo importas tú… Hasta el punto que a mí mismo
Se me olvida que también existo…
El automóvil del año cruzó una esquina atestada de buhoneros y vendedores de compactos piratas. Dentro de él iban tres elementos unidos por un lazo inquebrantable. El recuerdo de algo los unía; la sombra larguísima de una historia inolvidable, algo que se había vuelto cotidiano, como beber café cada mañana. Verónica suspiró después de todo. Se preocupó un poco al suponer que habría un atasco terrible de regreso a casa. Tomó el celular con un movimiento mil veces repetido, revisó los últimos mensajes. Se acordó que debía comprar las pastillas del mes. Y el minutero del reloj seguía cruzando mil veces el número doce: cuenta indetenible, que no cura nada, que por el contrario, profundiza la oquedad, la rabia permanente frente a un destino escrito por alguien desconocido, un camino difícil pero inevitable: como respirar y morir, así vivía Verónica.
Cuando decidió cruzar la avenida en busca de la calle de su infancia, sintió el peso del arrepentimiento. Cada arrepentimiento traía consigo un nuevo deseo de obrar desaforadamente, y por ende, de volverse a arrepentir. Tal y como el ciclo del agua en la naturaleza, en el corazón de Verónica giraban constantemente las mismas ideas, los mismos deseos, a veces incumplidos; las mismas prerrogativas de mujer locuaz, moderna, que afronta en silencio la certeza de que él no volverá a ocupar el vacío de su sombra; de que él no volverá a rozarla, ni tan siquiera con el tacto de su respiración…
Atardece sobre la ciudad. Luego de visitar a sus hermanas; de comentar lo que debía comentar; de mostrar los zapatos que había visto por la tele, y que ahora eran suyos, Verónica debe emprender viaje, debe irse pronto, si quiere evitar manejar de noche. A pesar de ser una profesional estrella, de haberse graduado con las mejores notas de la facultad, Verónica era frágil como una niña ante la oscuridad, ante la sola idea de conducir de noche. Eso era algo que odiaba, así como a veces se odiaba a sí misma, por estúpida, por blandengue, por permitir que los demás se metieran en su vida y decidieran por ella…
Por qué no me regresé más temprano… se preguntó, observando con detenimiento las cabezas de los ocupantes de un fiat uno que se hallaba frente a ella, y que como su auto, era un eslabón más en esa cola de la siete de la noche en la troncal nacional N 5. Habían cosas que la exasperaban verdaderamente: una de esas era formar parte de una cola automovilística. Ya el reloj le advertía que llevaba así más de una hora, moviéndose a paso de morrocoy. De pronto sintió ganas de llorar. Se contuvo con todas sus fuerzas, pero no pudo evitarlo: lloró con un llanto reposado, como si evitara que alguien la viera, a pesar de estar sola. Entre tanto, el reproductor le daba vida a esa canción, esa canción que aún la apesadumbraba; esa canción que en algún momento de su vida constituyó un himno; el fondo musical de la más ardua de sus historias. Una canción que era como una droga terrible que la emocionaba y la exasperaba a la vez, y que la remontaba inevitablemente, a unos brazos ajenos, a una boca distante…
Desde ese paraje de la ruta, Verónica podía divisar las luces de su pueblo (ella prefería llamarlo “pequeña ciudad”…). Su teléfono se había descargado apenas salió de San Cristóbal, por lo que llevaba más de tres horas sin comunicarse con él (Debe estar que echa chispas, pensó, sin inmutarse). Al poco rato detuvo el auto frente a la casa. Las luces del cuarto estaban encendidas. Guardó los discos compactos en sus respectivos estuches, se acomodó nuevamente la cola de caballo, luego se miró la cara en el espejo retrovisor, a fin de desprender con sus delgados dedos, las últimas cenizas de las lágrimas…
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