lunes, 9 de abril de 2012

Sábado

Era un sábado cualquiera. El día había transcurrido de prisa. De hecho, no me alcanzó el tiempo para hacer las cosas que tenía planeadas. Por otra parte, el clima estuvo apacible, fresco, a pesar de que estamos en pleno verano. Mamá llamó dos veces, habló con Alejandra. No sé de qué hablaron, pero me lo imagino.

Voy meditando esto mientras el carro atraviesa la avenida Libertador. La ciudad está vestida con sus mejores luces. El karaoke queda como a media hora de la casa. Nos detiene el semáforo. Roberto acciona el botoncito digital de su pionner; el auto es invadido por una canción de moda que mi compañero tararea mientras golpea sobre el volante. De pronto, me comenta algo sobre su esposa. Al parecer, Sofía ha estado actuando de modo extraño. «Yo creo que ya no me quiere como antes…», añade y suspira.

Recordé que Alejandra ha estado también un poco rara. «Quién sabe si las muchachas se pusieron de acuerdo para jodernos», pienso, entonces un reguetón interfiere en mis pensamientos; de inmediato le pido a mi amigo que por favor le baje volumen.

Llegamos al local. A pesar de la hora (eran casi las diez) había bastante gente. Saludamos a Ernesto y a Pacho. Nos sentamos y pedimos cervezas. En eso, me llega un mensaje. Reviso el celular. Es Alejandra. Dice que yo sí que tengo riñones, dejarla sola precisamente hoy… Le respondo de inmediato. Le explico que es solo una vuelta, que dentro de unos veinte minutos pasamos a buscarlas. Al cabo, me quedo esperando como un idiota una réplica que nunca llega. Entre tanto, Roberto me sigue comentando los pormenores de su inquietud: «Se ha vuelto evasiva, pana… No quiere que la toque ni nada…»

—Tranquilo, hermano, seguro son cosas pasajeras… Pronto se le pasará. No te preocupes…— Golpecito en el hombro y otra ronda, por favor…

Llevo casi diez años con Alejandra. Roberto se casó con Sofía hace unos meses, aunque tienen como quince años viviendo juntos. Nos conocemos desde el bachillerato. Los cuatro, hemos compartido muchos momentos, tanto tristes como alegres. Cuando ellos han estado en problemas, hemos intervenido con sumo cuidado, y las cosas han vuelto a la calma; de igual modo, ellos nos han ayudado en algunas ocasiones en que hemos estado a punto de tirar la toalla.

«Vamos por las muchachas, marico», le dije a Roberto, recordándole además que ese día era mi aniversario con Alejandra. El local estaba full. Salimos lentamente. Al cabo de unos minutos nos dirigíamos a la casa de Roberto. Allí nos aguardaban Alejandra y Sofía.

Iban a ser las once cuando nos detuvimos frente a la casa. Las chicas abrieron de inmediato. Nos contestaron el saludo entre dientes. Se subieron al auto sin decir nada, serias e irascibles. Durante el trayecto, respondieron nuestras preguntas a punta de monosílabos: «Sí», «No»

Cuando llegamos nuevamente a la discoteca, había tanta gente que no pudimos sentarnos en el ambiente familiar, en donde estaban las mesas, por lo que tuvimos que apretujarnos en la barra. Como es de suponerse, las chicas se encendieron aún más, ahora sí que la cagamos, pensé, mirando a Roberto a los ojos, que por cierto, ya los tenía rojos y chiquitos, lo que me causó un poco de risa.

Dos horas más tarde, las chicas ya se habían contentado. Las Smirnoff estaban surtiendo efecto. Bailamos y echamos broma, como en los viejos tiempos. Sin embargo, en medio de las luces y la algarabía no pude evitar pensar en lo que me había comentado Roberto. Mientras las chicas iban al baño, le pregunté sobre el asunto, que si le había dicho algo a Sofía, pues un rato antes los había visto conversando, un poco serios.

—Marico, me dijo que debíamos encender nuevamente nuestra relación. Que estaba cansada de lo mismo…

— ¿Y tú qué le dijiste?

— Coño, marico, qué le iba a decir… Que dejara la estupidez…

—Chamo, la cagaste… Yo creo que ella puede tener razón…

— Mejor no nos hubiésemos casado… Desde que nos casamos, vamos de mal en peor…

En ese momento, llegaron las muchachas. Parecían muy contentas. Les sonreímos y pedimos otra ronda. De pronto, se acercaron a la mesa Vicente Ortiz y su hermano Raúl. Los conocíamos de la universidad. De hecho, Raúl había sido novio de Sofía. Apenas se asomaron, Roberto cambió de expresión, se puso tenso, hasta me pareció que vigilaba las actitudes y movimientos de Sofía. Los chamos nos saludaron, muy amablemente, y nos preguntaron por los Montoya. Les dijimos que no los habíamos visto. Entonces nos desearon buenas noches y se perdieron entre la gente que bailaba. De pronto, Sofía se puso de pie e invitó a Alejandra a que la acompañara de nuevo a los servicios.

— ¡Pero si fueron hace rato! —gritó Roberto, con la voz perturbada por el alcohol.

¿O sea, que hasta para ir al baño me vas a formar un rollo?

Cálmate, pana —dije, tomándole el brazo a Roberto.

Entonces Roberto volteó hacia mí con cara de pocos amigos y me dijo que dejara de ser huevón…

Alejandra, por su parte, me miró con ojos absortos, como consultándome sobre lo que debía hacer. Le hice una seña con la cabeza. Entonces se alejaron entre el tumulto. En ese instante, Roberto me dijo que las siguiéramos. Le dije que dejara la vaina, sin embargo, insistió: «No nos van a seguir viendo la cara de huevones… Seguro se van a ver con esos hijueputas… »

—Deja de pensar estupideces, hermano. Mejor regresémonos —dije, alzando un poco la voz, pues por esos lados de la pista la música sonaba con mayor fuerza. Sin embargo, Roberto no pareció escuchar mis palabras.

Esperamos por unos quince minutos, frente a los servicios, pero las chicas nada que aparecían. Entonces Pacho se acercó y nos informó de modo discreto que las muchachas estaban afuera, que él mismo les había abierto la puerta.

—¡Coñoelamadre! Te lo dije, pana…

—Seguro están tomando aire, tranquilo. Vamos a sentarnos… —dije.

Estaba terminado de hablar y ya Roberto se dirigía a la salida, totalmente enfurecido.

Al salir del local, dimos un primer vistazo a nuestro alrededor, pero no logramos verlas por ningún lado. No obstante, a los pocos segundos, nos pareció ver dos figuras femeninas abrazadas en la oscuridad del estacionamiento. Se besaban con pasión, se tocaban con desenfado. Eran las muchachas.

No supimos qué hacer. Tras unos instantes de shock, Roberto lanzó un alarido y corrió como un loco hacía donde ellas estaban. Yo me quedé quieto como una piedra. Entonces Pacho se asomó asustado y me dijo que qué pasaba. Le dije que nada, que tranquilo, que eran cosas de pareja. Al acto, me dio dos palmadas sobre el hombro, y me dijo que ya iba a cerrar, que estaba cansado, que por favor pagáramos la cuenta.

1 comentario:

Elysa dijo...

Buena historia con final un tanto inesperado. Se lee muy bien.

Un placer estar por aquí.

Besitos