Así llegó a nuestras vidas. Recuerdo su barba espesa y su cabello largo, tal vez inadecuado para un hombre de su edad. Al principio, creíamos que era algún tío lejano, que regresaba a reencontrarse con mamá. A los dos días, sin embargo, lo fuimos comprendiendo todo, tejiendo los hilos de frases que, subrepticiamente, danzaban entre sus conversaciones.
Su nombre era: Juan Carlos Figueroa. De joven, había sido el músico del pueblo. Un ser educado e introvertido, que solía dirigir con gran talento el coro de la iglesia. Para ese entonces, mamá pertenecía al grupo juvenil Amor y Paz. Allí se conocieron. Mi madre quedó prendada de su caballerosidad, de su inteligencia, de su aspecto de guerrillero desvalido, de su ternura poco común entre la gente de San Rafael, que así se llamaba nuestro pueblo.
A los veintitrés años recién cumplidos se marchó a Caracas a estudiar en el Conservatorio Nacional. Un adiós necesario, sin escenitas románticas, sin promesas. A pesar de que entre aquellos jóvenes provincianos no había una relación formalmente establecida, para nadie era un secreto que algo los unía, más allá de la amistad. Al cabo, algunos se compadecieron de la tristeza de la muchacha y quisieron aprovechar la oportunidad para acercarse a ese corazón, sutilmente golpeado por el destino. Entre esos, Gerardo Bolaño, mi papá.
El joven Figueroa triunfó en la música, como quizá ni él mismo lo hubiera imaginado. Era habitual que su nombre y su imagen figuraran en la prensa de la época. Dando entrevistas, antes o después de viajar al exterior, en representación del país. Aunque en los primeros años de su ascendente carrera profesional visitaba a su familia, sobre todo en diciembre o en Semana Santa, luego no se le volvió a ver por el pueblo. De hecho, al cabo de unos cuantos años, su familia completa se mudó a la capital. Entre tanto, ya había nacido María Esther, mi hermana mayor.
A tres años de la partida de Figueroa, mis padres se casaron. Fue una ceremonia sencilla. A partir de entonces, se dedicaron a construir un hogar, a punta de cariño, comprensión y mucha tolerancia. Al pasar del tiempo, la familia Bolaño-Méndez se embarcó en el velero de la tranquilidad y la vida en común. Aunque papá solía ser un poco agrio con nosotros en cuanto a la demostración de sus sentimientos, igual lo queríamos, así como también estábamos seguros de su amor. Pero hubo un momento en que el velero comenzó a perderse en un mar de contradicciones. Papá comenzó a beber casi todos los fines de semana. Llegaba borracho en la madrugada y nos despertaba a todos, gritando cosas que al principio nos parecían incoherencias, pero que luego fuimos entendiendo. Así comenzó el fin de lo que nunca fue. Por otra parte, estaba su trabajo. Mi padre era chofer de una empresa de transporte pesado. Solía viajar por todo el país. Esa era la razón de sus largas ausencias. Tal vez esta circunstancia aceleró lo inminente; lo que la gente murmuraba a nuestras espaldas: la separación definitiva de mis padres.
Luego la gota que derramó el vaso: papá descubrió los recortes de prensa. Entonces estalló la casa. Mamá pidió perdón, dijo que las cosas no eran como él imaginaba. Pero éste no escuchó razones y se fue para siempre, sin despedirse de nosotros. Ella guardaba la esperanza de que las cosas volvieran a su cause; de que el velero continuara su ruta, mas, para su desgracia, todo llegaba a su fin.
Al cabo de dos meses de la partida de papá, se corrió el rumor de que Juan Carlos Figueroa retornaría al pueblo a vender la casa de sus padres. Ese día, mamá se sentó antes de las cuatro en su mecedora para esperar a papá, como siempre que éste salía de viaje, con un Juan Carlos veinteañero y sonriente, apretujado contra su pecho…
Y entonces alguien, tocó a la puerta…
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