Nadie sabe a ciencia cierta el día exacto de su muerte, así como nuestros padres jamás pudieron haber cuadrado el día exacto de nuestro nacimiento. Tal y como muchos filósofos y dependientes del ramo lo han dicho a lo largo del tiempo. Nacemos, crecemos, nos convertimos en adultos, en adultos contemporáneos, para ser menos crueles. Todo es cuestión de asumir los ciclos que vamos viviendo. Asumirlos como algo natural. La experiencia va alimentando nuestra actitud, nos va moldeando, así de sencillo.
Cuando somos niños, el tiempo pasa lentamente. Por ejemplo, queremos que lleguen pronto las navidades, y nos parece que el tiempo se obstinara en hacerse denso, lerdo. Se ralentiza el tiempo, y nosotros nos llenamos de angustia, nos desesperamos. Cuando llegamos a la treintena, sobre todo, comenzamos a notar que el tiempo, ese mismo caracol escurridizo, ya no es tan lento como quisiéramos. Y de nuevo nos enfrentamos a su argucia de relojes y segunderos, pero esta vez queremos que fluya con lentitud, porque nos vamos dando cuenta de que hemos perdido muchas horas, semanas, meses y hasta años, en cosas inútiles o poco enriquecedoras, aunque algunos atesoren riquezas materiales. Así es el tiempo, ese ente atroz, tozudo, que siempre nos lleva la contraria.
Es por ello que debemos actuar con criterio claro, con sentido común. Si sabemos que el tiempo es como una riqueza irrecuperable, aprovechémoslo al máximo, saquémosle todo el provecho posible. Asumamos una actitud positiva, alejemos los malos sentimientos, vivamos con decisión, con alegría, pero con los pies bien puestos sobre el planeta.
No descarguemos en los demás nuestras culpas, nuestros desatinos. Recordemos que somos los constructores de nuestro propio destino. Nadie decide por nosotros, seamos los dueños de nuestras miserias y nuestras posibilidades. Seamos tolerantes, tratemos a los demás como lo que son, como seres humanos, que pueden equivocarse como nosotros, que pueden remediar las cosas, que buscan ser felices.
Observemos a nuestro alrededor con detenimiento. Siempre vamos a encontrar motivos para vivir sin mezquindades ni orgullos. Una puesta de sol, el saludo de algún conocido, la sonrisa de nuestros hijos, la mirada esperanzadora que nos aguarda por doquier. Es el sonido de la vida, interpretado por las orquestas del porvenir. Siempre habrá un motivo para soñar, para ser mejores. A pesar del tiempo, de las contradicciones de este mundo, de las metrallas del odio y la avaricia.
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