Cuando Alfredo supo la noticia no lo podía creer. Apenas tres días antes habían compartido unas palabras en la estación de gasolina. Se le veía feliz en su nuevo auto, en compañía de su hermosa mujer. Para Simón, la repentina muerte de Antonio fue la inevitable concreción de sus peores vaticinios. Ocho días antes, habían conversado y bebido hasta altas horas de la madrugada en una reconocida tasca de la ciudad. Lo vio llorar como un niño, maldecir y golpear reiteradamente sobre la barra, con los ojos enrojecidos y el rostro descompuesto. Comprendió entonces que el dinero no podía comprar la felicidad; que la felicidad comprada era en el fondo, una variación del desamparo.
Alfredo llegó al velorio a eso de las ocho de la noche. Le dio el sentido pésame a la viuda, saludó cortésmente a algunos conocidos. Una hora más tarde, Simón hizo acto de presencia en la sala velatoria. Siguió el rito de cortesía, habitual en estos casos. La viuda es realmente hermosa, pensó, en tanto que ésta se alejaba lentamente, entre sillas vacías y personas vestidas de negro. Al poco rato, Alfredo salió al patio a fumarse un Belmont Light. Entonces Simón se le acercó y le pidió fuego, pues también tenía ganas de echarse una fumadita.
—¡Disculpe! —encendió el cigarrillo acercándose a la mano de Alfredo, luego soltó la bocanada a un lado— ¿De dónde conocía usted a Antonio?
—De la Universidad… ¿Y usted?
—Del gimnasio. Yo era su entrenador.
—¡Qué cosas, vale! —exclamó Alfredo, tras unos instantes de silencio—. ¿Cómo un tipo con tanto dinero, con mujeres, tremenda nave, y tanto éxito en los estudios, iba a tentar contra su vida? ¿Yo realmente no lo entiendo?
Simón carraspeó con sutileza y entonces le preguntó que si Antonio alguna vez le había comentado de sus negocios. Por supuesto, siempre me hablaba de lo bien que le iba; así como también me comentaba de las aventuras amorosas que de cuando en cuando sostenía con chicas de la universidad. En fin, el tipo se las traía. No era ningún bobo, para qué… Una vez me dijo que sus negocios marchaban tan estupendamente, que ya había pedido un peugeot, el más lujoso… y mire usted que era verdad…
De manera mecánica, y sin que ninguno lo sugiriese, se acercaron a la entrada principal del recinto, a unos metros de donde yacía Antonio Colmenares y allí se sentaron. Se presentaron de modo formal. Al cabo de unos minutos, Simón comentó que hacía aproximadamente unos dos meses que Antonio llegaba al gimnasio con cara de pocos amigos. Una vez me dijo con voz quejumbrosa que en cosas de negocios no podía haber amigos, sino clientes; me miró con ojos aguados y luego me palmeó en el hombro. Se le veía extraño, muy extraño. Quince días después, si mal no recuerdo, me dijo que iba a marcharse de la ciudad, que tenía un negocio muy bueno entre manos, pero para poder cerrarlo, debo marcharme por unos días. Te voy a pedir un favor, si por casualidad alguien viene a preguntar por mí, le dices que tengo tiempo que no vengo por acá, no es por nada malo; por favor, hazme esa segunda… Le dije que no se preocupara, sabes que puedes contar conmigo… Gracias, Simón. Hasta luego.
—Vale, pero qué extraño…—Alfredo alargó la mano y tomó un vaso de café—. Más o menos para esa época, Antonio lucía más feliz que nunca. Recuerdo que luego de las clases salíamos a bailar, muchas veces acompañados por Mónica. Claro, en otras ocasiones acompañados por otras chicas, usted sabe ¿no?, y siempre nos comentaba de sus planes futuros. Nunca nos habló de algún viaje de negocios. De los únicos viajes que nos hablaba, era de los que había hecho para conocer el mundo, y de los que pensaba hacer algún día. Por ejemplo, de aquella vez que estuvo en París, o cuando conoció las Pirámides o el Cuzco...
Simón lo miró con expresión perpleja. Se bebió el café de un sorbo. De pronto se quedó mirando fijamente hacia la calle. Un grupo de hombres departía parados en la acera, con vasos en las manos, tal vez tomaban güisqui; parecían divertirse bastante, pues sonreían sin cesar. Entre ellos, reconoció al tipo que en más de una ocasión estuvo por el gimnasio, preguntando por Antonio. Entonces se estremeció, sin saber por qué.
Al rato se despidieron con un breve apretón de manos. Alfredo se dirigió a la sala de baño. Simón, por su parte, salió nuevamente al patio, con el celular pegado a la oreja.
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