Guillermo mira el reloj por enésima vez. Apaga el reproductor, se baja del automóvil y se dirige hacia la gasolinera. Son las once de la mañana, un sol intenso arde sobre la ciudad. Ya lleva más de dos horas en la cola. Se siente inquieto, pues su madre y sus hermanas lo esperan en casa. Quedaron en comprar en horas de la mañana los ingredientes para las hallacas de la nochebuena. No imaginó que el hecho de abastecerse de combustible sería tan complicado. Durante su viaje desde Valencia, dos días atrás, encontró total normalidad en las estaciones de servicio, pero a partir de Barinas, todo cambió.
Al preguntarle a uno de los “bomberos” sobre la situación, éste apenas le dijo que el problema era que no había luz, y que el dueño de la bomba no había dado la orden de prender la planta eléctrica. Pero ¿por qué?, eso es algo absurdo. Pues sí… —respondió el hombre— ¡Pero él es el que manda!
Regresó sobre sus pasos. Encendió nuevamente el reproductor del carro. En una radio local unas personas comentaban sobre los problemas de electricidad, el desabastecimiento de gasolina, la inseguridad, etcétera. Afuera el cielo comenzó a nublarse. Posiblemente iba a llover. Le escribió un mensaje a su hermana en donde le explicaba la situación, la hermana le respondió que tranquilo, que no se preocupara.
De pronto, un vendedor en bicicleta se acercó gesticulando algo. Guillermo abrió la ventanilla, le preguntó que qué pasaba; el señor le dijo que ya no iban a vender más combustible. Mejor váyase a otra estación, aconsejó con parquedad. Algunos carros comenzaron a moverse, rompiendo la cola. En ese instante, en la radio anunciaron cadena nacional. Entonces, una llovizna tierna refrescó la tarde.
martes, 29 de diciembre de 2009
miércoles, 16 de septiembre de 2009
Hacia una dialéctica de la tolerancia
Hablar de política es uno de los deberes y derechos prioritarios de cualquier ciudadano del mundo. La política es uno de los elementos que determina nuestras relaciones humanas, desde el inicio de los tiempos. Es buscar el bien común, desde el propio bienestar. La política es a la comunidad, lo que el oxígeno es a la vida.
Sin embargo, en nuestras sociedades posmodernas, lo político se supedita, en muchos casos, a la elección de gobernantes, esperando que éstos logren hacer por la mayoría, lo que la mayoría no es capaz de hacer por sí misma. Esas figuras mesiánicas, populistas, demagógicas, arribistas, abundan por doquier, así como también abundan sus seguidores, quienes en muchos casos, viven con la idea quimérica de construir un futuro más digno, sin siquiera preocuparse por mejorar como personas y como ciudadanos…
Siempre he sostenido que el verdadero camino para la construcción de un mundo mejor, radica en la toma de conciencia de que sólo con la educación y el respeto a la vida (léase: pluralidad de pensamiento, respeto por la diversidad de culturas, razas, credos religiosos, toma de conciencia ecológica…) podremos rehacer o erigir un nuevo sistema de relaciones políticas y sociales, cuyos fundamentos esenciales sean la vida, la paz y la solidaridad; en suma, la confraternidad mundial con todas sus augustas consecuencias. A diario, muchas personas hablan o discuten, desde posiciones políticas radicalmente antagónicas, dejando de lado uno de los principios básicos para la convivencia humana: la tolerancia. La violencia engendra violencia. Antes de emitir una opinión, debemos ponernos en el zapato del otro; comprender que somos diferentes, y que precisamente gracias a esas diferencias, podemos llegar a ser una sociedad verdaderamente plural y democrática.
Sin embargo, en nuestras sociedades posmodernas, lo político se supedita, en muchos casos, a la elección de gobernantes, esperando que éstos logren hacer por la mayoría, lo que la mayoría no es capaz de hacer por sí misma. Esas figuras mesiánicas, populistas, demagógicas, arribistas, abundan por doquier, así como también abundan sus seguidores, quienes en muchos casos, viven con la idea quimérica de construir un futuro más digno, sin siquiera preocuparse por mejorar como personas y como ciudadanos…
Siempre he sostenido que el verdadero camino para la construcción de un mundo mejor, radica en la toma de conciencia de que sólo con la educación y el respeto a la vida (léase: pluralidad de pensamiento, respeto por la diversidad de culturas, razas, credos religiosos, toma de conciencia ecológica…) podremos rehacer o erigir un nuevo sistema de relaciones políticas y sociales, cuyos fundamentos esenciales sean la vida, la paz y la solidaridad; en suma, la confraternidad mundial con todas sus augustas consecuencias. A diario, muchas personas hablan o discuten, desde posiciones políticas radicalmente antagónicas, dejando de lado uno de los principios básicos para la convivencia humana: la tolerancia. La violencia engendra violencia. Antes de emitir una opinión, debemos ponernos en el zapato del otro; comprender que somos diferentes, y que precisamente gracias a esas diferencias, podemos llegar a ser una sociedad verdaderamente plural y democrática.
domingo, 6 de septiembre de 2009
El camino de Delibes
Eran aproximadamente las dos de la tarde cuando llegamos a Valladolid, capital de la provincia Castilla y de León, ubicada en el centro de la Península Ibérica. Era una tarde soleada de agosto. Durante el trayecto que nos llevó de Salamanca a esta ciudad, Isidoro y yo, estuvimos rememorando las lecturas de Miguel Delibes, uno de los escritores españoles más importantes de las últimas décadas, admiración que hemos compartido por más de diez años.
En este sentido, era inevitable que habláramos de El Camino, la segunda obra de Delibes, publicada en 1950. En ésta, se narran las peripecias de unos preadolescentes que son testigos inermes de la transformación de su mundo rural. Esta progresiva pérdida se equipara al desvanecimiento ineluctable de la infancia, al hecho de tener que afrontar situaciones inesperadas, que de una manera profunda, cambiarán la vida del pueblo.
Delibes siempre ha sido considerado un escritor de raza, para quien la recreación literaria, es la recreación misma del ser humano, frente a los avatares que la vida le presenta como parte de su infinita evolución. Tal es el caso del protagonista de El Camino, Daniel, el mochuelo, a quien la realidad le impone una circunstancia ineludible: debe marchar a la ciudad a proseguir estudios de bachillerato. Este hecho implica para el púber de 11 años, abandonar el mundo provincial en el que ha despertado a la vida. Recodo de existencia en cuyos paisajes ha fraguado, junto a sus amigos, sus primeras aventuras, sus primeras alegrías y tristezas.
«En su viejo camastro de hierro», Daniel evoca sucesos, lugares y personas, que de una manera u otra, lo han acompañado hasta ese «día final» en que debe dejarlo todo para irse a la ciudad, a fin de estudiar y convertirse en un hombre de progreso, tal es el deseo de su padre. En este sentido, Delibes utiliza de manera acertada el recurso del flash back, yuxtaponiendo acciones del ayer con las de un presente en movimiento, que en la realidad literaria se materializa, desde la visión del protagonista, en la noche anterior a su partida del pueblo.
Con un lenguaje sobrio, entre culto y coloquial, según lo exija el discurso narrativo, el escritor nos presenta, en tercera persona, los acontecimientos que giran en torno a la vida de Daniel, el Mochuelo. Pequeñas historias, anécdotas, recuerdos, mitos callejeros que contextualizan la infancia y la primera adolescencia del protagonista, dotándolo de un carácter profundamente humano y universal. Todo sucede en un pequeño pueblo de Castilla, pero bien pudiera suceder en cualquier parte del mundo. Ese transitar violento de la infancia a la adolescencia, la incertidumbre ante la muerte, el descubrimiento de tabúes sexuales, la complicidad a toda costa, la traición, el miedo, el amor, constituyen los pilares esenciales de esta magnífica historia…
Son las 16 horas. Un sol sólido e intolerante se derrama sobre la ciudad. Cruzamos el viejo puente, las aguas del río Duero se deslizan serenamente, mientras algunos ciudadanos franceses fotografían en silencio el esplendor sutil que transita por las avenidas, calles y veredas de la majestuosa urbe. Uno de mis sueños era conocer la casa museo de Delibes, pero estaba cerrada. Al parecer estaban ampliando una de sus salas o algo así. Volvimos entonces sobre nuestros pasos, nos dirigimos a la plaza mayor, una plaza amarilla, quizá menos espectacular que la de Salamanca o Madrid. Entramos a un bar y nos bebimos varias cañas con sus respectivas “tapas” constituidas por pan, pulpo y una especie de vinagreta. Seguimos conversando acerca de la obra de Delibes. De que en 1999 recibió el Premio Nacional de Narrativa de España por su novela El hereje. Entre otras obras importantes de Miguel Delibes, encontramos: La sombra del ciprés es alargada (ganadora del premio Nadal de 1947), Los santos inocentes, Cinco horas con Mario, Señora de rojo sobre fondo gris, La hoja Roja, Diario de un cazador y Mi idolatrado hijo Sisí.
Ha pasado un año desde aquel inolvidable viaje. Estoy leyendo el Hereje y pienso volver a leer El Camino, a fin de reencontrarme con una historia que aunque es la de Daniel, bien pudiera haber sido la mía, con ese hálito de nostalgia y ensoñación que siempre logra enternecerme.
En este sentido, era inevitable que habláramos de El Camino, la segunda obra de Delibes, publicada en 1950. En ésta, se narran las peripecias de unos preadolescentes que son testigos inermes de la transformación de su mundo rural. Esta progresiva pérdida se equipara al desvanecimiento ineluctable de la infancia, al hecho de tener que afrontar situaciones inesperadas, que de una manera profunda, cambiarán la vida del pueblo.
Delibes siempre ha sido considerado un escritor de raza, para quien la recreación literaria, es la recreación misma del ser humano, frente a los avatares que la vida le presenta como parte de su infinita evolución. Tal es el caso del protagonista de El Camino, Daniel, el mochuelo, a quien la realidad le impone una circunstancia ineludible: debe marchar a la ciudad a proseguir estudios de bachillerato. Este hecho implica para el púber de 11 años, abandonar el mundo provincial en el que ha despertado a la vida. Recodo de existencia en cuyos paisajes ha fraguado, junto a sus amigos, sus primeras aventuras, sus primeras alegrías y tristezas.
«En su viejo camastro de hierro», Daniel evoca sucesos, lugares y personas, que de una manera u otra, lo han acompañado hasta ese «día final» en que debe dejarlo todo para irse a la ciudad, a fin de estudiar y convertirse en un hombre de progreso, tal es el deseo de su padre. En este sentido, Delibes utiliza de manera acertada el recurso del flash back, yuxtaponiendo acciones del ayer con las de un presente en movimiento, que en la realidad literaria se materializa, desde la visión del protagonista, en la noche anterior a su partida del pueblo.
Con un lenguaje sobrio, entre culto y coloquial, según lo exija el discurso narrativo, el escritor nos presenta, en tercera persona, los acontecimientos que giran en torno a la vida de Daniel, el Mochuelo. Pequeñas historias, anécdotas, recuerdos, mitos callejeros que contextualizan la infancia y la primera adolescencia del protagonista, dotándolo de un carácter profundamente humano y universal. Todo sucede en un pequeño pueblo de Castilla, pero bien pudiera suceder en cualquier parte del mundo. Ese transitar violento de la infancia a la adolescencia, la incertidumbre ante la muerte, el descubrimiento de tabúes sexuales, la complicidad a toda costa, la traición, el miedo, el amor, constituyen los pilares esenciales de esta magnífica historia…
Son las 16 horas. Un sol sólido e intolerante se derrama sobre la ciudad. Cruzamos el viejo puente, las aguas del río Duero se deslizan serenamente, mientras algunos ciudadanos franceses fotografían en silencio el esplendor sutil que transita por las avenidas, calles y veredas de la majestuosa urbe. Uno de mis sueños era conocer la casa museo de Delibes, pero estaba cerrada. Al parecer estaban ampliando una de sus salas o algo así. Volvimos entonces sobre nuestros pasos, nos dirigimos a la plaza mayor, una plaza amarilla, quizá menos espectacular que la de Salamanca o Madrid. Entramos a un bar y nos bebimos varias cañas con sus respectivas “tapas” constituidas por pan, pulpo y una especie de vinagreta. Seguimos conversando acerca de la obra de Delibes. De que en 1999 recibió el Premio Nacional de Narrativa de España por su novela El hereje. Entre otras obras importantes de Miguel Delibes, encontramos: La sombra del ciprés es alargada (ganadora del premio Nadal de 1947), Los santos inocentes, Cinco horas con Mario, Señora de rojo sobre fondo gris, La hoja Roja, Diario de un cazador y Mi idolatrado hijo Sisí.
Ha pasado un año desde aquel inolvidable viaje. Estoy leyendo el Hereje y pienso volver a leer El Camino, a fin de reencontrarme con una historia que aunque es la de Daniel, bien pudiera haber sido la mía, con ese hálito de nostalgia y ensoñación que siempre logra enternecerme.
martes, 18 de agosto de 2009
La viuda negra y sus procesos naturales
La muerte duele, y mucho, había escuchado repetir desde niña. También había escuchado que era peor para ellos. Que para las viudas negras la muerte era un proceso mucho más lento, condicionado por la vejez, aunque en algunos casos debido a ciertos accidentes, ésta solía aparecer de manera brusca y terrible, tal y como sucedió con la comadre Gertrudis, que fue arrollada por un carro como a las tres de la madrugada. Al otro día, sus despojos constituían un cromo amorfo, oscuro y sanguinolento, adherido torpemente a la raya de la carretera.
Hacía dos semanas que había cumplido los tres años. Los achaques de la edad la habían llevado de modo progresivo a un estado deplorable. A estas alturas, no vivía; sobrevivía. Ya sus patas habían perdido flexibilidad, su veneno era ahora un líquido pobre en toxinas, ya no miraba como antes; en fin, la vieja viuda era un cadáver en vida. De pronto recordó a sus maridos, a esos amores destinados a una muerte ilógica luego de hacer el amor frenéticamente en un ovillo de patas, líquidos, temblores y ruidos ahogados. No pudo evitar un profundo sollozo. Luego se acercó con sigilo al espejo y entonces se dio cuenta de toda la verdad: que ya no era el reflejo que se dibujaba frente a ella, que no eran sus redondeces ni sus formas audaces, que su culo estaba fláccido y triste, que el esplendor de su mirada había quedado atrás, y que sólo la muerte vibraba tras aquella sustancia, tras aquella sombra miope y sin fuerzas, que no había remedio, que su hora se acercaba, como los veranos o las lluvias del sur.
Hacía dos semanas que había cumplido los tres años. Los achaques de la edad la habían llevado de modo progresivo a un estado deplorable. A estas alturas, no vivía; sobrevivía. Ya sus patas habían perdido flexibilidad, su veneno era ahora un líquido pobre en toxinas, ya no miraba como antes; en fin, la vieja viuda era un cadáver en vida. De pronto recordó a sus maridos, a esos amores destinados a una muerte ilógica luego de hacer el amor frenéticamente en un ovillo de patas, líquidos, temblores y ruidos ahogados. No pudo evitar un profundo sollozo. Luego se acercó con sigilo al espejo y entonces se dio cuenta de toda la verdad: que ya no era el reflejo que se dibujaba frente a ella, que no eran sus redondeces ni sus formas audaces, que su culo estaba fláccido y triste, que el esplendor de su mirada había quedado atrás, y que sólo la muerte vibraba tras aquella sustancia, tras aquella sombra miope y sin fuerzas, que no había remedio, que su hora se acercaba, como los veranos o las lluvias del sur.
jueves, 30 de julio de 2009
La viuda negra y sus artes amatorias
José Luis, un solterón de la avenida Los cipreses, estaba locamente enamorado de Argelia (como se imaginarán, era la viuda más buenota del barrio: la de las patas más largas y armoniosas; la del culo más jugoso y coqueto…). Sin embargo, ese amor, esa pasión desbordada, no era correspondida. De hecho, no era más que una ilusión, tejida azarosamente, en la cabecita de nuestro infeliz arácnido.
Una mañana, en medio de las sobras de la noche, la adorada se desplazaba con sigilo detrás de Rafael, una joven araña que aún no había cambiado de vestido, y a quien la voraz culona tenía en la mira desde hacía tiempo. El viejo José Luis, por su parte, trepaba por una calle solitaria, con los ojos encharcados de tristeza…
Una mañana, en medio de las sobras de la noche, la adorada se desplazaba con sigilo detrás de Rafael, una joven araña que aún no había cambiado de vestido, y a quien la voraz culona tenía en la mira desde hacía tiempo. El viejo José Luis, por su parte, trepaba por una calle solitaria, con los ojos encharcados de tristeza…
jueves, 23 de julio de 2009
La viuda negra y sus lecciones de vida
―Las arañas son malas… muy malas… ―explicaba miss Taylor, con voz grave y temblorosa.
Por su parte, los alumnos se miraban uno a otro con los minúsculos ojos encharcados de espanto. Entonces se imaginaban las patas de la maestra rodeando sus cuellitos, estrangulándolos, perforando sus cuerpecillos de arácnidos adolescentes…
Por su parte, los alumnos se miraban uno a otro con los minúsculos ojos encharcados de espanto. Entonces se imaginaban las patas de la maestra rodeando sus cuellitos, estrangulándolos, perforando sus cuerpecillos de arácnidos adolescentes…
domingo, 19 de julio de 2009
Viuda negra
«Cómo duele amarte...» dijo, con un hilo de voz.
Entre tanto, ella lo miraba con ojos enrojecidos, pensando en llegar a casa, retirarse los ocho zapatitos nuevos y echarse a dormir...
Entre tanto, ella lo miraba con ojos enrojecidos, pensando en llegar a casa, retirarse los ocho zapatitos nuevos y echarse a dormir...
sábado, 11 de julio de 2009
muchas gracias...
Quiero agradecerle por aquel instante tenaz y profundo en que nos olvidamos de la infinitud de la muerte y nos entregamos a aquello que supusimos luminoso, eterno. Quiero recomenzar sin tener que sentirla tan mía a pesar de la ausencia, lejano para siempre de su boca y de su pelo, de ese gesto de vaga incertidumbre de su cuerpo en la intemperie, de aquella desazón creciente de sentirnos tan solos, de todo ese sabor a fiesta y a melancolía de su talle, de sus manos, de la borrasca de su respiración como contenida en el oscuro bosque de su pecho, del calor profuso de su vientre…Quiero agradecerle por aquello que fuimos, por lo que pudimos llegar a ser, ahora que navego entre aguas oscuras y un sol desconocido ilumina mi rostro…
miércoles, 8 de julio de 2009
Corazón en Sí Mayor
Así llegó a nuestras vidas. Recuerdo su barba espesa y su cabello largo, tal vez inadecuado para un hombre de su edad. Al principio, creíamos que era algún tío lejano, que regresaba a reencontrarse con mamá. A los dos días, sin embargo, lo fuimos comprendiendo todo, tejiendo los hilos de frases que, subrepticiamente, danzaban entre sus conversaciones.
Su nombre era: Juan Carlos Figueroa. De joven, había sido el músico del pueblo. Un ser educado e introvertido, que solía dirigir con gran talento el coro de la iglesia. Para ese entonces, mamá pertenecía al grupo juvenil Amor y Paz. Allí se conocieron. Mi madre quedó prendada de su caballerosidad, de su inteligencia, de su aspecto de guerrillero desvalido, de su ternura poco común entre la gente de San Rafael, que así se llamaba nuestro pueblo.
A los veintitrés años recién cumplidos se marchó a Caracas a estudiar en el Conservatorio Nacional. Un adiós necesario, sin escenitas románticas, sin promesas. A pesar de que entre aquellos jóvenes provincianos no había una relación formalmente establecida, para nadie era un secreto que algo los unía, más allá de la amistad. Al cabo, algunos se compadecieron de la tristeza de la muchacha y quisieron aprovechar la oportunidad para acercarse a ese corazón, sutilmente golpeado por el destino. Entre esos, Gerardo Bolaño, mi papá.
El joven Figueroa triunfó en la música, como quizá ni él mismo lo hubiera imaginado. Era habitual que su nombre y su imagen figuraran en la prensa de la época. Dando entrevistas, antes o después de viajar al exterior, en representación del país. Aunque en los primeros años de su ascendente carrera profesional visitaba a su familia, sobre todo en diciembre o en Semana Santa, luego no se le volvió a ver por el pueblo. De hecho, al cabo de unos cuantos años, su familia completa se mudó a la capital. Entre tanto, ya había nacido María Esther, mi hermana mayor.
A tres años de la partida de Figueroa, mis padres se casaron. Fue una ceremonia sencilla. A partir de entonces, se dedicaron a construir un hogar, a punta de cariño, comprensión y mucha tolerancia. Al pasar del tiempo, la familia Bolaño-Méndez se embarcó en el velero de la tranquilidad y la vida en común. Aunque papá solía ser un poco agrio con nosotros en cuanto a la demostración de sus sentimientos, igual lo queríamos, así como también estábamos seguros de su amor. Pero hubo un momento en que el velero comenzó a perderse en un mar de contradicciones. Papá comenzó a beber casi todos los fines de semana. Llegaba borracho en la madrugada y nos despertaba a todos, gritando cosas que al principio nos parecían incoherencias, pero que luego fuimos entendiendo. Así comenzó el fin de lo que nunca fue. Por otra parte, estaba su trabajo. Mi padre era chofer de una empresa de transporte pesado. Solía viajar por todo el país. Esa era la razón de sus largas ausencias. Tal vez esta circunstancia aceleró lo inminente; lo que la gente murmuraba a nuestras espaldas: la separación definitiva de mis padres.
Luego la gota que derramó el vaso: papá descubrió los recortes de prensa. Entonces estalló la casa. Mamá pidió perdón, dijo que las cosas no eran como él imaginaba. Pero éste no escuchó razones y se fue para siempre, sin despedirse de nosotros. Ella guardaba la esperanza de que las cosas volvieran a su cause; de que el velero continuara su ruta, mas, para su desgracia, todo llegaba a su fin.
Al cabo de dos meses de la partida de papá, se corrió el rumor de que Juan Carlos Figueroa retornaría al pueblo a vender la casa de sus padres. Ese día, mamá se sentó antes de las cuatro en su mecedora para esperar a papá, como siempre que éste salía de viaje, con un Juan Carlos veinteañero y sonriente, apretujado contra su pecho…
Y entonces alguien, tocó a la puerta…
Su nombre era: Juan Carlos Figueroa. De joven, había sido el músico del pueblo. Un ser educado e introvertido, que solía dirigir con gran talento el coro de la iglesia. Para ese entonces, mamá pertenecía al grupo juvenil Amor y Paz. Allí se conocieron. Mi madre quedó prendada de su caballerosidad, de su inteligencia, de su aspecto de guerrillero desvalido, de su ternura poco común entre la gente de San Rafael, que así se llamaba nuestro pueblo.
A los veintitrés años recién cumplidos se marchó a Caracas a estudiar en el Conservatorio Nacional. Un adiós necesario, sin escenitas románticas, sin promesas. A pesar de que entre aquellos jóvenes provincianos no había una relación formalmente establecida, para nadie era un secreto que algo los unía, más allá de la amistad. Al cabo, algunos se compadecieron de la tristeza de la muchacha y quisieron aprovechar la oportunidad para acercarse a ese corazón, sutilmente golpeado por el destino. Entre esos, Gerardo Bolaño, mi papá.
El joven Figueroa triunfó en la música, como quizá ni él mismo lo hubiera imaginado. Era habitual que su nombre y su imagen figuraran en la prensa de la época. Dando entrevistas, antes o después de viajar al exterior, en representación del país. Aunque en los primeros años de su ascendente carrera profesional visitaba a su familia, sobre todo en diciembre o en Semana Santa, luego no se le volvió a ver por el pueblo. De hecho, al cabo de unos cuantos años, su familia completa se mudó a la capital. Entre tanto, ya había nacido María Esther, mi hermana mayor.
A tres años de la partida de Figueroa, mis padres se casaron. Fue una ceremonia sencilla. A partir de entonces, se dedicaron a construir un hogar, a punta de cariño, comprensión y mucha tolerancia. Al pasar del tiempo, la familia Bolaño-Méndez se embarcó en el velero de la tranquilidad y la vida en común. Aunque papá solía ser un poco agrio con nosotros en cuanto a la demostración de sus sentimientos, igual lo queríamos, así como también estábamos seguros de su amor. Pero hubo un momento en que el velero comenzó a perderse en un mar de contradicciones. Papá comenzó a beber casi todos los fines de semana. Llegaba borracho en la madrugada y nos despertaba a todos, gritando cosas que al principio nos parecían incoherencias, pero que luego fuimos entendiendo. Así comenzó el fin de lo que nunca fue. Por otra parte, estaba su trabajo. Mi padre era chofer de una empresa de transporte pesado. Solía viajar por todo el país. Esa era la razón de sus largas ausencias. Tal vez esta circunstancia aceleró lo inminente; lo que la gente murmuraba a nuestras espaldas: la separación definitiva de mis padres.
Luego la gota que derramó el vaso: papá descubrió los recortes de prensa. Entonces estalló la casa. Mamá pidió perdón, dijo que las cosas no eran como él imaginaba. Pero éste no escuchó razones y se fue para siempre, sin despedirse de nosotros. Ella guardaba la esperanza de que las cosas volvieran a su cause; de que el velero continuara su ruta, mas, para su desgracia, todo llegaba a su fin.
Al cabo de dos meses de la partida de papá, se corrió el rumor de que Juan Carlos Figueroa retornaría al pueblo a vender la casa de sus padres. Ese día, mamá se sentó antes de las cuatro en su mecedora para esperar a papá, como siempre que éste salía de viaje, con un Juan Carlos veinteañero y sonriente, apretujado contra su pecho…
Y entonces alguien, tocó a la puerta…
jueves, 21 de mayo de 2009
Retrato de familia
Guillermo y Lucía regresaban del cine. A los lejos se perdían las luces de la ciudad. El twingo 2002, se deslizaba por la carretera vieja a 90 kilómetros por hora. Habían disfrutado la película en silencio. Al momento del desenlace, cuando la trama los había envuelto por completo, y el abrazo final de los protagonistas los enterneció inevitablemente, ella rozó sus manos con dedos infantiles, temblorosos. Él no se inmutó y fingió indiferencia.
Esa tarde, habían decidido recordar los viejos tiempos. Las horas consumidas entre destellos de alcohol y sobresalto. Entonces Esteban, Maribel, Yeniferd, Jorge luis y los otros, componían el corro de amigos que siempre estaban dispuestos a una nueva rumba, a un nuevo escándalo callejero. Las escapadas para la playa los fines de semana. La locura de una juventud que encontraba en la ciudad y sus alrededores, el contexto idóneo para desatar su desenfreno, y vagar, enardecidamente, en pos de una felicidad caduca y pasajera.
—¿Y qué te pareció la película?
—Bien —dijo ella, dándole la espalda; calentando la cena en el horno microondas.
Al rato, se encuentran en el viejo comedor. Él pensando en el final de la película, tal vez un tanto trillado, para una cinta de ocho oscares. Ella, de cuando en cuando, le lanza una mirada profunda y soslayada, como queriendo descifrar lo que palpita más allá de ese rostro aindiado y mustio, como queriendo encontrar las respuestas a tantas preguntas tejidas en noches eternas, con las fibras más delgadas de la duda y el dolor.
—¿Quieres más?
—No, gracias. Está bien así…
—Ah, bueno…
Desde que pasó a ser el encargado de la nota cultural, había vuelto a leer como antes, como cuando soñaba con ser escritor. Entonces, la sombra de García Márquez no lo dejaba en paz. Todo lo que escribía revelaba el sello indiscutible del creador de Macondo. No tuvo otro remedio que dedicarse de lleno a su trabajo como redactor de noticias en un diario local. Los planes de viajar a París, de vivir en París, no pasaron de ser meras ensoñaciones juveniles. Luego vino el matrimonio, las diligencias para lo de la casa, las deudas… ¡Y hasta nunca señor escritor…!
Lucía a veces se sentía culpable. Aunque él jamás se lo reprochara, por lo menos no de manera abierta, ella parecía comprender la razón de sus bruscos cambios de actitud. Pero jamás se atrevía a encarar la situación, dejando que el tiempo hiciera su trabajo. Por otro lado, estaba lo de su esterilidad. Él siempre le decía que tranquila, que no hay problema, sin embargo ella notaba, de cuando en cuando, una mínima veta de rencor en el fondo de sus ojos oscuros.
Luego de la cena, Lucía se sienta a ver televisión. Él, por su parte, se dirige a su despacho, a terminar una novela de Villoro. De pronto, comenzó a llover. Primero de manera leve, luego en ráfagas que abatían sin clemencia los ventanales de la casa.
Al poco rato, ella se asomó al despacho y le dijo que se iba a dormir. Él la despidió con una breve sonrisa, y regresó de inmediato a un pasillo cualquiera, en donde el protagonista se encontraba a Melanie, con una toalla en la cabeza, recién salida del baño...
Era casi medianoche, cuando Guillermo llegó a la habitación. Su mujer estaba acostada, con la luz del velador encendida. Éste se dirigió al cuarto de baño, orinó, se cepillo los dientes cuidadosamente, sin afán. De repente, se concentró en el espejo, y sólo así, en ese momento, enfrentado con su propia imagen, lejos del mundo, pudo darse cuenta de la realidad: «Qué he hecho con mi vida, Dios mío...» se dijo. Mientras allá afuera, en la gran cama matrimonial, Lucía, luego de un llanto ahogado, fingía dormir.
Esa tarde, habían decidido recordar los viejos tiempos. Las horas consumidas entre destellos de alcohol y sobresalto. Entonces Esteban, Maribel, Yeniferd, Jorge luis y los otros, componían el corro de amigos que siempre estaban dispuestos a una nueva rumba, a un nuevo escándalo callejero. Las escapadas para la playa los fines de semana. La locura de una juventud que encontraba en la ciudad y sus alrededores, el contexto idóneo para desatar su desenfreno, y vagar, enardecidamente, en pos de una felicidad caduca y pasajera.
—¿Y qué te pareció la película?
—Bien —dijo ella, dándole la espalda; calentando la cena en el horno microondas.
Al rato, se encuentran en el viejo comedor. Él pensando en el final de la película, tal vez un tanto trillado, para una cinta de ocho oscares. Ella, de cuando en cuando, le lanza una mirada profunda y soslayada, como queriendo descifrar lo que palpita más allá de ese rostro aindiado y mustio, como queriendo encontrar las respuestas a tantas preguntas tejidas en noches eternas, con las fibras más delgadas de la duda y el dolor.
—¿Quieres más?
—No, gracias. Está bien así…
—Ah, bueno…
Desde que pasó a ser el encargado de la nota cultural, había vuelto a leer como antes, como cuando soñaba con ser escritor. Entonces, la sombra de García Márquez no lo dejaba en paz. Todo lo que escribía revelaba el sello indiscutible del creador de Macondo. No tuvo otro remedio que dedicarse de lleno a su trabajo como redactor de noticias en un diario local. Los planes de viajar a París, de vivir en París, no pasaron de ser meras ensoñaciones juveniles. Luego vino el matrimonio, las diligencias para lo de la casa, las deudas… ¡Y hasta nunca señor escritor…!
Lucía a veces se sentía culpable. Aunque él jamás se lo reprochara, por lo menos no de manera abierta, ella parecía comprender la razón de sus bruscos cambios de actitud. Pero jamás se atrevía a encarar la situación, dejando que el tiempo hiciera su trabajo. Por otro lado, estaba lo de su esterilidad. Él siempre le decía que tranquila, que no hay problema, sin embargo ella notaba, de cuando en cuando, una mínima veta de rencor en el fondo de sus ojos oscuros.
Luego de la cena, Lucía se sienta a ver televisión. Él, por su parte, se dirige a su despacho, a terminar una novela de Villoro. De pronto, comenzó a llover. Primero de manera leve, luego en ráfagas que abatían sin clemencia los ventanales de la casa.
Al poco rato, ella se asomó al despacho y le dijo que se iba a dormir. Él la despidió con una breve sonrisa, y regresó de inmediato a un pasillo cualquiera, en donde el protagonista se encontraba a Melanie, con una toalla en la cabeza, recién salida del baño...
Era casi medianoche, cuando Guillermo llegó a la habitación. Su mujer estaba acostada, con la luz del velador encendida. Éste se dirigió al cuarto de baño, orinó, se cepillo los dientes cuidadosamente, sin afán. De repente, se concentró en el espejo, y sólo así, en ese momento, enfrentado con su propia imagen, lejos del mundo, pudo darse cuenta de la realidad: «Qué he hecho con mi vida, Dios mío...» se dijo. Mientras allá afuera, en la gran cama matrimonial, Lucía, luego de un llanto ahogado, fingía dormir.
jueves, 7 de mayo de 2009
Adrián
Adrián miró por enésima vez la foto de sus padres. Afuera, la lluvia persistía. Apenas arribó al microbús que lo conduciría a la ciudad de San Cristóbal, apagó el celular. Entonces se imagina a la señora Cristina como loca, marcando su número una y otra vez. La ve sentándose con premura, colocando luego la cabeza entre las manos, como si sollozara. Y pensar que hace menos de dos años hacía el mismo recorrido, pero en el Fiat del señor Arturo. En esa ocasión, como cada domingo de fútbol, se dirigían al polideportivo. Ese día, jugaba El Deportivo Táchira contra el Caracas Fútbol Club. Pérez-Greco marcó dos golazos que enloquecieron a las graderías. Fue una tarde estupenda. El señor Arturo estaba feliz, radiante, pero de pronto todo cambio. Entonces el doctor le dio de alta al cabo de dos horas. «Le aconsejo que se interne de ser posible la próxima semana, y se haga un buen chequeo» dijo el doctor, con voz impersonal.
―Niño, su pasaje, por favor…
―tome, señor…
Debido a la lluvia, el tráfico estaba pesado. En consecuencia, el viaje se hacía eterno, tedioso. Adrián volvió a la realidad y una desazón extraña lo invadió por completo. Se percató de que casi no traía dinero consigo. Además no había llamado a nadie. Llevaba en su ropa el olor de Esteban; ese olor a biberón y a aceite Mennen y a sudor infantil, que lo hizo pensar en muchas cosas, que lo sumergió nuevamente en el lago sin fondo de sus recuerdos… Entonces pensó en su padre. En cómo hubiera actuado el señor Arturo, ante la presencia de Esteban, su hermanastro.
Dos semanas después de aquel partido de fútbol, el señor Arturo, atendiendo el consejo del doctor, se hizo un chequeo general: problemas del corazón. Reposo. Tratamiento facultativo severo. Dieta estricta… Pero de nada sirvieron los cuidados amorosos y las caminatas apacibles al final de cada tarde…
La lluvia se ha calmado. Dentro de pocos minutos el microbús número 14 de la línea extra-urbana El Piñal-San Cristóbal, estará llegando al terminal de pasajeros. Adrián siente un poco de frío. Tose. A su lado una señora gorda, morena, lo mira desdeñosamente y parece murmurar algo. Son casi las seis de la tarde. «¿Y ahora qué hago, Dios mío?», se pregunta a sí mismo, mientras aparecen en el horizonte los primeros edificios de la ciudad.
«Todo fue culpa de ella», piensa… « ¿Por qué tuvo que olvidarse de papá? ¿Por qué?». Meses después de la muerte de su padre, Adrián supo lo del señor Ricardo, el nuevo novio de mamá. Aunque ella le explicó todo de una manera franca y cariñosa, él sintió mucha rabia; no se podía resignar a lo que estaba pasando… Su abuela le decía que así era la vida; que su madre aún era joven y hermosa y se merecía otra oportunidad. Pero el chico no accedía a tales planteamientos. Sólo pensaba en el señor Arturo y en la dicha que jamás volvería a tener…Estaba harto de escuchar un vallenato que el conductor había repetido varias veces. Revisó nuevamente el bolso, está seguro de haber metido el MP3, mas no lo encuentra.
―Adrián, cuida bien al niño… Nosotros vamos al mercado… Volvemos pronto…
―Está bien, mamita… Bendición
El niño dormía como un gatito entre las sábanas, pero de pronto comenzó a llorar y a llorar. Adrián no podía ver la televisión con tranquilidad. Se levantó sigilosamente, se aproximó a la cuna de Esteban… Lo tomó entre sus brazos. Se acercó a la ventana. Un cúmulo de nubes invadía lentamente el ámbito del pueblo. Iban a ser las cuatro y media…
Adrián atraviesa el pasillo que lo conduce a la salida del terminal. Camina como por inercia, silencioso, abstraído. A unos 60 kilómetros de allí, y justo en ese momento, la señora Cristina caía en shock, mientras el señor Ricardo zarandeaba el cuerpito de Esteban, tocado por la terrible certidumbre de que en esta vida todo es posible…
―Niño, su pasaje, por favor…
―tome, señor…
Debido a la lluvia, el tráfico estaba pesado. En consecuencia, el viaje se hacía eterno, tedioso. Adrián volvió a la realidad y una desazón extraña lo invadió por completo. Se percató de que casi no traía dinero consigo. Además no había llamado a nadie. Llevaba en su ropa el olor de Esteban; ese olor a biberón y a aceite Mennen y a sudor infantil, que lo hizo pensar en muchas cosas, que lo sumergió nuevamente en el lago sin fondo de sus recuerdos… Entonces pensó en su padre. En cómo hubiera actuado el señor Arturo, ante la presencia de Esteban, su hermanastro.
Dos semanas después de aquel partido de fútbol, el señor Arturo, atendiendo el consejo del doctor, se hizo un chequeo general: problemas del corazón. Reposo. Tratamiento facultativo severo. Dieta estricta… Pero de nada sirvieron los cuidados amorosos y las caminatas apacibles al final de cada tarde…
La lluvia se ha calmado. Dentro de pocos minutos el microbús número 14 de la línea extra-urbana El Piñal-San Cristóbal, estará llegando al terminal de pasajeros. Adrián siente un poco de frío. Tose. A su lado una señora gorda, morena, lo mira desdeñosamente y parece murmurar algo. Son casi las seis de la tarde. «¿Y ahora qué hago, Dios mío?», se pregunta a sí mismo, mientras aparecen en el horizonte los primeros edificios de la ciudad.
«Todo fue culpa de ella», piensa… « ¿Por qué tuvo que olvidarse de papá? ¿Por qué?». Meses después de la muerte de su padre, Adrián supo lo del señor Ricardo, el nuevo novio de mamá. Aunque ella le explicó todo de una manera franca y cariñosa, él sintió mucha rabia; no se podía resignar a lo que estaba pasando… Su abuela le decía que así era la vida; que su madre aún era joven y hermosa y se merecía otra oportunidad. Pero el chico no accedía a tales planteamientos. Sólo pensaba en el señor Arturo y en la dicha que jamás volvería a tener…Estaba harto de escuchar un vallenato que el conductor había repetido varias veces. Revisó nuevamente el bolso, está seguro de haber metido el MP3, mas no lo encuentra.
―Adrián, cuida bien al niño… Nosotros vamos al mercado… Volvemos pronto…
―Está bien, mamita… Bendición
El niño dormía como un gatito entre las sábanas, pero de pronto comenzó a llorar y a llorar. Adrián no podía ver la televisión con tranquilidad. Se levantó sigilosamente, se aproximó a la cuna de Esteban… Lo tomó entre sus brazos. Se acercó a la ventana. Un cúmulo de nubes invadía lentamente el ámbito del pueblo. Iban a ser las cuatro y media…
Adrián atraviesa el pasillo que lo conduce a la salida del terminal. Camina como por inercia, silencioso, abstraído. A unos 60 kilómetros de allí, y justo en ese momento, la señora Cristina caía en shock, mientras el señor Ricardo zarandeaba el cuerpito de Esteban, tocado por la terrible certidumbre de que en esta vida todo es posible…
sábado, 18 de abril de 2009
aquella desazón...
Tal vez no seamos el uno para el otro,
como en aquella fábula.
Tal vez, usted sea la señora que siempre quiso ser.
Ahora
le ahorré las palabras que sus ojos no quieren ahorrar,
que navegan en el océano
sin fin de su mirada
y seguiré la ruta que conozco
buscando aquel corazón que jamás será mío,
aquella desazón que le pertenece…
como en aquella fábula.
Tal vez, usted sea la señora que siempre quiso ser.
Ahora
le ahorré las palabras que sus ojos no quieren ahorrar,
que navegan en el océano
sin fin de su mirada
y seguiré la ruta que conozco
buscando aquel corazón que jamás será mío,
aquella desazón que le pertenece…
miércoles, 1 de abril de 2009
Guardo una foto borrosa...
Guardo una foto borrosa. Un pétalo de papel viejo. Un collar de piedras araucarias. Un retrato en carboncillo de García Márquez. Un long play de Montaner. Un pañuelo que contiene los vestigios de su llanto. Un gato con Cortázar sobre la mesa de trabajo. Un imán. Un librito de poemas Borgianos. Humedad y sobresalto en la mirada. Temblor. Latidos sobrios y tristes. Recuerdos. Besos. Humaredas. Ensoñación. Una postal de Salamanca. Un poco de ella en los confines...su mirada en el horizonte de la pena. Su adiós de servilleta y raciocinio. Su mano transfigurada y torpe. Ella, la clandestina. Ella, marea y oquedad... Candor y desenfado.
domingo, 22 de marzo de 2009
Los lobos también lloran
Deseaba tener una habitación limpia e individual, una cama muy blanca, un lavabo resplandeciente, una mesa con una lámpara de luz suave. Pero debía matar a alguien. Ese era el precio a pagar. Lo supo desde la mañana en que recibió aquel mensaje de texto, en el cual un compañero le comunicaba que el jefe lo quería ver. Ahora no tenía escapatoria. Como siempre, el destino le fraguaba una nueva trampa, una disyuntiva vital e ineludible: o era él o era Leonardo.
—Estamos haciendo limpieza, lobito. Sé que es algo difícil para ti, pero tienes que hacerlo…
Algún día le va a tocar a usted, pensó, mirando con desdén la obesa figura del jefe. Se despidió con displicencia. Afuera lo aguardaba la ciudad. Quería darse un respiro: vagar por el barrio en busca de ese paréntesis de libertad que jamás sería suyo, de esa tranquilidad de parques y plazuelas, de palomas que vuelan y niños que danzan al compás de la tarde. Sería inevitable evocar los tiempos buenos, la infancia compartida, la ronda de juegos y canciones: sus voces repitiendo al unísono el coro de cantos ya lejanos, perdidos en el ajetreo y la maraña sin fin de un presente vano, absurdo.
Al cabo de unas horas, se encontraron en el restaurante de la calle Los Agustinos. Pidieron cervezas. Leonardo comentó que al fin había apartado la moto. El lobo, por su parte, suspiró. Escuchaba taciturno la voz dulce de aquel niño que ya era un hombre. Entonces los dos niños corriendo y jugando bajo la lluvia, sin importarles nada, salvo la alegría de vivir. Le dijo que la moto llegaría pronto, que según el propietario del negocio, en una o dos semanas estaría recorriendo las calles del barrio montado sobre su potro de hierro. El lobo rió, con una sonrisa sincera, triste.
Se acercaba la hora. Debía seguir las instrucciones al pie de la letra. Pensó en su hija, en la niña de sus ojos, y en Patricia, su mujer. Pero también en su madre, seguramente se derrumbaría, la pobre; sería para ella toda una desgracia. ¡Al fin, hermano, voy a tener mi propia moto! Los dos niños regresando de la escuela, tirándose piedras, jugando a los policías y ladrones…Ahora no tengo que estar jalándole bolas a nadie, hermanito…
—Al amanecer debe estar listo el trabajo, lobito…Y entonces tendrás el apartamento para ti solo, y mucho más dinero que ahora; para tu mujercita y tu niña… ¿Qué te parece?
Al filo de la madrugada, recordaron aquella vez que el viejo los castigó severamente por haber robado pan de la alacena. Rieron a carcajadas; compartieron anécdotas con algunos vecinos. Entonces dos cervezas más y el corazón palpitando extrañamente, y la voz de Leonardo un tanto trabada, los ojos radiantes entre las nubes de humo, al fin voy a tener mi propia moto, carajo; al fin voy a ser tratado con respeto, sí señor…
El lobo se puso de pie, tambaleante, y entonces se dirigió al baño. Leonardo lo siguió. Los mesoneros y los pocos vecinos que aún se encontraban en el local se estremecieron con las sorpresivas detonaciones. Al cabo, el hombre emergió de entre las sombras, con el arma en la mano; se detuvo por unos instantes frente a la mirada de los presentes, arrojó el arma al piso, tomó las llaves de la mesa. Luego se dirigió al traspatio, se colocó el casco con premura, encendió la moto, arrancó violentamente: los ojos brillantes, las lágrimas perdiéndose en los confines de un rostro joven y hermoso, la cabeza erguida en pos del horizonte… Mientras el lobo dejaba de existir, Leonardo anhelaba ese nuevo amanecer que borrara por completo las últimas cenizas de la noche.
miércoles, 18 de marzo de 2009
Bajo una lluvia de malva y gris
Frente a una pantalla samsung voy meditando sobre ciertas circunstancias de las que debería alejarme. No es sólo huir por huir. Es algo más que quedarme de brazos cruzados, mientras allá afuera, la vida prosigue su camino. Sé que debo deslindar las causas y los efectos de aquello que marca lo que soy. Repito, la huída ha de ser lo más sensata y transparente posible, como quien se baña, se viste con su mejor vestido, se peina meticulosamente y ejerce sus quehaceres sin ningún otro atributo que el hecho de vivir, sin ataduras ni penas, sin subterfugios ni sueños, porque allá afuera la vida prosigue su eventual camino...
lunes, 9 de marzo de 2009
Te espero a las tres
En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.
Julio Cortázar
Llegué tarde a la estación. Veinticinco minutos para las tres. Isabel me espera en el lugar de costumbre. Imagino la tenue pulsación, los brazaletes y demás abalorios danzando al abrigo de sus mejillas y sus cabellos. Debe estar concentrada en el libro de Allan Poe, como si no hubiese nadie a su alrededor y la gente la mirará de pronto y pensará qué chica tan guapa, tan estudiosa, y tus ojos siguiendo la línea del renglón como si nada, imaginando calles oscuras, noches inquietantes, aves de mirada enlutada y misteriosa… La verdad es que no hay tanto bululú como esperaba: al parecer los estudiantes ya se han calmado, el gobierno ha cedido un poco, la ciudad retoma su ritmo habitual, aunque aún muchos prefieren quedarse resguardados en sus casas. Por eso cuando me preguntaste que qué tal lo de la marcha y los enfrentamientos, te dije que tranquila y entonces convenimos, como siempre. Ni caos, ni marchas, ni siquiera un posible toque de queda, podrían evitar el encuentro. Cuando ya iba llegando a la parada de la buseta que me traería a la estación, me acordé del libro. Cónchale, me tomé la parte posterior de la cabeza, miré el reloj, ni modo, tuve que volver sobre mis pasos. Por eso llegué tarde, son las tres menos veinte…
Mientras esperaba en el andén, un señor me comentó que algunos estudiantes del Pedagógico habían decidido dirigirse a Miraflores: joven, la cosa se va a poner peluda, yo que le digo. Destellaron extrañamente sus ojos temblorosos detrás de unos anteojos culo de botella. En esas llegó el tren. Aquí vamos, me dije, y apreté el librito, por si acaso. Ya sentado, recordé cuando me leíste al oído un poema de Cortázar. Para ese entonces, el único escritor que existía para ti era Cortázar… que si Cortázar por aquí, que si Cortázar por allá. Una noche duraste hasta las tres de la mañana explorando el youtube, en busca de vídeos donde apareciera el escritor argentino. No creas que Neyda no me lo comentó. En fin, te volviste más cortazariana que el mismo Cortázar. Por eso te compré este libro. Creo que falta en tu colección. Y tranquila, que no lo voy a hojear hasta que estemos juntos. Aunque me parezca exagerado que creas tanto en lo que escribió tu querido Julio. Además, no estamos en Escocia…
Dentro del vagón, algunas personas comentaban que nuevamente los estudiantes habían salido a protestar. Entonces es cierto lo que me había dicho el señor, pensé. Abrí el libro, leí las primeras líneas, lo cerré de nuevo. Luego revisé el celular, eran las dos y cincuenta y cinco. Le escribí a Isabel. Te escribí: te amo, mi osita. Unos días antes me pediste que te llamara así, no sé por qué… Y pensar que ya íbamos a cumplir tres años de novios, bueno, eso suena a eufemismo barato, pues una semana después de empatarnos, estuvimos juntos, ¿te acuerdas, mi osita? Quedan dos paradas. No sé por qué cuando viajo en el metro me pongo a pensar en ciertas cosas de la vida, como en la muerte, o en el destino de las personas que viajan a mi alrededor. Tú me dices que eso es filosofar, yo digo que quién sabe…
Una estación menos, una estación más, pienso (filosofo, dirías tú). Al parecer la cosa está tensa allá arriba. Algunas señoras entraron al vagón como si escaparan de una explosión o algo así. Se les ve agitadas, hablan entrecortadamente; una que otra sonríe, con una sonrisa nerviosa; otras respiran como peces fuera del agua, como si un doctor les dijera: así, señoras, eso es, respiren profundo… Entonces me llega tu mensaje de texto: que me cuide, que parece que hay problemas en el centro… cualquier cosa me llamas, estoy sin saldo… Sé que me traes un libro; no se te ocurra hojearlo… Entiendo, mi amor. Tranquila. Nos vemos. Besos.
Estación Sabana Grande. Dos minutos para las tres. La tranquilidad de Propatria contrasta con el barullo que encuentro en este sector de la ciudad. Subo rápidamente. Gente corriendo de un lado a otro del boulevard. Gritos, bocinazos, humo, mucho humo, gas lacrimógeno, y entonces el celular, un número extraño, tu voz al otro lado, tu voz de giros temblorosos, tu voz aterciopelada y aguda, que tuviera cuidado mi amor, que mejor no nos vemos hoy, que por favor me cuidara, entonces disparos, claro mi amor, tranquila, mi osita, cuídate mucho mi osita, te quiero mucho, mi osita, nos vemos pronto, y aquí llevo el librito, es buenísimo, mi osita, oh, mi suburbio, mi pedazo de mar, acá llevo tu librito, osita, cálmate, ojitos inquietantes, oh amiga, mi fábula, mi estuche preferido, mi reloj de pulsera, mi desdén, y entonces disparos, caigo, alguien me cae encima, el libro se abre, en un instante, una página en blanco, te quiero, muchachita, cálmate mi osita, nos vemos pronto, mi osita, te quiero mucho, mi osita, siempre te quise…
Julio Cortázar
Llegué tarde a la estación. Veinticinco minutos para las tres. Isabel me espera en el lugar de costumbre. Imagino la tenue pulsación, los brazaletes y demás abalorios danzando al abrigo de sus mejillas y sus cabellos. Debe estar concentrada en el libro de Allan Poe, como si no hubiese nadie a su alrededor y la gente la mirará de pronto y pensará qué chica tan guapa, tan estudiosa, y tus ojos siguiendo la línea del renglón como si nada, imaginando calles oscuras, noches inquietantes, aves de mirada enlutada y misteriosa… La verdad es que no hay tanto bululú como esperaba: al parecer los estudiantes ya se han calmado, el gobierno ha cedido un poco, la ciudad retoma su ritmo habitual, aunque aún muchos prefieren quedarse resguardados en sus casas. Por eso cuando me preguntaste que qué tal lo de la marcha y los enfrentamientos, te dije que tranquila y entonces convenimos, como siempre. Ni caos, ni marchas, ni siquiera un posible toque de queda, podrían evitar el encuentro. Cuando ya iba llegando a la parada de la buseta que me traería a la estación, me acordé del libro. Cónchale, me tomé la parte posterior de la cabeza, miré el reloj, ni modo, tuve que volver sobre mis pasos. Por eso llegué tarde, son las tres menos veinte…
Mientras esperaba en el andén, un señor me comentó que algunos estudiantes del Pedagógico habían decidido dirigirse a Miraflores: joven, la cosa se va a poner peluda, yo que le digo. Destellaron extrañamente sus ojos temblorosos detrás de unos anteojos culo de botella. En esas llegó el tren. Aquí vamos, me dije, y apreté el librito, por si acaso. Ya sentado, recordé cuando me leíste al oído un poema de Cortázar. Para ese entonces, el único escritor que existía para ti era Cortázar… que si Cortázar por aquí, que si Cortázar por allá. Una noche duraste hasta las tres de la mañana explorando el youtube, en busca de vídeos donde apareciera el escritor argentino. No creas que Neyda no me lo comentó. En fin, te volviste más cortazariana que el mismo Cortázar. Por eso te compré este libro. Creo que falta en tu colección. Y tranquila, que no lo voy a hojear hasta que estemos juntos. Aunque me parezca exagerado que creas tanto en lo que escribió tu querido Julio. Además, no estamos en Escocia…
Dentro del vagón, algunas personas comentaban que nuevamente los estudiantes habían salido a protestar. Entonces es cierto lo que me había dicho el señor, pensé. Abrí el libro, leí las primeras líneas, lo cerré de nuevo. Luego revisé el celular, eran las dos y cincuenta y cinco. Le escribí a Isabel. Te escribí: te amo, mi osita. Unos días antes me pediste que te llamara así, no sé por qué… Y pensar que ya íbamos a cumplir tres años de novios, bueno, eso suena a eufemismo barato, pues una semana después de empatarnos, estuvimos juntos, ¿te acuerdas, mi osita? Quedan dos paradas. No sé por qué cuando viajo en el metro me pongo a pensar en ciertas cosas de la vida, como en la muerte, o en el destino de las personas que viajan a mi alrededor. Tú me dices que eso es filosofar, yo digo que quién sabe…
Una estación menos, una estación más, pienso (filosofo, dirías tú). Al parecer la cosa está tensa allá arriba. Algunas señoras entraron al vagón como si escaparan de una explosión o algo así. Se les ve agitadas, hablan entrecortadamente; una que otra sonríe, con una sonrisa nerviosa; otras respiran como peces fuera del agua, como si un doctor les dijera: así, señoras, eso es, respiren profundo… Entonces me llega tu mensaje de texto: que me cuide, que parece que hay problemas en el centro… cualquier cosa me llamas, estoy sin saldo… Sé que me traes un libro; no se te ocurra hojearlo… Entiendo, mi amor. Tranquila. Nos vemos. Besos.
Estación Sabana Grande. Dos minutos para las tres. La tranquilidad de Propatria contrasta con el barullo que encuentro en este sector de la ciudad. Subo rápidamente. Gente corriendo de un lado a otro del boulevard. Gritos, bocinazos, humo, mucho humo, gas lacrimógeno, y entonces el celular, un número extraño, tu voz al otro lado, tu voz de giros temblorosos, tu voz aterciopelada y aguda, que tuviera cuidado mi amor, que mejor no nos vemos hoy, que por favor me cuidara, entonces disparos, claro mi amor, tranquila, mi osita, cuídate mucho mi osita, te quiero mucho, mi osita, nos vemos pronto, y aquí llevo el librito, es buenísimo, mi osita, oh, mi suburbio, mi pedazo de mar, acá llevo tu librito, osita, cálmate, ojitos inquietantes, oh amiga, mi fábula, mi estuche preferido, mi reloj de pulsera, mi desdén, y entonces disparos, caigo, alguien me cae encima, el libro se abre, en un instante, una página en blanco, te quiero, muchachita, cálmate mi osita, nos vemos pronto, mi osita, te quiero mucho, mi osita, siempre te quise…
miércoles, 25 de febrero de 2009
Velorios
Cuando Alfredo supo la noticia no lo podía creer. Apenas tres días antes habían compartido unas palabras en la estación de gasolina. Se le veía feliz en su nuevo auto, en compañía de su hermosa mujer. Para Simón, la repentina muerte de Antonio fue la inevitable concreción de sus peores vaticinios. Ocho días antes, habían conversado y bebido hasta altas horas de la madrugada en una reconocida tasca de la ciudad. Lo vio llorar como un niño, maldecir y golpear reiteradamente sobre la barra, con los ojos enrojecidos y el rostro descompuesto. Comprendió entonces que el dinero no podía comprar la felicidad; que la felicidad comprada era en el fondo, una variación del desamparo.
Alfredo llegó al velorio a eso de las ocho de la noche. Le dio el sentido pésame a la viuda, saludó cortésmente a algunos conocidos. Una hora más tarde, Simón hizo acto de presencia en la sala velatoria. Siguió el rito de cortesía, habitual en estos casos. La viuda es realmente hermosa, pensó, en tanto que ésta se alejaba lentamente, entre sillas vacías y personas vestidas de negro. Al poco rato, Alfredo salió al patio a fumarse un Belmont Light. Entonces Simón se le acercó y le pidió fuego, pues también tenía ganas de echarse una fumadita.
—¡Disculpe! —encendió el cigarrillo acercándose a la mano de Alfredo, luego soltó la bocanada a un lado— ¿De dónde conocía usted a Antonio?
—De la Universidad… ¿Y usted?
—Del gimnasio. Yo era su entrenador.
—¡Qué cosas, vale! —exclamó Alfredo, tras unos instantes de silencio—. ¿Cómo un tipo con tanto dinero, con mujeres, tremenda nave, y tanto éxito en los estudios, iba a tentar contra su vida? ¿Yo realmente no lo entiendo?
Simón carraspeó con sutileza y entonces le preguntó que si Antonio alguna vez le había comentado de sus negocios. Por supuesto, siempre me hablaba de lo bien que le iba; así como también me comentaba de las aventuras amorosas que de cuando en cuando sostenía con chicas de la universidad. En fin, el tipo se las traía. No era ningún bobo, para qué… Una vez me dijo que sus negocios marchaban tan estupendamente, que ya había pedido un peugeot, el más lujoso… y mire usted que era verdad…
De manera mecánica, y sin que ninguno lo sugiriese, se acercaron a la entrada principal del recinto, a unos metros de donde yacía Antonio Colmenares y allí se sentaron. Se presentaron de modo formal. Al cabo de unos minutos, Simón comentó que hacía aproximadamente unos dos meses que Antonio llegaba al gimnasio con cara de pocos amigos. Una vez me dijo con voz quejumbrosa que en cosas de negocios no podía haber amigos, sino clientes; me miró con ojos aguados y luego me palmeó en el hombro. Se le veía extraño, muy extraño. Quince días después, si mal no recuerdo, me dijo que iba a marcharse de la ciudad, que tenía un negocio muy bueno entre manos, pero para poder cerrarlo, debo marcharme por unos días. Te voy a pedir un favor, si por casualidad alguien viene a preguntar por mí, le dices que tengo tiempo que no vengo por acá, no es por nada malo; por favor, hazme esa segunda… Le dije que no se preocupara, sabes que puedes contar conmigo… Gracias, Simón. Hasta luego.
—Vale, pero qué extraño…—Alfredo alargó la mano y tomó un vaso de café—. Más o menos para esa época, Antonio lucía más feliz que nunca. Recuerdo que luego de las clases salíamos a bailar, muchas veces acompañados por Mónica. Claro, en otras ocasiones acompañados por otras chicas, usted sabe ¿no?, y siempre nos comentaba de sus planes futuros. Nunca nos habló de algún viaje de negocios. De los únicos viajes que nos hablaba, era de los que había hecho para conocer el mundo, y de los que pensaba hacer algún día. Por ejemplo, de aquella vez que estuvo en París, o cuando conoció las Pirámides o el Cuzco...
Simón lo miró con expresión perpleja. Se bebió el café de un sorbo. De pronto se quedó mirando fijamente hacia la calle. Un grupo de hombres departía parados en la acera, con vasos en las manos, tal vez tomaban güisqui; parecían divertirse bastante, pues sonreían sin cesar. Entre ellos, reconoció al tipo que en más de una ocasión estuvo por el gimnasio, preguntando por Antonio. Entonces se estremeció, sin saber por qué.
Al rato se despidieron con un breve apretón de manos. Alfredo se dirigió a la sala de baño. Simón, por su parte, salió nuevamente al patio, con el celular pegado a la oreja.
Alfredo llegó al velorio a eso de las ocho de la noche. Le dio el sentido pésame a la viuda, saludó cortésmente a algunos conocidos. Una hora más tarde, Simón hizo acto de presencia en la sala velatoria. Siguió el rito de cortesía, habitual en estos casos. La viuda es realmente hermosa, pensó, en tanto que ésta se alejaba lentamente, entre sillas vacías y personas vestidas de negro. Al poco rato, Alfredo salió al patio a fumarse un Belmont Light. Entonces Simón se le acercó y le pidió fuego, pues también tenía ganas de echarse una fumadita.
—¡Disculpe! —encendió el cigarrillo acercándose a la mano de Alfredo, luego soltó la bocanada a un lado— ¿De dónde conocía usted a Antonio?
—De la Universidad… ¿Y usted?
—Del gimnasio. Yo era su entrenador.
—¡Qué cosas, vale! —exclamó Alfredo, tras unos instantes de silencio—. ¿Cómo un tipo con tanto dinero, con mujeres, tremenda nave, y tanto éxito en los estudios, iba a tentar contra su vida? ¿Yo realmente no lo entiendo?
Simón carraspeó con sutileza y entonces le preguntó que si Antonio alguna vez le había comentado de sus negocios. Por supuesto, siempre me hablaba de lo bien que le iba; así como también me comentaba de las aventuras amorosas que de cuando en cuando sostenía con chicas de la universidad. En fin, el tipo se las traía. No era ningún bobo, para qué… Una vez me dijo que sus negocios marchaban tan estupendamente, que ya había pedido un peugeot, el más lujoso… y mire usted que era verdad…
De manera mecánica, y sin que ninguno lo sugiriese, se acercaron a la entrada principal del recinto, a unos metros de donde yacía Antonio Colmenares y allí se sentaron. Se presentaron de modo formal. Al cabo de unos minutos, Simón comentó que hacía aproximadamente unos dos meses que Antonio llegaba al gimnasio con cara de pocos amigos. Una vez me dijo con voz quejumbrosa que en cosas de negocios no podía haber amigos, sino clientes; me miró con ojos aguados y luego me palmeó en el hombro. Se le veía extraño, muy extraño. Quince días después, si mal no recuerdo, me dijo que iba a marcharse de la ciudad, que tenía un negocio muy bueno entre manos, pero para poder cerrarlo, debo marcharme por unos días. Te voy a pedir un favor, si por casualidad alguien viene a preguntar por mí, le dices que tengo tiempo que no vengo por acá, no es por nada malo; por favor, hazme esa segunda… Le dije que no se preocupara, sabes que puedes contar conmigo… Gracias, Simón. Hasta luego.
—Vale, pero qué extraño…—Alfredo alargó la mano y tomó un vaso de café—. Más o menos para esa época, Antonio lucía más feliz que nunca. Recuerdo que luego de las clases salíamos a bailar, muchas veces acompañados por Mónica. Claro, en otras ocasiones acompañados por otras chicas, usted sabe ¿no?, y siempre nos comentaba de sus planes futuros. Nunca nos habló de algún viaje de negocios. De los únicos viajes que nos hablaba, era de los que había hecho para conocer el mundo, y de los que pensaba hacer algún día. Por ejemplo, de aquella vez que estuvo en París, o cuando conoció las Pirámides o el Cuzco...
Simón lo miró con expresión perpleja. Se bebió el café de un sorbo. De pronto se quedó mirando fijamente hacia la calle. Un grupo de hombres departía parados en la acera, con vasos en las manos, tal vez tomaban güisqui; parecían divertirse bastante, pues sonreían sin cesar. Entre ellos, reconoció al tipo que en más de una ocasión estuvo por el gimnasio, preguntando por Antonio. Entonces se estremeció, sin saber por qué.
Al rato se despidieron con un breve apretón de manos. Alfredo se dirigió a la sala de baño. Simón, por su parte, salió nuevamente al patio, con el celular pegado a la oreja.
martes, 17 de febrero de 2009
miércoles, 11 de febrero de 2009
El Caso de Jean Michell Genet
El ciudadano francés Jean Michell Genet fue encontrado por una comisión de la policía del estado Mérida, el día 5 de agosto de 2008. Eran las dos y media de la madrugada, aproximadamente. Vagaba por la avenida Glorias Patrias, con las ropas deshilachadas, como un moribundo, casi arrastrándose, presentando un cuadro severo de deshidratación, según el informe posterior de los médicos de turno del Hospital Universitario. Horas después, se percatarían de lo peor. Y es que el día 6, un pasante de medicina que había vivido en Francia, al conversar con el susodicho, llegó a una conclusión inesperada: Jean Michell Genet presentaba signos de haber perdido la memoria, pues no supo decir quién era ni qué estaba haciendo en una ciudad venezolana a más de ocho mil kilómetros de su París natal. De eso me enteré cinco días después, al recibir un correo electrónico del Embajador de Francia en ese país, gran amigo mío, quien me pidió me encargase del caso y así aprovechas y conoces este gran país, fueron las últimas palabras de su email.
El Air France aterrizó en Maiquetía a la hora señalada. Allí me esperaba un enviado de Victorín, quien me llevaría a Caracas, a la sede de la Embajada. Al siguiente día volé a Mérida. Al llegar al Hospital Universitario, me puse al tanto de todo, revisé las placas y estudios realizados a Genet, discutí los resultados con los médicos que practicaron los exámenes. No observé ninguna anomalía, coincidiendo con el grupo de neurólogos venezolanos, en que el origen de la amnesia debía ser psicoafectivo.
La primera entrevista comenzó a las 9 de la mañana. Duró aproximadamente 25 minutos. Efectivamente, el tipo no recordaba nada. Sabíamos su nombre, edad y otros datos, gracias a su pasaporte. Decidí someterlo entonces a la Hipnoterapia. Era todo un reto para mí, pues era la segunda vez que iba a aplicar este tratamiento.
En la sesión N°1, Genet me describió algunas imágenes de su infancia, pero no pudo precisar el nombre de sus familiares (ya sabíamos que tenía dos hermanas y que sus padres habían fallecido en un accidente automovilístico). Le pregunté por su estancia en Venezuela, con mirada perpleja me dijo que no tenía la mínima idea de lo que hacía aquí. Luego me habló de una mujer. Tuve que terminar abruptamente el encuentro para evitarle un posible ataque de pánico. Comenzó a decir incoherencias y a llorar de modo desesperado. La enfermera le aplicó un calmante.
En horas de la tarde del día siguiente se llevó a cabo la sesión N° 2. Supe que Genet había cruzado parte de Europa en motocicleta, junto a grupo de compañeros de la Universidad de Toulouse. Me narró la crónica de ese periplo, lleno de aventuras sin par y mucha adrenalina. Al cabo de tres horas, fui conociendo detalles de su personalidad. Recuerdos inconexos me permitían cifrar varias hipótesis sobre su pasado, pero al mismo tiempo me presentaban nuevas lagunas en cuanto a su presente.
En las sesiones tres y cuatro no adelantamos mucho. Imágenes yuxtapuestas, sin ningún hilo cronológico que las organizara en el tiempo. Por su manera de expresarse, sus gestos y ademanes, supe desde la primera consulta que Genet era un tipo cosmopolita, un conocedor del mundo, a pesar de sus 28 años. Un intelectual, tal vez un escritor.
La mañana del día 19 de agosto recibí una llamada en mi habitación. Genet había muerto en una absurda circunstancia. Al parecer, se cayó en el baño, recibió un fuerte golpe en la cabeza y hasta ahí llegó su historia… Ha pasado un mes desde entonces. He aquí el reporte global de sus últimas memorias…
“Un sol intenso, sí, una calle abarrotada de buhoneros y vendedores de C.D piratas, el capó de los coches resplandecientes bajo la canícula de agosto. Íbamos a un paseo; al fondo la torre Eiffel se iba ocultando en el horizonte, como el mástil de un barco que se aleja hacia países lejanos. Recuerdo que la llamé, una, dos, tres veces, pero no escuchó o no quiso coger el auricular. Recuerdo un campo de girasoles, y unos niños casi de mi edad jugando entre ellos. Un olor, doctor, un olor familiar, que me pone la piel de gallina y me provoca una nostalgia terrible, así es doctor, algo indefinido, una imagen, una presencia… También recuerdo el viaje: éramos doce adolescentes, bajo la lluvia o bajo el sol. De París a Marsella, a Bruselas, a Ámsterdam, a Barcelona, a Madrid… La bitácora de una aventura cargada de pequeños accidentes, de paisajes de ensueño y gente maravillosa…Ella y su cabello largo y suave, como para un comercial de champú, ella y su indecisión, y luego el viaje, 16 horas de sol de París a una ciudad que no recuerdo, y nuevamente ese olor familiar, doctor, esos espejismos, y los niños que corren tras un balón desinflado y el mundial de fútbol, recuerdo que por la tele lo comentaban a cada rato, el mejor mundial de la historia, y luego ella y su mirada triste, sus ojos que me pedían que los quisiera, y una música de acordeones vibrando en mis oídos, y un libro de Proust olvidado en una cama de hotel cualquiera…”
Mediados de septiembre, otoño cae sobre la ciudad. Hace frío. Aunque he intentado olvidar el asunto de Genet, no puedo. Hace dos horas hablé con su hermana. Está muy triste, pues precisamente hoy cumplía los 29. A todas estas hay algo que me intriga, un papelito con el nombre de una mujer. Estaba dentro del pasaporte. Alejandra Díaz. Ayer leí en una página digital su nombre. La mujer en cuestión era la cabecilla de una banda de secuestradores cuyo radio de acción se centraba en Mérida, la ciudad andina venezolana donde ocurrió todo. ¿Será la misma?
El Air France aterrizó en Maiquetía a la hora señalada. Allí me esperaba un enviado de Victorín, quien me llevaría a Caracas, a la sede de la Embajada. Al siguiente día volé a Mérida. Al llegar al Hospital Universitario, me puse al tanto de todo, revisé las placas y estudios realizados a Genet, discutí los resultados con los médicos que practicaron los exámenes. No observé ninguna anomalía, coincidiendo con el grupo de neurólogos venezolanos, en que el origen de la amnesia debía ser psicoafectivo.
La primera entrevista comenzó a las 9 de la mañana. Duró aproximadamente 25 minutos. Efectivamente, el tipo no recordaba nada. Sabíamos su nombre, edad y otros datos, gracias a su pasaporte. Decidí someterlo entonces a la Hipnoterapia. Era todo un reto para mí, pues era la segunda vez que iba a aplicar este tratamiento.
En la sesión N°1, Genet me describió algunas imágenes de su infancia, pero no pudo precisar el nombre de sus familiares (ya sabíamos que tenía dos hermanas y que sus padres habían fallecido en un accidente automovilístico). Le pregunté por su estancia en Venezuela, con mirada perpleja me dijo que no tenía la mínima idea de lo que hacía aquí. Luego me habló de una mujer. Tuve que terminar abruptamente el encuentro para evitarle un posible ataque de pánico. Comenzó a decir incoherencias y a llorar de modo desesperado. La enfermera le aplicó un calmante.
En horas de la tarde del día siguiente se llevó a cabo la sesión N° 2. Supe que Genet había cruzado parte de Europa en motocicleta, junto a grupo de compañeros de la Universidad de Toulouse. Me narró la crónica de ese periplo, lleno de aventuras sin par y mucha adrenalina. Al cabo de tres horas, fui conociendo detalles de su personalidad. Recuerdos inconexos me permitían cifrar varias hipótesis sobre su pasado, pero al mismo tiempo me presentaban nuevas lagunas en cuanto a su presente.
En las sesiones tres y cuatro no adelantamos mucho. Imágenes yuxtapuestas, sin ningún hilo cronológico que las organizara en el tiempo. Por su manera de expresarse, sus gestos y ademanes, supe desde la primera consulta que Genet era un tipo cosmopolita, un conocedor del mundo, a pesar de sus 28 años. Un intelectual, tal vez un escritor.
La mañana del día 19 de agosto recibí una llamada en mi habitación. Genet había muerto en una absurda circunstancia. Al parecer, se cayó en el baño, recibió un fuerte golpe en la cabeza y hasta ahí llegó su historia… Ha pasado un mes desde entonces. He aquí el reporte global de sus últimas memorias…
“Un sol intenso, sí, una calle abarrotada de buhoneros y vendedores de C.D piratas, el capó de los coches resplandecientes bajo la canícula de agosto. Íbamos a un paseo; al fondo la torre Eiffel se iba ocultando en el horizonte, como el mástil de un barco que se aleja hacia países lejanos. Recuerdo que la llamé, una, dos, tres veces, pero no escuchó o no quiso coger el auricular. Recuerdo un campo de girasoles, y unos niños casi de mi edad jugando entre ellos. Un olor, doctor, un olor familiar, que me pone la piel de gallina y me provoca una nostalgia terrible, así es doctor, algo indefinido, una imagen, una presencia… También recuerdo el viaje: éramos doce adolescentes, bajo la lluvia o bajo el sol. De París a Marsella, a Bruselas, a Ámsterdam, a Barcelona, a Madrid… La bitácora de una aventura cargada de pequeños accidentes, de paisajes de ensueño y gente maravillosa…Ella y su cabello largo y suave, como para un comercial de champú, ella y su indecisión, y luego el viaje, 16 horas de sol de París a una ciudad que no recuerdo, y nuevamente ese olor familiar, doctor, esos espejismos, y los niños que corren tras un balón desinflado y el mundial de fútbol, recuerdo que por la tele lo comentaban a cada rato, el mejor mundial de la historia, y luego ella y su mirada triste, sus ojos que me pedían que los quisiera, y una música de acordeones vibrando en mis oídos, y un libro de Proust olvidado en una cama de hotel cualquiera…”
Mediados de septiembre, otoño cae sobre la ciudad. Hace frío. Aunque he intentado olvidar el asunto de Genet, no puedo. Hace dos horas hablé con su hermana. Está muy triste, pues precisamente hoy cumplía los 29. A todas estas hay algo que me intriga, un papelito con el nombre de una mujer. Estaba dentro del pasaporte. Alejandra Díaz. Ayer leí en una página digital su nombre. La mujer en cuestión era la cabecilla de una banda de secuestradores cuyo radio de acción se centraba en Mérida, la ciudad andina venezolana donde ocurrió todo. ¿Será la misma?
jueves, 5 de febrero de 2009
ERA...
Era un silencio. Era un atardecer (la gente regresando a sus casas). Era un insomnio. La duermevela. Era una palabra multiplicada en los andenes de la memoria. Una huella postiza como una flor de fieltro. Una boca precisa (y mía). Un sobresalto, 10 ó 30 susurros, despacio, con la yema de los labios recorriendo el pabellón como hormiguitas. Entonces un temblor que recorría toda la extremidad desnuda, un sólo instante, eterno, en la alta madrugada
tus cabellos
A veces juego con tus cabellos. Con los vientos alisios que nacen tras la cascada, cuando caminas, con el cabello suelto y la calle no existe . Invento tornados inofensivos, ventiscas de dulce vaivén, y en el centro tú, ombligo del mundo. A veces juego con tus cabellos, de oro pulido, de nácar, de sol, de hoguera tempestuosa, a allí mis manos, en el centro del mundo...
martes, 3 de febrero de 2009
ojos de mujer con fondo azul
jueves, 29 de enero de 2009
mensajes de espuma
Imagina que soy eso que quieres que sea. (Suena extraño, ya lo sé) Imagina un árbol frondoso, borra cualquier imagen negativa. Respira suavemente. Relaja el plexo, los músculos, las manos, la raíz del cabello. Es sólo una ventana. Una coartada de la imaginación. Siente la brisa del mar. (relaja los músculos de la cara) El vaivén de las olas te traerá mensajes de espuma (cuenta hasta diez o hasta once...) Siente cómo navega tu sangre, cómo se acumula entre las sienes, como una lombricita inquieta. Es sólo una ventana. Un árbol frondoso. Y la brisa que juega con tus cabellos y aspira el olor a sal, faltan poco, cuanta hasta diez o hasta veinte... falta poco, muy poco...
miércoles, 28 de enero de 2009
Tecleando sin...
Hubo un día claro y límpido. Hubo un soñar y una avaricia, de manos que se buscan, de muslos que se rozan en un murmullo de sábanas prestadas. Un tiempo adusto y lineal, un ambiente cualquiera, una necesidad oculta tras los ritos del día a día. Hubo una plaza y un hotel, de cuando en cuando, una palabra mal dicha y un tráfico de besos. (La palabra amor, sí, esa palabra). Fue cuestión de tiempo. Y entonces una noche, desenlace del corazón. Besos que caen, piel contra piel. orgasmo, lluvia, oquedad, dulzor, silencio. Entonces la nada, un adiós insifrible, una píldora para el dolor...
sábado, 24 de enero de 2009
Como un par de girasoles
Cuando recién cumplí los dieciséis mis padres me enviaron para San Cristóbal, a casa del tío Santiago. Allí permanecería por algún tiempo, mientras ellos solucionaban definitivamente lo de la separación. Era lo mejor para todos, sobre todo para mí.
Era una mañana fría cuando llegué a la capital del estado Táchira. Hacía más de cinco años que habíamos pasado allí unas vacaciones. Muchas cosas habían cambiado desde entonces. Paola y Dabiana estudiaban en Mérida, medicina y letras, respectivamente. Cuando escribo o pronuncio sus nombres no dejo de sentir nostalgia, por aquellos días en que descubrimos que el amor era algo más que un papelito furtivo colado debajo de una puerta, que un beso fugaz en medio de la noche, que el roce de unas manos debajo de la mesa…
―¿Quieres que te traiga algo?
―No, mi amor. Gracias…
―Vale…
Escribo frente a un campo minado de girasoles. Estamos en Galindo y Perahuy, como a 20 minutos de Salamanca. Escribo a más de ocho mil kilómetros de aquella casa, de aquella ciudad incrustada entre montañas azules y páramos de ensueño, donde perdí la adolescencia y conocí los primeros destellos del amor y sus efectos.
A simple vista, eran como dos gotas de agua; como un par de girasoles. Pero si te fijabas bien, había en cada una de ellas uno que otro rasgo distintivo. Por ejemplo, Paola era un poquito más gordita que Dabiana, le gustaba la música rock y era amante de la comida rápida. Dabiana, por su parte, era delgada, más clásica en su vestir, y le encantaba sobremanera la música romántica; además leía mucha poesía, de Benedetti, de Jaime Sabines…
Crecí en un internado. Un internado de salesianas en donde nos obligaban a leer como mínimo un libro al mes. Así conocí a Sor Juana Inés de la Cruz, a Mario Benedetti, a Neruda, a Sabines, que por cierto es mi favorito…
―Pero él no es nada religioso ―tomé un tomo de poemas del poeta mexicano y comencé a hojearlo…
―Pues no… pero me gusta. Es muy sincero…―se ruborizó mientras pronunciaba las últimas palabras. Me provocó darle un abrazo, pero debía contenerme.
—El tráfico estaba insufrible. La ciudad está atestada de británicos y japoneses…
—Ah, ¿Entonces sí empezó el curso de español para extranjeros?
—Así parece…¿Y qué tal el trabajo?
—Un poco liado, pero ahí voy… Dándole duro, como decimos en mi tierra…
Aunque intenté negármelo a mí mismo, Dabiana me gustó desde el primer momento en que la vi entrar a la casa, con sus gafas de sol y ese bluyín plegado a su figura, y esos ademanes de cansancio y hastío de tanto viaje y smog. Paola era chévere, una muchacha atractiva y simpática, pero hasta ahí…
A veces nos sentábamos en corro luego de la cena a conversar con el tío. A pesar de parecer un tipo serio e inflexible, el tío Santiago era un alma de Dios. Buena gente, comprensivo y justo con sus empleados, padre cariñoso y responsable; buen marido, amable y cariñoso con la tía. A menudo despierto en medio de la noche salmantina y pienso en él. Un nudo de nostalgia y remordimiento se instala en mi pecho. Sobre todo cuando recreo el fin de su vida, repentino y absurdo.
A los sesenta las cosas ya no son como a los veinte. Escuchen a este viejo zorro, nos decía, con voz queda, mientras a lo lejos recrudecía el tráfico de la tarde. A veces he llegado a la conclusión de que él sabía lo que ocurría entre una de las morochas y yo. Hubo días en que me miraba con cierta suspicacia, mientras me pedía un favor o me mandaba a hacer alguna labor de la casa. Mi sueño es ver a las niñas graduadas, casadas y felices, decía, a tres metros de mí, mientras yo desempolvaba los libros de su despacho. Para ese momento Dabiana comenzaba a sucumbir a mis caricias.
Un día, empezamos a besarnos y a tocarnos aprovechando que estábamos solos. En el equipo de la sala sonaba una canción de Chayanne. Hacía dos días que Dabiana había cumplido los 18. Estaba más hermosa que nunca. Una de las chicas más deseadas de ese sector de la ciudad. Pero también la más seria e inaccesible. Nos desnudamos lentamente. Mi corazón latía como un animalito herido, sus pechos temblaban también, entonces repicó el teléfono, una llamada inesperada, un tipo que marca un número por primera vez, una noticia aciaga, increíble… Un hombre ha muerto: dos balas atravesaron su humanidad, Santiago Dávila, 65 años…
De pronto Susana me alcanza el teléfono inalámbrico. Es de Venezuela. Mamá me llama para saber si al fin vamos a viajar el próximo verano. Le digo que ese es el plan… Que para el mes de abril terminamos el doctorado; que vamos a hacer todo lo posible por visitarlos en las próximas vacaciones.
Era una mañana fría cuando llegué a la capital del estado Táchira. Hacía más de cinco años que habíamos pasado allí unas vacaciones. Muchas cosas habían cambiado desde entonces. Paola y Dabiana estudiaban en Mérida, medicina y letras, respectivamente. Cuando escribo o pronuncio sus nombres no dejo de sentir nostalgia, por aquellos días en que descubrimos que el amor era algo más que un papelito furtivo colado debajo de una puerta, que un beso fugaz en medio de la noche, que el roce de unas manos debajo de la mesa…
―¿Quieres que te traiga algo?
―No, mi amor. Gracias…
―Vale…
Escribo frente a un campo minado de girasoles. Estamos en Galindo y Perahuy, como a 20 minutos de Salamanca. Escribo a más de ocho mil kilómetros de aquella casa, de aquella ciudad incrustada entre montañas azules y páramos de ensueño, donde perdí la adolescencia y conocí los primeros destellos del amor y sus efectos.
A simple vista, eran como dos gotas de agua; como un par de girasoles. Pero si te fijabas bien, había en cada una de ellas uno que otro rasgo distintivo. Por ejemplo, Paola era un poquito más gordita que Dabiana, le gustaba la música rock y era amante de la comida rápida. Dabiana, por su parte, era delgada, más clásica en su vestir, y le encantaba sobremanera la música romántica; además leía mucha poesía, de Benedetti, de Jaime Sabines…
Crecí en un internado. Un internado de salesianas en donde nos obligaban a leer como mínimo un libro al mes. Así conocí a Sor Juana Inés de la Cruz, a Mario Benedetti, a Neruda, a Sabines, que por cierto es mi favorito…
―Pero él no es nada religioso ―tomé un tomo de poemas del poeta mexicano y comencé a hojearlo…
―Pues no… pero me gusta. Es muy sincero…―se ruborizó mientras pronunciaba las últimas palabras. Me provocó darle un abrazo, pero debía contenerme.
—El tráfico estaba insufrible. La ciudad está atestada de británicos y japoneses…
—Ah, ¿Entonces sí empezó el curso de español para extranjeros?
—Así parece…¿Y qué tal el trabajo?
—Un poco liado, pero ahí voy… Dándole duro, como decimos en mi tierra…
Aunque intenté negármelo a mí mismo, Dabiana me gustó desde el primer momento en que la vi entrar a la casa, con sus gafas de sol y ese bluyín plegado a su figura, y esos ademanes de cansancio y hastío de tanto viaje y smog. Paola era chévere, una muchacha atractiva y simpática, pero hasta ahí…
A veces nos sentábamos en corro luego de la cena a conversar con el tío. A pesar de parecer un tipo serio e inflexible, el tío Santiago era un alma de Dios. Buena gente, comprensivo y justo con sus empleados, padre cariñoso y responsable; buen marido, amable y cariñoso con la tía. A menudo despierto en medio de la noche salmantina y pienso en él. Un nudo de nostalgia y remordimiento se instala en mi pecho. Sobre todo cuando recreo el fin de su vida, repentino y absurdo.
A los sesenta las cosas ya no son como a los veinte. Escuchen a este viejo zorro, nos decía, con voz queda, mientras a lo lejos recrudecía el tráfico de la tarde. A veces he llegado a la conclusión de que él sabía lo que ocurría entre una de las morochas y yo. Hubo días en que me miraba con cierta suspicacia, mientras me pedía un favor o me mandaba a hacer alguna labor de la casa. Mi sueño es ver a las niñas graduadas, casadas y felices, decía, a tres metros de mí, mientras yo desempolvaba los libros de su despacho. Para ese momento Dabiana comenzaba a sucumbir a mis caricias.
Un día, empezamos a besarnos y a tocarnos aprovechando que estábamos solos. En el equipo de la sala sonaba una canción de Chayanne. Hacía dos días que Dabiana había cumplido los 18. Estaba más hermosa que nunca. Una de las chicas más deseadas de ese sector de la ciudad. Pero también la más seria e inaccesible. Nos desnudamos lentamente. Mi corazón latía como un animalito herido, sus pechos temblaban también, entonces repicó el teléfono, una llamada inesperada, un tipo que marca un número por primera vez, una noticia aciaga, increíble… Un hombre ha muerto: dos balas atravesaron su humanidad, Santiago Dávila, 65 años…
De pronto Susana me alcanza el teléfono inalámbrico. Es de Venezuela. Mamá me llama para saber si al fin vamos a viajar el próximo verano. Le digo que ese es el plan… Que para el mes de abril terminamos el doctorado; que vamos a hacer todo lo posible por visitarlos en las próximas vacaciones.
martes, 20 de enero de 2009
Una idea para un cuento... quién sabe...
Era preciso caminar dos o tres kilómetros para llegar a la escuela (el hombre carraspeó, miró de soslayo a sus interlocutores, se acabó la cerveza de un sorbo...) La vaina era diferente. Hoy no se enseña un coño... Con eso de los proyectos de aula lo que se logra es que los chamos sean cada vez más flojos. (En eso llegó Omaira y Carito y sirvieron la cena). ¿Entonces por qué estudiaste educación? (Susana guardó silencio por unos instantes)
-Ni modo, que otra cosa podía hacer...
-Ni modo, que otra cosa podía hacer...
Nieve
(Salamanca Nevada, 2009)
Cae la nieve
en lenta perspectiva.
Mis ojos son dos copos oblicuos,
de asombro enrumecidos, lejanos,
mis manos buscan el calor de un bolsillo roto...
(Gracias Susana, por la foto...)
miércoles, 14 de enero de 2009
Una postal para Irene
Hacía dos años que el ministerio le había aprobado la jubilación, pero ahora, debido a esos juegos que el destino suele tramar, se sentía incompleto sin las preocupaciones propias de la docencia. A veces pensaba en los teoremas, las raíces cuadradas, los polinomios y su relación con la vida; no se explicaba entonces el hecho de que muchos de sus alumnos no entendieran algo tan lógico, tan vital.
Irene volvería mañana a la ciudad, recuperada completamente de la operación. Tendría que visitarla. Aprovecharía la ocasión para entregarle el libro y la postal y comentarle los pormenores del viaje, de lo bien que le había ido. Está seguro de haberla colocado como un marca-lectura en el último libro de Méndez Guédez. Pero ahí no está. Se sentó lentamente en su sillón de lectura, de pronto se sintió cansado. Cerró los ojos. Desde afuera llegaban ruidos lejanos, difusos. Ya era tarde. Su familia dormía. Entonces su mente retrocedió en el tiempo: los preparativos del viaje, el Charles de Gaulle, la conexión hacia Egipto, las Pirámides, el Mediterráneo, aquello que no se explica en los folletos turísticos ni en los libros de Historia Universal.
Evocó aquellos encuentros furtivos en que la vida era un oasis en medio del caos de la ciudad y la rutina. Recordó las promesas lanzadas al aire acondicionado de una pieza de motel cualquiera; esa despedida tenue en que prometieron no verse ni hablarse más: Es lo mejor para los dos. Teresa ya está cansada… Luego un beso, un pañuelo de seda que va de una mano a otra, unos pasos que se funden con la noche.
Se incorporó y buscó el pañuelo en una de las gavetas del escritorio. Lo tomó con sutileza. Con dedos lentos y temblorosos quiso revivir su contacto más tierno, la curva exacta de su vientre, la blancura sedosa y húmeda de su espalda…
Al cabo de dos horas de búsqueda infructuosa comprendió que era absurdo continuar. Con el Álgebra de Baldor en las manos, observó por la ventana que daba a la calle a un grupo de jóvenes que charlaba y reía entre humo de cigarrillo y tragos de alcohol. El sueño comenzaba a dominarlo.
De pronto alguien abrió la puerta. Él se hallaba dormido en el sillón de lecturas, con el pañuelo en la mano. Teresa miró el pañuelo fijamente, por unos instantes. Luego lo despertó con cautela para no asustarlo.
Como a las tres horas, Santiago leyó un mensaje de texto: Irene lo esperaba. Se dirigió a la biblioteca. La postal yacía sobre el libro de Neruda que leía su esposa. Entonces no supo qué hacer. Afuera un sol implacable ardía contra el pavimento, a pesar de que en el noticiero de la mañana habían anunciado día de lluvia.
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