Ayer se paseó por las calles de la infancia. Era algo muy diferente, las casas de entonces eran grandes, así como grande era la distancia entre la casa de su tía y la de sus padres. Era obvio tal desacomodamiento de la mirada; habían pasado más de veinte años. Me lo comentó como algo extraño, ¿a ti no te ha sucedido algo similar? Le dije que sí, que a veces, que todo dependía… Luego se fue la luz nuevamente, por lo que tuvimos que aguardar casi dos horas para revisar el ensayo, fueron unos minutos largos y aburridos, que intentamos rellenar hablando del pasado, de los amigos del liceo, de las chicas que nos gustaban.
Al siguiente día quedamos de encontrarnos en un bar que está ubicado en la avenida principal, justo frente a la estación de gasolina. Llegué un poco tarde, no mucho, sin embargo Roberto me saludó con desgano, y su voz era temblorosa. Al cabo de tres cervezas la tensión se fue relajando. Ese día terminamos hablando de lo mismo del día anterior. Roberto me comentó que antes podía llegarse tranquilamente a su antiguo barrio, pero que ahora era toda una odisea, su tía se lo había contado. Que ahora hasta debían pagar una especie de peaje para poder acceder a las calles principales; ella vivía allí. “Figúrate, tronco de problema, si no nos hubiéramos mudado…”, “me imagino”, “No lo imaginas” Su voz adquirió un solfeo inusual.
La vieja Amanda colocó un CD de ballenatos que me trajo recuerdos de los años ochenta. De las hermanas que solíamos visitar por aquella época. “Nos tenían jodidos”, dijo esta vez, llevándose luego la botella a la boca…
―Por cierto… ¿Cómo está Nancy?
―Muy bien. Te envió saludos.
―Ah… ¿y qué tal Teresita?
―Solterita… como siempre…
Al día siguiente lo llevé a la casa. Para Nancy fue una gran sorpresa tenerlo frente a ella, después de tanto tiempo; eso me dijo después, cuando Teresa aceptó una primera llamada y el resto no me lo quiso contar porque tenía mucho sueño…
Hasta mañana…
domingo, 28 de diciembre de 2008
Ella sabía...
Ella sabía que su belleza no sería eterna. Que aunque experimentara con diversas pócimas, con cremas de famosa procedencia, con cirugías de plasticidad comprobada, su belleza moriría, se marchitaría más bien, pendiendo como una fruta madura del árbol del tiempo; que era un proceso biológico natural que nos encadena irremisiblemente a todos a un mismo destino, a un mismo desamparo, a una obstinación sin regreso ni sentido.
Juan la recorrió por enésima vez, con esa obvia brusquedad de novios antiguos, de niños que crecen y que comparten los primeros destellos de una piel aún sedosa y tierna. Él se multiplicaba en ella, en esa caricia repetida, en ese beso multiplicado a lo largo y ancho de su superficie enfebrecida y sutil. Ella se anticipaba a las caricias, buscaba inventar un nuevo furor, que no lograba hilvanar con los hilos del deseo. Era algo parecido al tedio, una sensación de no querer estar, pero al mismo tiempo ese querer anhelarlo con todas las ansiedades que su cuerpo podía almacenar. Ella era una represa de aguas turbulentas cansadas de estar apresadas a un solo cuerpo, a un solo desahogo de la piel y el alma.
Cuando abrió los ojos pudo apreciar los primeros destellos de la mañana, que invadían el ámbito de la habitación. Era preciso entonces seguir el formato, la lista de instrucciones que tácitamente se habían venido construyendo, en la cotidianidad de lo furtivo. La separación de dos cuerpos sin nada más tierno que un olor agrio y tenue a la vez, desprendiéndose con espontánea suavidad, que unas manos que se rosan en la frialdad de movimientos, que unas palabras cansinas y a veces torpes, inventando nuevos encuentros, nuevas posibilidades de ser y sentir.
Volvió a pensar en lo efímero de sus pechos sonrosados y altaneros; en ese cuerpo claro y carnoso que temblaba frente al espejo. Él se había fugado a un más allá, en donde los horarios y las oficinas aguardan, con sus ciclos tecnificados y precisos, con sus fachadas que jamás perderían su belleza, tal y como sus ojos algún día iban a transformarse en un recuerdo ingrato y turbio…
Juan la recorrió por enésima vez, con esa obvia brusquedad de novios antiguos, de niños que crecen y que comparten los primeros destellos de una piel aún sedosa y tierna. Él se multiplicaba en ella, en esa caricia repetida, en ese beso multiplicado a lo largo y ancho de su superficie enfebrecida y sutil. Ella se anticipaba a las caricias, buscaba inventar un nuevo furor, que no lograba hilvanar con los hilos del deseo. Era algo parecido al tedio, una sensación de no querer estar, pero al mismo tiempo ese querer anhelarlo con todas las ansiedades que su cuerpo podía almacenar. Ella era una represa de aguas turbulentas cansadas de estar apresadas a un solo cuerpo, a un solo desahogo de la piel y el alma.
Cuando abrió los ojos pudo apreciar los primeros destellos de la mañana, que invadían el ámbito de la habitación. Era preciso entonces seguir el formato, la lista de instrucciones que tácitamente se habían venido construyendo, en la cotidianidad de lo furtivo. La separación de dos cuerpos sin nada más tierno que un olor agrio y tenue a la vez, desprendiéndose con espontánea suavidad, que unas manos que se rosan en la frialdad de movimientos, que unas palabras cansinas y a veces torpes, inventando nuevos encuentros, nuevas posibilidades de ser y sentir.
Volvió a pensar en lo efímero de sus pechos sonrosados y altaneros; en ese cuerpo claro y carnoso que temblaba frente al espejo. Él se había fugado a un más allá, en donde los horarios y las oficinas aguardan, con sus ciclos tecnificados y precisos, con sus fachadas que jamás perderían su belleza, tal y como sus ojos algún día iban a transformarse en un recuerdo ingrato y turbio…
(En la foto: Elizabeth Herrera, Modelo y conductora de TV, nativa de mi pueblo...)
domingo, 21 de diciembre de 2008
Alguien dijo...
Alguien dijo que “recordar es vivir”, algo que comparto plenamente, sobre todo cuando se trata de la evocación que suele activarse con la música… Por ejemplo, ayer escuchando una canción de Miguel Mateo, sentí esa sensación de inequívoco estremecimiento, esa presión en el pecho que deviene en el suspiro. Acudieron a mi memoria imágenes, personas, voces, algo de nostalgia mezclada con ternura y alegría… Esos bailes hasta el amanecer, las primeras rascas, las primeras novias, las primeras metidas de mano, las telenovelas, los paseos improvisados, las primeras despedidas y resacas…
Recordar es vivir: cierto, y más cuando al fondo resuena una canción como esta de Miguel Mateo, o como alguna de Urbanda o del viejo Sabina… Qué vainas, vale…
(Foto: Plaza Bolívar de San Rafael de El Piñal...)
lunes, 15 de diciembre de 2008
Después de la tormenta
Tomé a Diego de la mano y cruzamos rápidamente la avenida Libertador. De manera imprevista, lo que parecía una pequeña llovizna adquirió la fuerza y la intensidad de una tormenta. Yo estaba muy feliz y realmente, en ese momento, no me importaba que nos mojáramos un poco. Ese día, luego de las diligencias pertinentes, de haber hecho colas interminables y de perder tiempo y dinero, al fin tenía el documento en mis manos.
Esa mañana, el niño me preguntó que qué íbamos a hacer a San Cristóbal. Le expliqué todo. Tía, ¿Entonces ahora sí vas a ser mi verdadera mamá?, Sí, corazón, aunque tú muy bien sabes que siempre te he querido como a un hijo… Él suspiró, y una sonrisa leve iluminó su rostro. Pensé en Marina, en sus últimas palabras, que me hiciera cargo del niño, “sólo tú puedes cuidarlo, por favor, cuídamelo”, y luego su mano se fue desmayando lentamente, no había nada qué hacer…
―Aquí tiene la carta notariada, abalada por la LOPNA y todo…―me miró a los ojos por unos instantes, mientras me alargaba una carpeta amarilla.
―Muchas gracias, señor prefecto…Dios le pague…
―No hay de qué, señora; aquí estamos para servirle ―se puso de pie, mientras pronunciaba las tres últimas palabras y le dijo no se qué a una muchacha joven y bonita que se hallaba asomada a la puerta del despacho.
Aunque la parada estaba a una cuadra, nos mojamos bastante. Dieguito me dijo que tenía miedo. Lo abracé y le estampé un beso en la frente. En ese instante un nuevo trueno estalló sobre nosotros. Al cabo de unos quince minutos la buseta de turno llegó a la parada, estaba full; nos subimos, nos tocó ir de pie, tú sabes cómo es eso…Bueno, ahora viene lo cumbre: resulta que me dio por revisar la carpeta… ¿Y sabes qué? El papel estaba totalmente empapado; de hecho la tinta del sello estaba toda corrida… ¡Qué desgracia, vale!, murmuré. Nos bajamos en una esquina, en una parada de taxi.
Cuando llegamos a la oficina ya estaban cerrando. Miré la hora en el reloj de pared, era un cuarto para las cinco… A pesar de que le rogué a la secretaria que me permitiera hablar con el prefecto, que era urgente, me dijo que no, que el prefecto ya se había ido, que ya todos se iban, que si quería regresara el lunes temprano, que como a las seis el vigilante comenzaba a dar los números para las citas del día…
Miré de soslayo a Diego que estaba concentrado en el celular, sentado en medio de sillas vacías. Mi cabeza entonces se volvió un ocho, como dicen por ahí: pensé en Marina, en mamá, en el desgraciado de Gerardo que quería quitarnos al niño. Pensé en la directora del liceo donde aún trabajo como secretaria, en la jubilación que nunca llega, en las goteras dentro de la casa, en la cita del lunes siguiente en donde debía entregar el documento…
La tormenta se fue extinguiendo, poco a poco. Comenzaba a anochecer. Viajábamos de regreso a casa. De pronto, mamá me llamó al celular. Le conté lo que había pasado. Me sorprendió mucho su tono mesurado y tranquilo, al comentarme que Gerardo la había llamado, que dejara de preocuparme…
―¿No lo puedo creer? ―algunos de los pasajeros de los asientos delanteros voltearon a mirarme.
―Así es mija… increíble, pero cierto…
―Ay, Gracias a Dios; yo sí le rogué mucho al Divino Niño…
―Bueno, mija, entonces quédese tranquilo; acá los espero con la cenita…¿Y Dieguito?
―Pues imagíneselo… durmiendo…
***
Dieguito cumplió ayer nueve años. Hace un año que ocurrió todo aquello. Mamá está feliz. Ojalá papá y Marina estuvieran, pero en fin, así es la vida. Gerardo le pasa su porcentaje mensual sin mucho problema, y a él le va excelente en los estudios…Por cierto:
―¿Será que me acompañas a comprar los ingredientes para la torta?
―Por supuesto, cariño, vamos. Aprovechemos que ya escampó…―lo dijo tiernamente, luego sonrió. Y era cierto: el cielo volvía a ser límpido y alegre, entonces le di gracias a Dios por aquella sonrisa.
Esa mañana, el niño me preguntó que qué íbamos a hacer a San Cristóbal. Le expliqué todo. Tía, ¿Entonces ahora sí vas a ser mi verdadera mamá?, Sí, corazón, aunque tú muy bien sabes que siempre te he querido como a un hijo… Él suspiró, y una sonrisa leve iluminó su rostro. Pensé en Marina, en sus últimas palabras, que me hiciera cargo del niño, “sólo tú puedes cuidarlo, por favor, cuídamelo”, y luego su mano se fue desmayando lentamente, no había nada qué hacer…
―Aquí tiene la carta notariada, abalada por la LOPNA y todo…―me miró a los ojos por unos instantes, mientras me alargaba una carpeta amarilla.
―Muchas gracias, señor prefecto…Dios le pague…
―No hay de qué, señora; aquí estamos para servirle ―se puso de pie, mientras pronunciaba las tres últimas palabras y le dijo no se qué a una muchacha joven y bonita que se hallaba asomada a la puerta del despacho.
Aunque la parada estaba a una cuadra, nos mojamos bastante. Dieguito me dijo que tenía miedo. Lo abracé y le estampé un beso en la frente. En ese instante un nuevo trueno estalló sobre nosotros. Al cabo de unos quince minutos la buseta de turno llegó a la parada, estaba full; nos subimos, nos tocó ir de pie, tú sabes cómo es eso…Bueno, ahora viene lo cumbre: resulta que me dio por revisar la carpeta… ¿Y sabes qué? El papel estaba totalmente empapado; de hecho la tinta del sello estaba toda corrida… ¡Qué desgracia, vale!, murmuré. Nos bajamos en una esquina, en una parada de taxi.
Cuando llegamos a la oficina ya estaban cerrando. Miré la hora en el reloj de pared, era un cuarto para las cinco… A pesar de que le rogué a la secretaria que me permitiera hablar con el prefecto, que era urgente, me dijo que no, que el prefecto ya se había ido, que ya todos se iban, que si quería regresara el lunes temprano, que como a las seis el vigilante comenzaba a dar los números para las citas del día…
Miré de soslayo a Diego que estaba concentrado en el celular, sentado en medio de sillas vacías. Mi cabeza entonces se volvió un ocho, como dicen por ahí: pensé en Marina, en mamá, en el desgraciado de Gerardo que quería quitarnos al niño. Pensé en la directora del liceo donde aún trabajo como secretaria, en la jubilación que nunca llega, en las goteras dentro de la casa, en la cita del lunes siguiente en donde debía entregar el documento…
La tormenta se fue extinguiendo, poco a poco. Comenzaba a anochecer. Viajábamos de regreso a casa. De pronto, mamá me llamó al celular. Le conté lo que había pasado. Me sorprendió mucho su tono mesurado y tranquilo, al comentarme que Gerardo la había llamado, que dejara de preocuparme…
―¿No lo puedo creer? ―algunos de los pasajeros de los asientos delanteros voltearon a mirarme.
―Así es mija… increíble, pero cierto…
―Ay, Gracias a Dios; yo sí le rogué mucho al Divino Niño…
―Bueno, mija, entonces quédese tranquilo; acá los espero con la cenita…¿Y Dieguito?
―Pues imagíneselo… durmiendo…
***
Dieguito cumplió ayer nueve años. Hace un año que ocurrió todo aquello. Mamá está feliz. Ojalá papá y Marina estuvieran, pero en fin, así es la vida. Gerardo le pasa su porcentaje mensual sin mucho problema, y a él le va excelente en los estudios…Por cierto:
―¿Será que me acompañas a comprar los ingredientes para la torta?
―Por supuesto, cariño, vamos. Aprovechemos que ya escampó…―lo dijo tiernamente, luego sonrió. Y era cierto: el cielo volvía a ser límpido y alegre, entonces le di gracias a Dios por aquella sonrisa.
jueves, 11 de diciembre de 2008
Te escribo...
Te escribo malas viejas. Relatos inconexos de un ayer no tan lejano, como si quisiera contarte lo que hago en un día entero, en este piso de Madrid, a ocho mil kilómetros de tu falda a cuadros negros y rojos; al otro lado de tus besos, diría que en el centro de una burbuja que tenuemente se eleva hacia un cielo intermitente y rojizo.
Te escribo malas viejas, como siempre, porque la estupidez no es vana, mucho menos los recuerdos, los largos paseos, la inapetencia compulsiva, la alegría extrema, la calle cuyo nombre significa insomnio o duermevela...
Te escribo cosas raras, sin gramática, tal vez con faltas de ortografía; papeles cargados de adjetivos inútiles, de frases hechas, de vaivenes de la memoria... a ocho mil kilómetros de tu pelo, de la selva, del ruido de ollas que caen como hojas de zinc en la cocina...
Te escribo malas viejas: todo lo sabes, recursos inefables para aplacar esta orfandad...
Te escribo malas viejas, como siempre, porque la estupidez no es vana, mucho menos los recuerdos, los largos paseos, la inapetencia compulsiva, la alegría extrema, la calle cuyo nombre significa insomnio o duermevela...
Te escribo cosas raras, sin gramática, tal vez con faltas de ortografía; papeles cargados de adjetivos inútiles, de frases hechas, de vaivenes de la memoria... a ocho mil kilómetros de tu pelo, de la selva, del ruido de ollas que caen como hojas de zinc en la cocina...
Te escribo malas viejas: todo lo sabes, recursos inefables para aplacar esta orfandad...
miércoles, 10 de diciembre de 2008
...
Raúl "El Zurdo" Márquez
Humberto "El Patón" Rojas
Isidoro Carbonell "El Tigre"
Los tres juegan de puta madre, joder...
sábado, 6 de diciembre de 2008
Los lobos también lloran (capítulo III)
Cuando abrió los ojos lo primero que vio fue un afiche de la selección de fútbol de un país europeo (parece que era de Alemania), pegado sobre una pared descolorida. Eran más o menos las diez de la mañana. Se movió a un lado de la cama tratando de amortiguar el dolor de cabeza, pero fue inútil. Recordó algunas escenas de la noche anterior, mas no pudo precisar con exactitud en qué momento perdió la conciencia. Se aflojó la correa, se quitó los zapatos. De pronto, lo invadieron unas ganas terribles de vomitar. Se levantó de golpe de la pequeña cama y se dirigió presuroso a la sala de baño. Vomitó todo cuanto pudo, en medio de una sudoración fría, acompañada de retortijones intensos. Su madre al verlo correr hacia el baño comentó algo a su hermana, quien estaba a su lado, ayudándola a preparar la comida: “Otra vez se emborrachó... míralo, ahorita deja el baño hecho una porquería; vas a ver...” La muchacha guardó silencio y siguió cortando en cuadritos pequeños la cebolla y el tomate para el perico del almuerzo.
Alberto tenía 23 años, era el mayor de tres hermanos. Era el único varón. Era flaco, un tanto alto, de piel blanca y cabellos castaños. Luego de repetir tres grados consecutivos, logró graduarse de bachiller en el liceo público, cuando cumplía 21 años. Ahora no hacía nada. Supuestamente estaba esperando ingresar al Instituto Universitario de Tecnología, pues quería estudiar informática. A pesar de haber sido un pésimo estudiante, al tipo le gustaba la matemática, de hecho fue la única materia que aprobó sin ningún inconveniente y hasta con buena nota durante todo su bachillerato. Por eso eligió estudiar esa carrera. En tal sentido, había presentado tres veces el examen de admisión, sin obtener los resultados esperados.
Era bonchón, echador de broma y se pasaba de tragos con facilidad. Desde el jueves hasta el domingo su agenda estaba recargada de fiestas, bochinches, vendimias, piscinadas: en fin, borracheras terribles, a las que sucedían, resacas abrumadoras. Era sábado: un día caluroso. Arriba, el cielo de un azul intenso, sin nubes; abajo, las calles atestadas de gente y de automóviles, en pleno fervor sabatino. Alberto había llegado a las cinco y media de la madrugada, totalmente ebrio. No supo cómo logró llegar a casa ni quién lo acompañó. En los últimos meses esta situación se venía repitiendo cada vez con mayor frecuencia. A veces se sentía mal consigo mismo: la famosa resaca moral. Pero no escarmentaba del todo. En esos momentos se juraba a sí mismo que no volvería a caer en ese estado, que no volvería a perder el control, mas a los ocho días volvía a emborracharse y la volvía a cagar.
Luego de un almuerzo frugal acompañado de dos o tres vasos de agua fría (para el ratón, se dijo), se sentó en un sillón de mimbre que se hallaba en el patio trasero de la casa, en donde su padre solía sentarse a descansar, tras jornadas de trabajo duras e intensas. Era un lugar fresco, pues un par de grandes y frondosos almendros le proporcionaban buena sombra.
A pesar de que se había tomado de golpe dos alka seltzer y una aspirina, la resaca no lo abandonaba. Se colocó un pañuelo sobre los ojos e intentó dormir. Al rato, una voz ronca lo llamaba, como en sueños. Primero casi como un murmullo, después la sintió tan cerca, tan frente a él, que se quitó azorado la venda de los ojos y se topó con los ojos atónitos, enrojecidos y vidriosos de el gordo: “Chamo, la cagamos”, dijo. “¿Dónde está la cuestión?” prosiguió, con la voz temblorosa, sobrecargada de un aliento alcohólico, desagradable. Alberto quedó sin palabras, el pulso se le aceleró de golpe y sintió una gran presión en el pecho.
―¿Qué pasa guevón?― inquirió, con extrañeza, sin entender aún lo que sucedía. Alguien se acercaba, pues se escuchaban pasos desde el fondo de la casa. El gordo corrió a la salida del patio, para tomar una calle angosta y alejarse presuroso. Antes de perderse por entre unos arbustos, gritó:
―¡Cuídate, chamo; nos están buscando! ―Alberto sonrió estúpidamente, giró la cabeza en dirección a su casa: su madre estaba parada en el umbral con una expresión dura en el rostro:
―¿Qué pasó anoche, Alberto?, ¿En qué te metiste, ahora? ―el cielo comenzó a tornarse gris, una gran nube espesa, baja, apareció de pronto en el horizonte.
―Allá afuera está la señora Rosa, la de la panadería, dice que quiere hablar contigo sobre lo de anoche ―Alberto se fijó de pronto en la nube que ya cubría todo el cielo del barrio, mientras algunas gotitas caían levemente sobre sus hombros y cabellos... un trueno rompió de repente el silencio de la tarde.
(Foto: Con Humberto, Benjamín e Isidoro, tomándonos unas cañas en Madrid... je,je,je)
sábado, 22 de noviembre de 2008
Recuerdo
Dos días después de haber aterrizado en el D.F., fuimos a almorzar a un restaurante de comida criolla. Mi mamá siempre me había comentado que su ambición de juventud era conocer México: la tierra de Antonio Aguilar, de Octavio Paz, de Cantinflas… “La tierra del aguacate” dije, mirándola con picardía, mientras me lanzaba el primer bocado…
Ella me miró con ternura. De pronto, un aura de tristeza se instaló entre ambos. Decidí hablar de otra cosa, de la universidad, de literatura. Lentamente sus manos se posaron sobre las mías. Sus ojos se transformaron en un par de gotitas, bellas, amargas. El recuerdo de papá ocupó la silla vacía. Entonces tuve la certeza de que el drama, volvería a repetirse…
Ella me miró con ternura. De pronto, un aura de tristeza se instaló entre ambos. Decidí hablar de otra cosa, de la universidad, de literatura. Lentamente sus manos se posaron sobre las mías. Sus ojos se transformaron en un par de gotitas, bellas, amargas. El recuerdo de papá ocupó la silla vacía. Entonces tuve la certeza de que el drama, volvería a repetirse…
sábado, 15 de noviembre de 2008
Hagan todo lo que quieran...
"Hagan todo lo que quieran: escalen montañas, crucen ríos, caminen por la sabana, pinten un buen cuadro (aunque no sepan pintar), escriban un libro (aunque no se sepan escribir un buen libro), sonrían, canten, compartan en exceso con familiares y amigos,aprendan a tocar guitarra, conozcan el país de punta a punta... ya habrá tiempo para descanzar...se los aseguro"
(Foto: en el Pico Espejo, Sierra Nevada de Mérida, agosto de 2000)
(Foto: en el Pico Espejo, Sierra Nevada de Mérida, agosto de 2000)
martes, 11 de noviembre de 2008
Como un be labial mayúscula...
A mediados de los noventa David Benavides conoció a Pamela Hernández. Desde ese momento su vida no fue lo de siempre; en realidad, ésta dio un vuelco extraordinario, como si todo lo que era él hasta entonces no fuera más que la puesta en escena de un guión escrito por alguien de afuera, algún narrador omnisciente o algo así...
Ella no era tan distinta a todas las chicas del barrio. Aunque estaba buenísima. Esa noche llevaba un pantalón pegadito a su figura, a unas caderas flexibles y carnosas, a unas nalgas redondas y sobresalientes, como una be labial mayúscula, en el centro de un renglón de bes labiales minúsculas... Ella fue su tragedia, como suele ocurrir. Él fue un capítulo más en su vida, andariega y vivaracha: el actor secundario que calibró sus sentidos, aupó su belleza y le legó un sin fin de objetos que ella fue organizando en su mesita de noche como para una exposición...
Ella no era tan distinta a todas las chicas del barrio. Aunque estaba buenísima. Esa noche llevaba un pantalón pegadito a su figura, a unas caderas flexibles y carnosas, a unas nalgas redondas y sobresalientes, como una be labial mayúscula, en el centro de un renglón de bes labiales minúsculas... Ella fue su tragedia, como suele ocurrir. Él fue un capítulo más en su vida, andariega y vivaracha: el actor secundario que calibró sus sentidos, aupó su belleza y le legó un sin fin de objetos que ella fue organizando en su mesita de noche como para una exposición...
lunes, 3 de noviembre de 2008
1999
Quién iba a imaginarse que tenías quince. Que debajo de aquel sudoroso esperpento palpitaba un corazón apasionado y altivo… Que nadie comprendía esa condición sincera de tu alma, de tu alma festiva y torpe, más allá de los bacalaos de la pena… Tenías quince, en tanto que desde el ojo de mi polaroid te eternizaba… Que ni tus hermanos, peces de piscina, quienes rompían la corriente con sus cuerpos de daga, hubieran comprendido la señal… Recuerdo el sol, el vaivén, la alameda, dónde estarás muñeca triste, dónde estarás…
domingo, 2 de noviembre de 2008
hombre con reloj de fondo
Es tan difícil comprenderlo. Que cada uno busque lo mejor, es una manera de avanzar hacia aquello que pudieramos llamar progreso. Que cada uno busque mejorar sus competencias como profesional, su manera de vivir, de ser, es algo natural; una característica intrínseca al acto de vivir...
(afuera está haciendo tiempo de lluvia, los relojes me vigilan con sus ojos rasgados)
(afuera está haciendo tiempo de lluvia, los relojes me vigilan con sus ojos rasgados)
viernes, 31 de octubre de 2008
Lo último de Extremoduro
se hundió por culpa del rocío...
Y me pregunto cómo vamos a cruzar el río...
(Concierto de Extremoduro, Segovia, 15 de agosto de 2008)
viernes, 24 de octubre de 2008
para un cuento...
La abuelita despertó sobresaltada porque soñó algo horrible, cuando media hora después le llegaron con la noticia… Hoy en día está en el penitenciario de Santa Ana. A veces lo visito (realmente muy pocas veces) sobre todo en época de navidad o Semana Santa…
lunes, 20 de octubre de 2008
Cambio aviones por electricidad...
-¡Papá! ¿Por qué la luz no llega? -me miró a los ojos, con ternura. Aún no había anochecido.
-No sé, mita... -me agaché, le di un beso (no pude aguantarme: mentalmente le menté la madre a más de uno... sobre todo a quienes ustedes se imaginan...)
Mi hija mayor se acercó y me comentó que por qué se habían comprado unos aviones... que ella había escuchado que unos aviones rusos habían llegado al país... que entonces por qué no arreglaban primero lo de la luz... que ahora cómo iba a terminar el trabajo de... Sólo atiné a decirle que habían cosas que muchos no entendiamos de este gobierno, así como tampoco pudimos entender a los gobiernos anteriores... luego le dije que lo de la luz pronto lo arreglarían...
-Pero ¿cuándo, papá? -sus ojos infantiles se posaron sobre los míos, con un destello de incredulidad- Por cierto... ¿Cuánto puede valer un avión de esos?
-No sé... me imagino que un dineral...-Al cabo, busqué la portátil, que por suerte tenía algo de carga, y me puse a escribir esto...
(Dedicado con profundo respeto y admiración a los personeros gubernamentales que supuestamente lo dan todo por la construcción del socialismo del siglo XXI, jejejejeje)
-No sé, mita... -me agaché, le di un beso (no pude aguantarme: mentalmente le menté la madre a más de uno... sobre todo a quienes ustedes se imaginan...)
Mi hija mayor se acercó y me comentó que por qué se habían comprado unos aviones... que ella había escuchado que unos aviones rusos habían llegado al país... que entonces por qué no arreglaban primero lo de la luz... que ahora cómo iba a terminar el trabajo de... Sólo atiné a decirle que habían cosas que muchos no entendiamos de este gobierno, así como tampoco pudimos entender a los gobiernos anteriores... luego le dije que lo de la luz pronto lo arreglarían...
-Pero ¿cuándo, papá? -sus ojos infantiles se posaron sobre los míos, con un destello de incredulidad- Por cierto... ¿Cuánto puede valer un avión de esos?
-No sé... me imagino que un dineral...-Al cabo, busqué la portátil, que por suerte tenía algo de carga, y me puse a escribir esto...
(Dedicado con profundo respeto y admiración a los personeros gubernamentales que supuestamente lo dan todo por la construcción del socialismo del siglo XXI, jejejejeje)
miércoles, 15 de octubre de 2008
minicuento?
Son las once. El silencio glacial del quirófano vacío penetra hasta mis huesos. Me pregunto qué fue lo que sucedió realmente. Qué pudo desencadenar la serie de acontecimientos que me condujeron a esta situación tan patética. Alguien se acerca. Es un hombre. Tal vez sea uno de ellos. Sus pasos resuenan cada vez más cercanos. Ojalá no me descubra. De lo contrario, seré hombre muerto.
viernes, 10 de octubre de 2008
Tren de media tarde
―¿Adónde se dirigen los señores? ―preguntó el taxista, asomándose por el espejo retrovisor.
―Vamos a la sede de la universidad católica ―dijo el hombre más viejo, con tono displicente.
El sol ardía como siempre, pendiendo de un cielo seco y sin nubes. Para llegar al destino señalado por los pasajeros, el señor Paulino debía atravesar la ciudad, de este a oeste.
―Disculpe, señor… ¿Como cuánto tardaremos en llegar? ―inquirió el chico, acomodándose las gafas de cristales aéreos.
―Bueno… señores… Con este tráfico, unos cuarenta minutos, más o menos… ―respondió el taxista, con cansancio, como si la pregunta le estorbase. Luego bostezó largamente.
―¿Y no puede tomar algún atajo? Es que necesitamos…
―¡No! ¡No puedo tomar ningún atajo! ―interrumpió el taxista al muchacho―. Como ven, a esta hora la ciudad es un caos… Lo que me piden es imposible…
―Bueno, pero tampoco es para que nos conteste de esa manera ―espetó el joven con brusquedad―. A ver si aprende a ser un poquito más cortés…
Paulino, aprovechando el rojo del semáforo y mirando una vez más por el espejo retrovisor, replicó:
―Señores, un momento. No es mi culpa que se les haya hecho tarde… ¿Si quieren los dejo en la próxima esquina?
―¡Eso sería el colmo: que nos dejara botados como un par de perros! ―exclamó esta vez el joven estudiante, con voz temblorosa.
―Ya, Gastón, cálmate. Tú sabes que no se puede pedir peras al olmo… Tranquilo… ―dijo el Dr. Cifuentes, palmeando como pudo a su compañero de asiento.
Llevaban casi quince minutos de viaje. Habían transitado la avenida Rotaria y estaban atravesando la 19 de abril, a la altura de la Normal Valecillos.
―Estos sifrinitos que creen que todo el mundo debe complacerlos en sus nimiedades… ― Dijo Paulino, como para sí, aunque en voz alta, de modo que el joven pudiera escucharlo…
―Mire, señor. Ya se está pasando. ¿Me escuchó? ―gruñó el chico, con el rostro congestionado por la rabia.
―Tranquilo, hombre. No caigas en su juego... ―intervino Cifuentes, con actitud mediadora― ¿Si quieres tomamos otro taxi?... Señor, nos deja en la esquina, por favor…
―¡No! ―gritó el joven, ya totalmente enfurecido―. ¡Este hombre tiene que cumplir con su trabajo! ¡Que aprenda a tratar a los clientes con respeto y educación!
―Pero, no seas tonto… Bajémonos aquí y tomemos otro taxi…
― A ver, señores, ¿seguimos o no? ―Preguntó el taxista, luego de aparcar el auto en un lugar prohibido.
―Sí, siga, por favor ―resolvió Cifuentes, mientras que el joven estudiante ponía cara de pocos amigos.
Al cabo se abrió un breve paréntesis de silencio, que el taxista rompió accionando el botoncito digital del reproductor. De inmediato, Vicente Fernández se hizo presente en escena con sus “Mujeres Divinas”. El joven hizo una mueca de desaprobación. El doctor, por su parte, miró a este último con ojos de súplica.
―¿Cuánto le debemos señor? ―preguntó Cifuentes.
―Lo de siempre, “Doctor” ―dijo el taxista, mecánicamente.
―Bien, muchas gracias… ―dijo el doctor, alargándole un billete de 20 mil.
―¡Ah! Me le da saludes a su esposa… ―dijo el señor Paulino―. Espero que esté mejor…
―Lo haré con gusto ―finalizó Cifuentes―. Hasta Luego.
―¿Oye? ¿Y por qué tanta confianza con ese tipo? ¿Acaso lo conoces? ―inquirió el joven, un tanto extrañado.
―Mira, debes dejar de ser así… pues uno nunca sabe a quién pueda encontrarse, y más ahora, que hay tanto loco suelto… Vamos, apurémonos, que ya es tarde…
(foto: autovía de Madrid)
miércoles, 8 de octubre de 2008
Capítulo II
Al asomarse por la ventana comprobó la información divulgada por el noticiero de las seis de la mañana en donde se anunciaba que el día iba a ser lluvioso, gris. Se dirigió al cuarto; extrajo del ropero la chaqueta de pana verde que tanto le gusta; observó a su esposa que dormía como un bebé, envuelta entre las sábanas. Se acercó con cautela para evitar despertarla: “Chao, mi amor”, dijo con tono tierno, muy suavecito, al tiempo que le daba un beso en la mejilla. Claudia se movió levemente, como un mimoso gato, entreabrió los grandes ojos color chocolate, sonrió, le dijo “chao”, aún amodorrada y se ovilló de nuevo. Afuera comenzó a caer una lluvia de gotas densas acompañada por un fuerte ventarrón, que hacía declinar de cuando en cuando los arbustos del patio.
Encendió el Corsa 2002, mientras la puerta mecánica del garaje se elevaba frente a él como un gran párpado de acero. Sintonizó la FM de todas las mañanas: una canción de los años setenta (Ruddy Márquez: oyendo esta música vieja recuerdo el pasado, cuando yo la tuve a mi lado...) invadió la cabina del auto y lo abrumó de memorias.
Menos mal que el tráfico no estaba tan congestionado como lo supuso. Puso en funcionamiento el celular, pues nunca se sabe, se dijo, después de tomar la avenida Rotaria, en dirección a su trabajo.
El Dr. Darío Cifuentes llegó a la oficina del juzgado a la hora exacta en que su secretaria intentaba comunicarse con él (estaba lívida, temblorosa). Al verlo frente a ella, se levantó de inmediato de la silla giratoria de cuero marrón: “Ay, Doctor Cifuentes, buenos días; menos mal que llegó, doctor, es la señora Rebeca; llamó diciendo que ya tiene los dolores” Se abrió un silencio descomunal que se diría abarcó todo el edificio.
―¿Hace cuánto tiempo llamó, ah?― inquirió el jefe, con el rostro evidentemente congestionado por la noticia.
―Hace como quince minutos, Doctor― respondió Iraima, con los ojos fijos como dos dardos temblorosos sobre el rostro pálido de Cifuentes.
Cifuentes dio algunos pasos de autómata hacia la salida de la oficina, se detuvo, se pasó la mano derecha por la frente de entradas perfectas; al término de unos instantes, se devolvió al lugar donde su secretaria esperaba solícita la nueva orden. A lo lejos se escuchaba el estrépito de la ciudad; la lluvia había cesado; el cielo permanecía gris.
―Por favor, Iraima, llama a mi esposa y dile que tuve que salir a la fiscalía a arreglar un asunto urgente y que seguramente no pueda almorzar en casa. Dijo el hombre, discretamente, para luego alejarse deprisa por el pasillo que conduce al ascensor.
La señora de Cifuentes se levantó a eso de las ocho y media de la mañana. La lluvia momentáneamente se había extinguido. El sol intentaba abrirse paso por entre formaciones de nubes oscuras y espesas que aún flotaban sobre la ciudad, haciendo inminente la caída de un nuevo chaparrón, en cualquier momento. Hacía frío. Claudia acababa de hablar con la secretaria de su esposo. “Bueno, ojalá que pueda solucionar ese-asunto-importante” murmuró de modo impersonal, en tanto que se disponía a cepillarse los dientes. Gustavito, por su parte, aún dormía.
Para llegar al barrio las Flores, el auto debía cruzar toda la ciudad, de este a oeste. Eran las diez menos veinte cuando el Dr. Cifuentes reconoció desde lejos la casa de Rebeca Gómez, incrustada entre un tumulto de casas humildes y calles angostas y sucias, en medio del populoso barrio. A los diez minutos, una mujer gorda, de aproximadamente sesenta años, le rogaba que entrase rápido, que su hija lo esperaba retorciéndose de dolor en su cuarto. Cifuentes corrió a través de un pasillo angosto, abrió una cortina con premura. La mujer estaba acostada en una pequeña cama con el cabello desordenado. Tenía el rostro pálido, unas ojeras grisáceas y profundas alrededor de sus grandes ojos evidenciaban varias noches de insomnio. Llevaba puesta una bata de dormir semi-transparente que facilitaba la contemplación de unos senos caídos y mustios. Al tenerlo frente a ella, Rebeca Gómez, en medio de un suspiro entrecortado, dijo: “Gracias, Dios mío. Menos mal que llegaste.” Él estaba sudoroso, pálido, con las manos temblorosas.
― Tranquila, mi amor, ya te llevo al hospital.―prometió Cifuentes, contemplando los ojos atónitos de la mujer, que a su vez lo observaban suplicantes. El cuarto estaba en desorden. Era un lugar húmedo, sofocante; cargado de olores amargos, desagradables. El techo de zinc, no tan alto, reproducía inclemente el sopor que el poco sol que ya se asomaba tímidamente por entre las nubes, comenzaba a generar, aquella acelerada mañana de julio.
Encendió el Corsa 2002, mientras la puerta mecánica del garaje se elevaba frente a él como un gran párpado de acero. Sintonizó la FM de todas las mañanas: una canción de los años setenta (Ruddy Márquez: oyendo esta música vieja recuerdo el pasado, cuando yo la tuve a mi lado...) invadió la cabina del auto y lo abrumó de memorias.
Menos mal que el tráfico no estaba tan congestionado como lo supuso. Puso en funcionamiento el celular, pues nunca se sabe, se dijo, después de tomar la avenida Rotaria, en dirección a su trabajo.
El Dr. Darío Cifuentes llegó a la oficina del juzgado a la hora exacta en que su secretaria intentaba comunicarse con él (estaba lívida, temblorosa). Al verlo frente a ella, se levantó de inmediato de la silla giratoria de cuero marrón: “Ay, Doctor Cifuentes, buenos días; menos mal que llegó, doctor, es la señora Rebeca; llamó diciendo que ya tiene los dolores” Se abrió un silencio descomunal que se diría abarcó todo el edificio.
―¿Hace cuánto tiempo llamó, ah?― inquirió el jefe, con el rostro evidentemente congestionado por la noticia.
―Hace como quince minutos, Doctor― respondió Iraima, con los ojos fijos como dos dardos temblorosos sobre el rostro pálido de Cifuentes.
Cifuentes dio algunos pasos de autómata hacia la salida de la oficina, se detuvo, se pasó la mano derecha por la frente de entradas perfectas; al término de unos instantes, se devolvió al lugar donde su secretaria esperaba solícita la nueva orden. A lo lejos se escuchaba el estrépito de la ciudad; la lluvia había cesado; el cielo permanecía gris.
―Por favor, Iraima, llama a mi esposa y dile que tuve que salir a la fiscalía a arreglar un asunto urgente y que seguramente no pueda almorzar en casa. Dijo el hombre, discretamente, para luego alejarse deprisa por el pasillo que conduce al ascensor.
La señora de Cifuentes se levantó a eso de las ocho y media de la mañana. La lluvia momentáneamente se había extinguido. El sol intentaba abrirse paso por entre formaciones de nubes oscuras y espesas que aún flotaban sobre la ciudad, haciendo inminente la caída de un nuevo chaparrón, en cualquier momento. Hacía frío. Claudia acababa de hablar con la secretaria de su esposo. “Bueno, ojalá que pueda solucionar ese-asunto-importante” murmuró de modo impersonal, en tanto que se disponía a cepillarse los dientes. Gustavito, por su parte, aún dormía.
Para llegar al barrio las Flores, el auto debía cruzar toda la ciudad, de este a oeste. Eran las diez menos veinte cuando el Dr. Cifuentes reconoció desde lejos la casa de Rebeca Gómez, incrustada entre un tumulto de casas humildes y calles angostas y sucias, en medio del populoso barrio. A los diez minutos, una mujer gorda, de aproximadamente sesenta años, le rogaba que entrase rápido, que su hija lo esperaba retorciéndose de dolor en su cuarto. Cifuentes corrió a través de un pasillo angosto, abrió una cortina con premura. La mujer estaba acostada en una pequeña cama con el cabello desordenado. Tenía el rostro pálido, unas ojeras grisáceas y profundas alrededor de sus grandes ojos evidenciaban varias noches de insomnio. Llevaba puesta una bata de dormir semi-transparente que facilitaba la contemplación de unos senos caídos y mustios. Al tenerlo frente a ella, Rebeca Gómez, en medio de un suspiro entrecortado, dijo: “Gracias, Dios mío. Menos mal que llegaste.” Él estaba sudoroso, pálido, con las manos temblorosas.
― Tranquila, mi amor, ya te llevo al hospital.―prometió Cifuentes, contemplando los ojos atónitos de la mujer, que a su vez lo observaban suplicantes. El cuarto estaba en desorden. Era un lugar húmedo, sofocante; cargado de olores amargos, desagradables. El techo de zinc, no tan alto, reproducía inclemente el sopor que el poco sol que ya se asomaba tímidamente por entre las nubes, comenzaba a generar, aquella acelerada mañana de julio.
lunes, 6 de octubre de 2008
Los lobos también lloran (capítulo I)
Amor 77
Y después de hacer todo lo que hacen,
se levantan, se bañan,
se entalcan, se perfuman, se peinan, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son.
Julio Cortázar (Un tal Lucas, 1966)
1
Luego de tragarse la segunda pastilla, la joven se bebió de dos sorbos largos el resto de agua que le había quedado en el vaso. Al cabo lo colocó sobre la mesa de noche. Estuvo unos minutos sentada en la orilla de la cama, recordando las últimas palabras del facultativo de la farmacia, quien luego de escrutarla por unos instantes con ojos inquisidores, le dijo: “No te preocupes, muchacha, con estas pastillas, tu problema estará solucionado...” “El problema estará solucionado”, murmuró, acariciándose suavemente el vientre con la yema de los dedos. De pronto, alguien tocó a su puerta; era su mamá. “Karla, te llaman por teléfono: es Eduardo...” dijo la señora Dolores, con aire cómplice, acercando la cara a la puerta del cuarto de su hija, como si revelara un secreto. “Ya voy mamá” repuso la muchacha, enjugándose una lágrima inoportuna que se deslizaba silenciosa sobre una de sus mejillas. Se sentía terrible, mas logró incorporarse a su vida normal. Se dirigió a la puerta, abrió, abandonó el cuarto con cierta brusquedad. Con la mano izquierda, y de una manera mecánica, se sacó el bikini de en medio de las nalgas. Cruzó la pequeña sala donde su padre contemplaba como idiotizado un partido de fútbol (Venezuela jugaba contra Colombia). Tomó el teléfono: “Hola gordo”, “¿Cómo estás?” saludó Karla, con voz dulce, fingiendo tranquilidad. “¿Ya está listo?” Preguntó una voz masculina, ronca, desde el otro lado de la línea. (Seguro está tomando, pensó la muchacha). “Sí, papi”... “Qué bien” repuso él, luego de un suspiro... hubo un breve silencio: “Entonces nos vemos mañana”, concluyó Eduardo. “Chao, mi amor”, dijo Karla, espiando de soslayo a su padre que yacía dormido, con la cabeza ladeada, la boca abierta; el cuerpo pesadamente arrellanado en su sillón favorito, frente al centelleo constante de la pantalla del televisor.
Dos días antes del esperado partido de fútbol, Karla, aprovechando que sus padres estaban cenando en casa de sus abuelos, tuvo la osadía de meter a Eduardo a su pieza: “Eso sí fue rico, mamita”, dijo Eduardo, mientras se sentaba en la cama y se disponía a colocarse nuevamente el boxer. Karla sonrió, enajenada, aunque sin perder de vista el reloj de pared que su padre le había regalado un mes antes, para que pudiese llevar control sobre su horario de lecturas. Sin duda la había pasado rico, no obstante, un oculto sentimiento de incertidumbre opacaba de repente ese acelerado momento de placer. Eduardo era un tipo cínico. Trabajaba como mecánico en un taller de latonería y pintura, que quedaba ubicado a dos cuadras de la casa de Karla. Era más bien pequeño y algo gordo, de ojos oscuros y piel curtida por el sol. Conoció a Karla en una fiesta. Desde el momento en que la vio bailando una canción de salsa brava, quedó prendado de la joven. “Ese culito me lo como yo” dijo con desfachatez a uno de sus amigotes antes de tomarse un trago de ron con coca-cola. A las dos horas estaba platicando con la muchacha. La lengua a veces le jugaba una mala pasada, sin embargo logró cuadrar una cita para el día siguiente.
Hay que reconocer que Karla era algo coqueta. Siendo aún muy niña, sus familiares y allegados tejieron en su mente la convicción de que era hermosa, de que era una mujer muy especial; por cierto, no se equivocaron, pues luego de la pubertad, motivos le sobraron para ser una de las chicas más deseadas del barrio: esbelta, estatura media, senos y trasero prominentes, pero sin rayar en la exageración; ojos achinados (algo aindiados, más bien), tez morena, boca pequeña, andar resuelto.
Estaba terminando el bachillerato en un colegio privado. Tenía 17 años recién cumplidos, cuando le dio el sí definitivo a Eduardo, bajo la sombra de un espeso almendro en la plaza Bolívar de ese barrio citadino. Sabía que estaba jugando con fuego, pues la reputación de “el Gordo”, como era llamado Eduardo por sus amigos, no era precisamente la de un Nerds. Ella sabía que el tipo no era de fiar. Sin embargo, algo de la personalidad del muchacho le atraía sobremanera: tal vez ese modo tan descarado de dársela de machote y mujeriego, o el mutismo en que a veces se abstraía, sobre todo cuando estaba solo, y que le daba un aire enigmático, atractivo. En fin, la joven cayó redondita, tal y como él lo había previsto aquella noche de farra.
Eduardo vivía en una casa humilde con su mamá y un hermano enfermo. Era el único que trabajaba. Desde muy joven tuvo que hacerse cargo de sus gastos personales y de la mayor parte de los gastos de su familia. Su padre había muerto en un aparatoso accidente de tránsito cuando él apenas contaba con diez años de edad. Justo había terminado el tercer grado: no estudió más. Desde entonces se dedicó a ejercer varios oficios: limpiabotas, barrendero, vendedor de helados efe, entre otros. Tenía fama de marihuanero, ratero, estafador, sonsacador de jovencitas, y hasta de pertenecer a un grupo satánico. Karla hacía caso omiso a las habladurías del barrio, mas por si acaso, actuaba con precaución.
No era su primera vez. Cuando tenía quince años tuvo su primera relación sexual: fue con un primo que estaba de vacaciones en su casa. Se llamaba Sergio y era dos años mayor que ella. Sergio era un chico atractivo y con cierta experiencia sexual. Una tarde en que ambos se hallaban solos en la casa, Sergio espió a Karla mientras ésta se duchaba con parsimonia, luego de haber ido de paseo a un río cercano con algunas de sus amigas. Era excitante para el joven ver a su primita enjabonarse con delicadeza los senos de pezones erguidos y ese tierno culito de formas redondas, bajo la llovizna del grifo. Para ese momento eran novios, pues siempre se habían gustado, a pesar del parentesco que los unía. Una semana después, estaban tocándose furtivamente en el patio trasero de la casa; quince días después, consumaban un rápido y sobresaltado acto sexual, sin orgasmo, más cargado de miedo e incertidumbre, que de placer...
En adelante, Karla comenzó a tener una vida sexual más o menos activa, sobre todo cuando se creía enamorada, querida. Siempre fue cuidadosa. Velaba por no caer en el libertinaje sexual y por no quedar embarazada, aunque, como les comentaba de vez en cuando a sus amigas a la salida del colegio, no se sentía preparada aún para cuidarse con pastillas (aunque me han dicho que las de emergencia son buenísimas...decía, con una expresión admirativa en el rostro). En efecto, cuando se disponía a hacer el amor, siempre le exigía a su compañero el uso del condón. Esta vez Eduardo no lo usó, pues con el afán de aprovechar la ocasión que se le presentaba (“Los viejos no van a estar en la casa, chamo”, comentó a su compinche... con los ojos exaltados de lujuria) no tuvo tiempo de adquirirlos. Si bien al principio Karla se negó a hacerlo así, sin protección, al poco rato la excitación la fue derribando lentamente sobre la cama, haciéndola dejar de lado el espíritu de precaución y cautela que solía caracterizarla en esos casos.
El reloj de pared que se halla a dos metros y medio del piso, marca las once y cincuenta de la noche. Debe estar ya borracho, murmuró, mientras acomodaba su cuerpo hacia el lado izquierdo de la cama: las piernas unidas y dobladas en posición fetal, los brazos juntos haciendo de almohada. En este momento la pastilla ya debe haber surtido efecto; en adelante debo ser más cuidadosa, pensó Karla, luego de un largo bostezo. Tendré que comprar un paquete de condones y esconderlos de alguna manera en mi cuarto; sí, eso haré. Otro susto como éste, ni loca: aunque me muera de ganas; sin condón, nada, gordito. Si tiene muchas ganas pero no tiene como protegerse, entonces que se masturbe...
Apagó la luz del cuarto, se persignó como siempre (no tanto por fe como por costumbre), se ovilló entre las sábanas.
Y después de hacer todo lo que hacen,
se levantan, se bañan,
se entalcan, se perfuman, se peinan, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son.
Julio Cortázar (Un tal Lucas, 1966)
1
Luego de tragarse la segunda pastilla, la joven se bebió de dos sorbos largos el resto de agua que le había quedado en el vaso. Al cabo lo colocó sobre la mesa de noche. Estuvo unos minutos sentada en la orilla de la cama, recordando las últimas palabras del facultativo de la farmacia, quien luego de escrutarla por unos instantes con ojos inquisidores, le dijo: “No te preocupes, muchacha, con estas pastillas, tu problema estará solucionado...” “El problema estará solucionado”, murmuró, acariciándose suavemente el vientre con la yema de los dedos. De pronto, alguien tocó a su puerta; era su mamá. “Karla, te llaman por teléfono: es Eduardo...” dijo la señora Dolores, con aire cómplice, acercando la cara a la puerta del cuarto de su hija, como si revelara un secreto. “Ya voy mamá” repuso la muchacha, enjugándose una lágrima inoportuna que se deslizaba silenciosa sobre una de sus mejillas. Se sentía terrible, mas logró incorporarse a su vida normal. Se dirigió a la puerta, abrió, abandonó el cuarto con cierta brusquedad. Con la mano izquierda, y de una manera mecánica, se sacó el bikini de en medio de las nalgas. Cruzó la pequeña sala donde su padre contemplaba como idiotizado un partido de fútbol (Venezuela jugaba contra Colombia). Tomó el teléfono: “Hola gordo”, “¿Cómo estás?” saludó Karla, con voz dulce, fingiendo tranquilidad. “¿Ya está listo?” Preguntó una voz masculina, ronca, desde el otro lado de la línea. (Seguro está tomando, pensó la muchacha). “Sí, papi”... “Qué bien” repuso él, luego de un suspiro... hubo un breve silencio: “Entonces nos vemos mañana”, concluyó Eduardo. “Chao, mi amor”, dijo Karla, espiando de soslayo a su padre que yacía dormido, con la cabeza ladeada, la boca abierta; el cuerpo pesadamente arrellanado en su sillón favorito, frente al centelleo constante de la pantalla del televisor.
Dos días antes del esperado partido de fútbol, Karla, aprovechando que sus padres estaban cenando en casa de sus abuelos, tuvo la osadía de meter a Eduardo a su pieza: “Eso sí fue rico, mamita”, dijo Eduardo, mientras se sentaba en la cama y se disponía a colocarse nuevamente el boxer. Karla sonrió, enajenada, aunque sin perder de vista el reloj de pared que su padre le había regalado un mes antes, para que pudiese llevar control sobre su horario de lecturas. Sin duda la había pasado rico, no obstante, un oculto sentimiento de incertidumbre opacaba de repente ese acelerado momento de placer. Eduardo era un tipo cínico. Trabajaba como mecánico en un taller de latonería y pintura, que quedaba ubicado a dos cuadras de la casa de Karla. Era más bien pequeño y algo gordo, de ojos oscuros y piel curtida por el sol. Conoció a Karla en una fiesta. Desde el momento en que la vio bailando una canción de salsa brava, quedó prendado de la joven. “Ese culito me lo como yo” dijo con desfachatez a uno de sus amigotes antes de tomarse un trago de ron con coca-cola. A las dos horas estaba platicando con la muchacha. La lengua a veces le jugaba una mala pasada, sin embargo logró cuadrar una cita para el día siguiente.
Hay que reconocer que Karla era algo coqueta. Siendo aún muy niña, sus familiares y allegados tejieron en su mente la convicción de que era hermosa, de que era una mujer muy especial; por cierto, no se equivocaron, pues luego de la pubertad, motivos le sobraron para ser una de las chicas más deseadas del barrio: esbelta, estatura media, senos y trasero prominentes, pero sin rayar en la exageración; ojos achinados (algo aindiados, más bien), tez morena, boca pequeña, andar resuelto.
Estaba terminando el bachillerato en un colegio privado. Tenía 17 años recién cumplidos, cuando le dio el sí definitivo a Eduardo, bajo la sombra de un espeso almendro en la plaza Bolívar de ese barrio citadino. Sabía que estaba jugando con fuego, pues la reputación de “el Gordo”, como era llamado Eduardo por sus amigos, no era precisamente la de un Nerds. Ella sabía que el tipo no era de fiar. Sin embargo, algo de la personalidad del muchacho le atraía sobremanera: tal vez ese modo tan descarado de dársela de machote y mujeriego, o el mutismo en que a veces se abstraía, sobre todo cuando estaba solo, y que le daba un aire enigmático, atractivo. En fin, la joven cayó redondita, tal y como él lo había previsto aquella noche de farra.
Eduardo vivía en una casa humilde con su mamá y un hermano enfermo. Era el único que trabajaba. Desde muy joven tuvo que hacerse cargo de sus gastos personales y de la mayor parte de los gastos de su familia. Su padre había muerto en un aparatoso accidente de tránsito cuando él apenas contaba con diez años de edad. Justo había terminado el tercer grado: no estudió más. Desde entonces se dedicó a ejercer varios oficios: limpiabotas, barrendero, vendedor de helados efe, entre otros. Tenía fama de marihuanero, ratero, estafador, sonsacador de jovencitas, y hasta de pertenecer a un grupo satánico. Karla hacía caso omiso a las habladurías del barrio, mas por si acaso, actuaba con precaución.
No era su primera vez. Cuando tenía quince años tuvo su primera relación sexual: fue con un primo que estaba de vacaciones en su casa. Se llamaba Sergio y era dos años mayor que ella. Sergio era un chico atractivo y con cierta experiencia sexual. Una tarde en que ambos se hallaban solos en la casa, Sergio espió a Karla mientras ésta se duchaba con parsimonia, luego de haber ido de paseo a un río cercano con algunas de sus amigas. Era excitante para el joven ver a su primita enjabonarse con delicadeza los senos de pezones erguidos y ese tierno culito de formas redondas, bajo la llovizna del grifo. Para ese momento eran novios, pues siempre se habían gustado, a pesar del parentesco que los unía. Una semana después, estaban tocándose furtivamente en el patio trasero de la casa; quince días después, consumaban un rápido y sobresaltado acto sexual, sin orgasmo, más cargado de miedo e incertidumbre, que de placer...
En adelante, Karla comenzó a tener una vida sexual más o menos activa, sobre todo cuando se creía enamorada, querida. Siempre fue cuidadosa. Velaba por no caer en el libertinaje sexual y por no quedar embarazada, aunque, como les comentaba de vez en cuando a sus amigas a la salida del colegio, no se sentía preparada aún para cuidarse con pastillas (aunque me han dicho que las de emergencia son buenísimas...decía, con una expresión admirativa en el rostro). En efecto, cuando se disponía a hacer el amor, siempre le exigía a su compañero el uso del condón. Esta vez Eduardo no lo usó, pues con el afán de aprovechar la ocasión que se le presentaba (“Los viejos no van a estar en la casa, chamo”, comentó a su compinche... con los ojos exaltados de lujuria) no tuvo tiempo de adquirirlos. Si bien al principio Karla se negó a hacerlo así, sin protección, al poco rato la excitación la fue derribando lentamente sobre la cama, haciéndola dejar de lado el espíritu de precaución y cautela que solía caracterizarla en esos casos.
El reloj de pared que se halla a dos metros y medio del piso, marca las once y cincuenta de la noche. Debe estar ya borracho, murmuró, mientras acomodaba su cuerpo hacia el lado izquierdo de la cama: las piernas unidas y dobladas en posición fetal, los brazos juntos haciendo de almohada. En este momento la pastilla ya debe haber surtido efecto; en adelante debo ser más cuidadosa, pensó Karla, luego de un largo bostezo. Tendré que comprar un paquete de condones y esconderlos de alguna manera en mi cuarto; sí, eso haré. Otro susto como éste, ni loca: aunque me muera de ganas; sin condón, nada, gordito. Si tiene muchas ganas pero no tiene como protegerse, entonces que se masturbe...
Apagó la luz del cuarto, se persignó como siempre (no tanto por fe como por costumbre), se ovilló entre las sábanas.
domingo, 5 de octubre de 2008
Acerca del tiempo...
Y pensar que al cabo de unos cuantos años, quién sabe cuántos y por qué, volveremos a la nada de donde salimos. Sólo es cuestión de tiempo. De esa cosita irreversible y a veces dolorosa de tan precisa, que tanteamos con relojes, que queremos domeñar a nuestro antojo, como si fuera posible un día, vaya ilusión.
Y pensar que somos uno mismo multiplicado en los espejos, que no queda otro remedio más que esperar en alguna esquina, el instante final; que no somos más que pasajeros, nubes que marchan a merced de los vientos, veleros de papel, rosas que nacen de pronto, que mueren. El tiempo es un gendarme acucioso y terrible, que cumple sus funciones con puntualidad extrema, no hay duda de eso...
viernes, 3 de octubre de 2008
fe de erratas... um
Aclaratoria: en una de mis entradas anteriores llamada "en el Palacio de Anaya" presente la fotografía equivocada. Ese no es el referido palacio, sino el Convento de San Esteban de los dominicos...
lunes, 22 de septiembre de 2008
Frente al Mar Cantábrico
(Playa La Concha, San Sebastián, Mar Cantábrico, España)
Vaya forma, esta de amarte,
De desafiar al tiempo, anhelando
La tenue algarabía de tus huesos,
Desnudando el alma, a cada instante,
De frente al sol o luna llena,
Abrigando la pesadumbre sin fin de tus brazos,
Dándole de beber al insomnio
La gota penúltima del ardor…
Vaya algarabía, esta de amarte,
Con todo y dolor y sobresalto
Y llama y sueño loco, loco
Perdido en los mares sin fin de la ausencia,
Ausencia tuya de mí, de mi boca,
Del resoplar de tus labios
Del resoplar de tus pechos,
Mandarinas de eterna primavera,
Dones fortuitos que de la tierra manan,
Como flores o lluvia o canto silencioso
De gaviotas que emigran hacia nuevos horizontes
De desafiar al tiempo, anhelando
La tenue algarabía de tus huesos,
Desnudando el alma, a cada instante,
De frente al sol o luna llena,
Abrigando la pesadumbre sin fin de tus brazos,
Dándole de beber al insomnio
La gota penúltima del ardor…
Vaya algarabía, esta de amarte,
Con todo y dolor y sobresalto
Y llama y sueño loco, loco
Perdido en los mares sin fin de la ausencia,
Ausencia tuya de mí, de mi boca,
Del resoplar de tus labios
Del resoplar de tus pechos,
Mandarinas de eterna primavera,
Dones fortuitos que de la tierra manan,
Como flores o lluvia o canto silencioso
De gaviotas que emigran hacia nuevos horizontes
Dime si el amor es para siempre
o es sólo un sueño,
una coartada más del destino...
dime si se va, adónde ha ido,
dónde flores o jigarros,
dónde besos o palabras
que brotaban suavemente de un corazón aturdido
por la dulce espera
dime si es un duende oscuro
el que nos hace caer en tentación o gula
en el salvajismo de los besos
en la fragua incesante de un cuerpo en otro cuerpo
dime si es mar o calma
dime si existe un día
no más de la memoria
en que pueda encontrarme...
en asunción de ti
En el Palacio de Anaya de Salamanca...
en que el amor perdió su follaje más tierno,
consuela la herida,
vierte la humedad de tu cuerpo
en el hueco de estas manos
que infames te dibujan bajo la fiebre
y la avaricia...
consuela la herida,
que el leve murmullo de tu voz
invada este espacio
para que pueda atardecer como nunca,
y las vocales de tu nombre no duelan tanto...
sábado, 20 de septiembre de 2008
Llegamos a Peña Francia poco después de las 18 horas. El sol brillaba violentamente sobre nosotros. Hacia el horizonte el azul intenso se fundía con el amarillo de los campos de trigo y de girasoles... Ya en la cima, visitamos el monumento dedicado a la virgen negra, cuya aparición se dio a mediados del siglo 18.
Pero unos metros atrás, entre la vereda principal y la puerta que conduce a la cueva de la virgen, encontramos un reloj solar... Comprendí que somos los mismos: esclavos del tiempo, a pesar de los siglos, la distancia, el...
Pero unos metros atrás, entre la vereda principal y la puerta que conduce a la cueva de la virgen, encontramos un reloj solar... Comprendí que somos los mismos: esclavos del tiempo, a pesar de los siglos, la distancia, el...
jueves, 18 de septiembre de 2008
caleidoscopio
Una mirada desconocida
Roza el borde de una imagen.
Estoy sumergido en un bosque dilatado y turbio,
Entre murallas grises de cristal.
Me aturden las viejas canciones
Que entonan los olvidados y los locos.
Somos topos, gusanos, transeúntes.
Los corazones palpitan sin corazón
Al compás de los relojes,
Somos máquinas, sistemas de uniforme algarabía.
El tiempo es un déspota, un gendarme de la muerte.
Una casa oscura y sola en medio de un desierto
De arenas milenarias…
Roza el borde de una imagen.
Estoy sumergido en un bosque dilatado y turbio,
Entre murallas grises de cristal.
Me aturden las viejas canciones
Que entonan los olvidados y los locos.
Somos topos, gusanos, transeúntes.
Los corazones palpitan sin corazón
Al compás de los relojes,
Somos máquinas, sistemas de uniforme algarabía.
El tiempo es un déspota, un gendarme de la muerte.
Una casa oscura y sola en medio de un desierto
De arenas milenarias…
viernes, 12 de septiembre de 2008
Almacen...
Para quien el día
no es más
que un remedo de horas,
dispuestas
ordenadamente
como en un almacen de bisutería
(Sambugal, Portugal)
no es más
que un remedo de horas,
dispuestas
ordenadamente
como en un almacen de bisutería
(Sambugal, Portugal)
martes, 19 de agosto de 2008
Conociendo España
Estoy escribendo desde el estudio de Isidoro. Hace poco anocheció sobre España. Son las 10 y 23 de la noche. Son muchas las cosas sobre las que quiero escribir... Ya lo haré con calma cuando vuelva a Venezuela... En estos días, en tanto pueda, seguiré publicando mis reflexiones... luego escribiré sobre estas vacaciones por demás alucinantes, felices...
jueves, 7 de agosto de 2008
evasión
Vine a buscarte
Ya te habías ido,
En una evasión de pájaros o lluvia.
Ni siquiera dejaste tu rastro en los jardines
El murmullo de tu vestido
O el hollín de tu pena…
Sólo estas ganas terribles de encontrarte nuevamente
Frente a una taza de café humeante,
De decirte, cómo estás, de cualquier modo,
O enseñarte estos dientes amarillos
En señal de protesta.
Ya te habías ido,
En una evasión de pájaros o lluvia.
Ni siquiera dejaste tu rastro en los jardines
El murmullo de tu vestido
O el hollín de tu pena…
Sólo estas ganas terribles de encontrarte nuevamente
Frente a una taza de café humeante,
De decirte, cómo estás, de cualquier modo,
O enseñarte estos dientes amarillos
En señal de protesta.
martes, 5 de agosto de 2008
incendio...
los árboles desnudos,
tus piernas, mi estribillo,
razón de mar y canto,
perenne algarabía,
camina sigilosa la noche entre tus soles
que son como volcanes
a tu pecho prendidos
no hay sed que calmes, amor,
en este incendio vivo,
cegado de tenerte al borde de la hoguera,
acércate con frondas, con flores, con orgasmos
regálame tu voz en medio de gemidos
que nadie pueda hallarte así como te hallo
desnuda y siempre mía
desafiando el destino...
Al fin de la fogata, mantente en las cenizas
ardiendo para siempre
sin que nadie lo sepa...
tus piernas, mi estribillo,
razón de mar y canto,
perenne algarabía,
camina sigilosa la noche entre tus soles
que son como volcanes
a tu pecho prendidos
no hay sed que calmes, amor,
en este incendio vivo,
cegado de tenerte al borde de la hoguera,
acércate con frondas, con flores, con orgasmos
regálame tu voz en medio de gemidos
que nadie pueda hallarte así como te hallo
desnuda y siempre mía
desafiando el destino...
Al fin de la fogata, mantente en las cenizas
ardiendo para siempre
sin que nadie lo sepa...
lunes, 4 de agosto de 2008
Tanto que esperé
Tanto que esperé
Con la vanidad
O la estupidez
De que vendrías
Ya no como sueño
O alegórica ficción de un día
Por decir algo
Soporté los orificios del llanto
La premura
La tarde recalcitrante
Cargada de historias
La humedad
De mil citas clausuradas:
El equívoco la duda
Procesión de bocas de humo y parloteo
Sucesión de manos de empeño y acicate
Con la vanidad
O la estupidez
De que vendrías
Ya no como sueño
O alegórica ficción de un día
Por decir algo
Soporté los orificios del llanto
La premura
La tarde recalcitrante
Cargada de historias
La humedad
De mil citas clausuradas:
El equívoco la duda
Procesión de bocas de humo y parloteo
Sucesión de manos de empeño y acicate
domingo, 3 de agosto de 2008
Hay momentos...
Hay momentos en que debemos deslindar entre varias disyuntivas. Analizar los pro y los contra de un asunto ineludible. Desnudar esa posibilidad, plenamente: tocarla, husmearla, desdoblarla, descubrirle el envés...
Es difícil aceptar muchas de las realidades que "vivimos" a diario. Pero lo peor, es que en el fondo, muchos de esos procesos son causales: es decir, son el producto de actos anteriores, de situaciones que venimos construyendo, arrastrando, de manera consciente o inconsciente.
Así pues, vamos contando los días, los que pasan, los que llegan, a punta de amaneceres repetidos, de nuevas posibilidades de acertar o de caer en esa vorágine de estupideces...
Es difícil evadir estas realidades... Entre maneras y gustos, seguimos transitando...
sábado, 2 de agosto de 2008
Encuentro
Las estrellas dispusieron el encuentro:
Nos dedicaron la glacial frescura
De una noche común y corriente,
Y la bulla y la gente tropezando con las piedras,
Y unas cuantas sombras,
Y la imagen de tu cuerpo
Transfigurada por el sueño
Y tu voz a regañadientes como nacida desde lejos,
Y unas cuantas botellas vacías,
Y rastros de carmín y sobresalto sobre la camisa
Y unas cuantas ráfagas de lluvia más allá de las nubes
Y tu pulgar derecho apto para colmar toda la noche
Y la exacta curva de tu vientre
Y la corteza de tu piel incesante como rotación o latido
Y la languidez de tu mirar lejano
Y la lejana melancolía sin fondo ni pena
Y tu sonrisa desesperante y clara como el día
Y el verano de tu pubis tan ajeno y tan tibio
Y tu rostro en claro-oscuro
Y tus maneras, tus gestos,
Y, en fin,Todo aquello que somos o podemos llegar a ser,
Y lo que va apagándose inexorablemente lejos de nosotros
Como estas palabras tardías
O este día que se extingue
como todos los días.
Nos dedicaron la glacial frescura
De una noche común y corriente,
Y la bulla y la gente tropezando con las piedras,
Y unas cuantas sombras,
Y la imagen de tu cuerpo
Transfigurada por el sueño
Y tu voz a regañadientes como nacida desde lejos,
Y unas cuantas botellas vacías,
Y rastros de carmín y sobresalto sobre la camisa
Y unas cuantas ráfagas de lluvia más allá de las nubes
Y tu pulgar derecho apto para colmar toda la noche
Y la exacta curva de tu vientre
Y la corteza de tu piel incesante como rotación o latido
Y la languidez de tu mirar lejano
Y la lejana melancolía sin fondo ni pena
Y tu sonrisa desesperante y clara como el día
Y el verano de tu pubis tan ajeno y tan tibio
Y tu rostro en claro-oscuro
Y tus maneras, tus gestos,
Y, en fin,Todo aquello que somos o podemos llegar a ser,
Y lo que va apagándose inexorablemente lejos de nosotros
Como estas palabras tardías
O este día que se extingue
como todos los días.
viernes, 1 de agosto de 2008
inevitable
La trama penetra los postigos sin luz
Se derrama sobre las mesas teñidas de hambre y silencio
Alimenta las glándulas de una soledad profunda
Multiplica las nueces del olvido sobre el prado del devenir
Resquebraja los folios del ensueño y la alegría
Quebranta la osadía y el orgullo de un corazón pusilánime
La trama inevitable te hace inútil
Te consume te arrebata
Entre la vigilia y el azar
Se derrama sobre las mesas teñidas de hambre y silencio
Alimenta las glándulas de una soledad profunda
Multiplica las nueces del olvido sobre el prado del devenir
Resquebraja los folios del ensueño y la alegría
Quebranta la osadía y el orgullo de un corazón pusilánime
La trama inevitable te hace inútil
Te consume te arrebata
Entre la vigilia y el azar
jueves, 31 de julio de 2008
sobre ferrys y otras circunstancias...
Todos los días veo los ferrys partir. Soy testigo de lo que pasa antes y después. De la masa humana que se agolpa, se extiende, se disgrega; pulula, hace ruido y se acalla de pronto, como una nube de abejas que va y viene.
Más allá, el horizonte, dispuesto entre mitades azules, y el sol seco y turbio brindando su energía, su luz, su fuego perenne...
Otra tarde que se multiplica y va a dar al pote del ayer. Mientras los ferrys como aldeas rodantes se pierden lentamente, como si se hundieran de pronto para nunca más volver...
miércoles, 30 de julio de 2008
Mascarada, jajajaja...
Ayer se marchó.
Se fue a la casa de su hermana Sofía.
Me dejó un papelito en la mesita de noche (como en esas películas o culebrones de antaño...¿Se acuerdan?)
Que ya no aguantaba más mi falta de carácter.
Que estaba harta de mantener a un escritor frustrado que ni siquiera sabía lavar sus propios calcetines...
Que esto y aquello y lo otro...
Ayer se fue, para siempre (como aquella canción de Magneto que nos gustaba tanto cuando nos conocimos).
La verdad me lo esperaba, pero no tan así, tan rápido, tan bruscamente. Es que aún no salgo del shok (¡vaya eufemismo!).
Una cosa es que aún no haya podido escribir la novela que estoy seguro me hará ganar, como mínimo, un premio Herralde, o un Seix Barral, etc. Pero otra cosa es que pregone por ahí que no sirvo para nada... Eso no.
Por cierto, Alejandra mía, si acaso lees la entrada de hoy (es decir esta...). Quiero informarte que se te olvidó, tirada al borde de la acera, la máscara de la chica superpoderosa... ¿Cuándo vienes por ella... amorcito?
Se fue a la casa de su hermana Sofía.
Me dejó un papelito en la mesita de noche (como en esas películas o culebrones de antaño...¿Se acuerdan?)
Que ya no aguantaba más mi falta de carácter.
Que estaba harta de mantener a un escritor frustrado que ni siquiera sabía lavar sus propios calcetines...
Que esto y aquello y lo otro...
Ayer se fue, para siempre (como aquella canción de Magneto que nos gustaba tanto cuando nos conocimos).
La verdad me lo esperaba, pero no tan así, tan rápido, tan bruscamente. Es que aún no salgo del shok (¡vaya eufemismo!).
Una cosa es que aún no haya podido escribir la novela que estoy seguro me hará ganar, como mínimo, un premio Herralde, o un Seix Barral, etc. Pero otra cosa es que pregone por ahí que no sirvo para nada... Eso no.
Por cierto, Alejandra mía, si acaso lees la entrada de hoy (es decir esta...). Quiero informarte que se te olvidó, tirada al borde de la acera, la máscara de la chica superpoderosa... ¿Cuándo vienes por ella... amorcito?
martes, 29 de julio de 2008
Imágenes
Suelo encontrarme en cada posesión,
en cada recuerdo,
en cada cicatriz,
pequeña y frágil,
en cada horizonte sin mañana,
sin flores ni caminos,
en cada incensatez,
en cada silencio...
Suelo encontrarme absurdo frente al espejo,
con la mirada vacía, impenetrable y sucia...
Mi mundo vibra lejos de tus ojos, eso es todo.
allá afuera
arden los semáforos
en cada recuerdo,
en cada cicatriz,
pequeña y frágil,
en cada horizonte sin mañana,
sin flores ni caminos,
en cada incensatez,
en cada silencio...
Suelo encontrarme absurdo frente al espejo,
con la mirada vacía, impenetrable y sucia...
Mi mundo vibra lejos de tus ojos, eso es todo.
allá afuera
arden los semáforos
lunes, 28 de julio de 2008
Sobre la guerra y el poder...
Al parecer no basta con las lecciones que la vida nos da a cada instante. Prisioneros de nuestros propios vicios y mezquindades, vamos acercándonos a la extinción. Cuánto vale una vida o dos, cuánto valen mil vidas o más... Cuánto es necesario que sufran aquellos que sin pedirlo forman parte de este gran corro de muerte y destrucción...
Hoy Hoy cuando el planeta nos revela los signos primarios de su muerte, cuando todo es relativo, y los sentimientos no bastan para sanar las cicatrices del odio y la venganza, nos hemos convertido en víctimas de nuestra propia deshumanización, en un proceso que no parece tener fin, y que muy al contrario, tiende a acelerarse cada vez más y más…
Aún habiendo otros caminos para la solución pacífica de nuestras diferencias sociales o políticas en un mundo cada día más globalizado, escogemos el camino de la guerra, en detrimento de la paz mundial. Ante esto, se suelen realizar reuniones, encuentros, en donde los “líderes” del mundo firman acuerdos, convenios, compromisos que a la postre no pasan de ser más que meras intenciones.
Sé que tal vez estas palabras no logren su cometido (no sé hasta qué punto la literatura ha ayudado a mejorar este tipo de situaciones), tal vez queden como meras intenciones, vacuas y absurdas, navegando en el horizonte sin fin del ciberespacio…
(pero no tengo otra opción...)
Hoy Hoy cuando el planeta nos revela los signos primarios de su muerte, cuando todo es relativo, y los sentimientos no bastan para sanar las cicatrices del odio y la venganza, nos hemos convertido en víctimas de nuestra propia deshumanización, en un proceso que no parece tener fin, y que muy al contrario, tiende a acelerarse cada vez más y más…
Aún habiendo otros caminos para la solución pacífica de nuestras diferencias sociales o políticas en un mundo cada día más globalizado, escogemos el camino de la guerra, en detrimento de la paz mundial. Ante esto, se suelen realizar reuniones, encuentros, en donde los “líderes” del mundo firman acuerdos, convenios, compromisos que a la postre no pasan de ser más que meras intenciones.
Sé que tal vez estas palabras no logren su cometido (no sé hasta qué punto la literatura ha ayudado a mejorar este tipo de situaciones), tal vez queden como meras intenciones, vacuas y absurdas, navegando en el horizonte sin fin del ciberespacio…
(pero no tengo otra opción...)
sábado, 26 de julio de 2008
¿Crees en el destino?
Que te vas a casar en diciembre, lo dijiste, sin que un ápice de rubor empañara tus palabras... Que debes pensarlo bien, dijo alguien, porque a tu edad el matrimonio es una ilusión, después, al cabo de los años, puede convertirse en algo tan amargo como el tedio... etc, etc...
(Yo estaba sentado a tu costado derecho, la mirada fija en el movimiento de tus manos, en el leve entreabrir de tu boca)
-Diciembre es un buen tiempo, no hay duda. Así podran estar todos tus hermanos. Yo mismo habré regresado de mi viaje. Ya ves, cosas del destino. ¿Crees en el destino? Fíjate... Yo, no...
-Pero, en fin, me alegro por ti. Y no lo digo por decirlo, me conoces de sobra... Bueno, eso creo.
(Te quedaste pensativa por unos instantes. Una sonrisa resplandeciente te decoró el rostro... Afuera se escuchaba un regetón, el cielo estaba limpio...)
En diciembre nos vemos, amiga, en diciembre...
(Yo estaba sentado a tu costado derecho, la mirada fija en el movimiento de tus manos, en el leve entreabrir de tu boca)
-Diciembre es un buen tiempo, no hay duda. Así podran estar todos tus hermanos. Yo mismo habré regresado de mi viaje. Ya ves, cosas del destino. ¿Crees en el destino? Fíjate... Yo, no...
-Pero, en fin, me alegro por ti. Y no lo digo por decirlo, me conoces de sobra... Bueno, eso creo.
(Te quedaste pensativa por unos instantes. Una sonrisa resplandeciente te decoró el rostro... Afuera se escuchaba un regetón, el cielo estaba limpio...)
En diciembre nos vemos, amiga, en diciembre...
jueves, 24 de julio de 2008
La cita
Aquí estoy otra vez, como siempre. “Un café tinto, por favor”. “Sí, sin leche”. “Gracias”. Creo que son las doce y treinta, más o menos. No puede ser, otra vez la misma cancioncita cursi de siempre, las mismas caras, el mismo menú, y el reloj que no se cansa y la mesa de costumbre. Todo, como siempre.
Allá afuera, la muchedumbre de todos los días, sobre todo a esta hora: los buhoneros y sus tiendas de baratijas y fritangas, los vendedores de compactos piratas y sus minitecas ambulantes, el smog, el ruido de los automóviles, la bullaranga de los escolares que salen de las escuelas y los liceos... “A la orden, señor”... “Gracias”. Y la realidad pesa, pesa, y me abruma nuevamente.
Entre tanto, tú me espiabas en medio del tumulto en la acera de enfrente (arriba un sol de plomo, arde, que arde...) ¡Qué calor!, dijo de pronto una mujer, en la mesa contigua, echándose aire con la lista del menú. Me buscabas de mesa en mesa, con esa mirada saltona, mientras los comensales llegaban, se sentaban, discutían algunos, reían otros, se enamoraban, reñían, mandaban todo al carajo, se mantenían silenciosos... Tú me espiabas, estática en tu mundo (25 años, delgada, morena, ojos inquietos, cabello apresado en una cola) pendiendo entre la duda de asistir o no a mi encuentro. Dubitativa, taciturna. Con ese pantalón que tanto me gusta (sobre todo cuando te lo quitas...) y aquella blusa clara, plegada tenuemente a tu figura. Me pensabas, me anhelabas, estabas excitada, con las mejillas resplandecientes... (Arde, que arde...)
Ya llevo en la cuenta cuatro cafés y un cachito de jamón y queso. Hasta me ha dado tiempo de releer el diario: las mismas noticias, todo sigue igual; ninguna esperanza, el mundo es una mierda... Y aquí no estás, como otras veces...
Te recordaba desnudo. Tímido. Con los labios rojos y los ojos aún más oblicuos que de costumbre. Dibujando poemas de amor en el aire acondicionado de una pieza de motel cualquiera. Soñador, loco. Como siempre.
Me espiabas, como un perfecto voyeur. Y la gente te tropezaba. Cuidado, vale. Permiso... Dos pasos hacia adelante, dos pasos hacia atrás. Te disponías a cruzar la calle. Ahora no... Ahora sí. Y arriba un sol de plomo derramándose inclemente, y, entre tanto, unas gotitas de sudor se alojaban discretamente entre tus senos (ay, Dios mío). Y la estúpida canción de siempre... Y yo sin ti.
Son la una. En la pequeña tele del local comienza el absurdo melodrama: la misma vaina de siempre: amores imposibles. Protagonistas flacas con las tetas abultadas de silicona. Los tipos tienen unos cuerpos arrechísimos: hormonas inyectadas por todos lados: bíceps, tríceps, pectorales, y seguro que el cosito lo tienen de adorno... (sonrío solo, como un bobo, como siempre...)
¿Qué estarás haciendo? Ya tengo los dientes negros de tanta cafeína; tengo gases y arrechera mezclada con algo de tristeza. ¡Cónchale, vale!
Puede que alguien nos vea, pensaste, acomodándote el cabello, que se interponía de cuando en cuando entre tus ojos y el mundo: una calle abarrotada, un sol intenso, un tipo medio loco esperando en un restaurante a alguien que no llega y que lo espía desde lejos. Pobrecito, murmuraste. ¿Qué harás? Seguro estarás que explotas. Ah, corazón. ¿Qué ropa traerás? Seguro la que a mí me gusta tanto; te conozco, bobito. Y por su puesto estarás bien afeitadito, y con gelatina en el pelo, papito rico. Arrugaste la cara en una mueca imprecisa que no se sabía si era de alegría o tristeza.
Una y pico. Coño è la madre. Y lo malo que soy yo para esperar...
El hombre dobló el periódico en dos, con cierta parsimonia, y lo guardó en el bolso. Se levantó sin prisa, dirigió una mirada seria al otro lado de los ventanales del restaurante y se esfumó entre el sopor de la tarde y la avenida atestada de gente. (Allá arriba: el sol arde, que arde; gira que gira, como en los óleos de Van Gogh...).
La joven llegó a tiempo para ver el final de la telenovela, se sentó como por un reflejo mecánico, con la cabeza en dirección a la pantalla del televisor, colocó el bolso sobre la mesa, movió a un lado el florero recargado de girasoles artificiales, pidió un cachito con jamón...
(febrero de 2004)
Allá afuera, la muchedumbre de todos los días, sobre todo a esta hora: los buhoneros y sus tiendas de baratijas y fritangas, los vendedores de compactos piratas y sus minitecas ambulantes, el smog, el ruido de los automóviles, la bullaranga de los escolares que salen de las escuelas y los liceos... “A la orden, señor”... “Gracias”. Y la realidad pesa, pesa, y me abruma nuevamente.
Entre tanto, tú me espiabas en medio del tumulto en la acera de enfrente (arriba un sol de plomo, arde, que arde...) ¡Qué calor!, dijo de pronto una mujer, en la mesa contigua, echándose aire con la lista del menú. Me buscabas de mesa en mesa, con esa mirada saltona, mientras los comensales llegaban, se sentaban, discutían algunos, reían otros, se enamoraban, reñían, mandaban todo al carajo, se mantenían silenciosos... Tú me espiabas, estática en tu mundo (25 años, delgada, morena, ojos inquietos, cabello apresado en una cola) pendiendo entre la duda de asistir o no a mi encuentro. Dubitativa, taciturna. Con ese pantalón que tanto me gusta (sobre todo cuando te lo quitas...) y aquella blusa clara, plegada tenuemente a tu figura. Me pensabas, me anhelabas, estabas excitada, con las mejillas resplandecientes... (Arde, que arde...)
Ya llevo en la cuenta cuatro cafés y un cachito de jamón y queso. Hasta me ha dado tiempo de releer el diario: las mismas noticias, todo sigue igual; ninguna esperanza, el mundo es una mierda... Y aquí no estás, como otras veces...
Te recordaba desnudo. Tímido. Con los labios rojos y los ojos aún más oblicuos que de costumbre. Dibujando poemas de amor en el aire acondicionado de una pieza de motel cualquiera. Soñador, loco. Como siempre.
Me espiabas, como un perfecto voyeur. Y la gente te tropezaba. Cuidado, vale. Permiso... Dos pasos hacia adelante, dos pasos hacia atrás. Te disponías a cruzar la calle. Ahora no... Ahora sí. Y arriba un sol de plomo derramándose inclemente, y, entre tanto, unas gotitas de sudor se alojaban discretamente entre tus senos (ay, Dios mío). Y la estúpida canción de siempre... Y yo sin ti.
Son la una. En la pequeña tele del local comienza el absurdo melodrama: la misma vaina de siempre: amores imposibles. Protagonistas flacas con las tetas abultadas de silicona. Los tipos tienen unos cuerpos arrechísimos: hormonas inyectadas por todos lados: bíceps, tríceps, pectorales, y seguro que el cosito lo tienen de adorno... (sonrío solo, como un bobo, como siempre...)
¿Qué estarás haciendo? Ya tengo los dientes negros de tanta cafeína; tengo gases y arrechera mezclada con algo de tristeza. ¡Cónchale, vale!
Puede que alguien nos vea, pensaste, acomodándote el cabello, que se interponía de cuando en cuando entre tus ojos y el mundo: una calle abarrotada, un sol intenso, un tipo medio loco esperando en un restaurante a alguien que no llega y que lo espía desde lejos. Pobrecito, murmuraste. ¿Qué harás? Seguro estarás que explotas. Ah, corazón. ¿Qué ropa traerás? Seguro la que a mí me gusta tanto; te conozco, bobito. Y por su puesto estarás bien afeitadito, y con gelatina en el pelo, papito rico. Arrugaste la cara en una mueca imprecisa que no se sabía si era de alegría o tristeza.
Una y pico. Coño è la madre. Y lo malo que soy yo para esperar...
El hombre dobló el periódico en dos, con cierta parsimonia, y lo guardó en el bolso. Se levantó sin prisa, dirigió una mirada seria al otro lado de los ventanales del restaurante y se esfumó entre el sopor de la tarde y la avenida atestada de gente. (Allá arriba: el sol arde, que arde; gira que gira, como en los óleos de Van Gogh...).
La joven llegó a tiempo para ver el final de la telenovela, se sentó como por un reflejo mecánico, con la cabeza en dirección a la pantalla del televisor, colocó el bolso sobre la mesa, movió a un lado el florero recargado de girasoles artificiales, pidió un cachito con jamón...
(febrero de 2004)
miércoles, 23 de julio de 2008
poema 12
Eres mía.
Lo sabe el viento
De la alta noche.
Lo sabe tu almohada
Y tu blue jeans...
El rincón infatigable de tu alma
Donde habita mi imagen,
Con cinco kilos menos...
Lo sabe el viento
De la alta noche.
Lo sabe tu almohada
Y tu blue jeans...
El rincón infatigable de tu alma
Donde habita mi imagen,
Con cinco kilos menos...
Renacimiento
Ya no estás
Ya te has ido
Volando con las nubes más altas
Aterida al último poro de vida
Apaciguada por las gaviotas del sur
Que en medio del éxodo
Repiten tu nombre
Ahora tu blanca silueta se transfigura en el aire
Y algún día resucitarás en las cosas más simples
Puede que en el aire marchito de una tarde cualquiera
En todo lo que tocaste
Tus pasos deambularán la ruta
Se multiplicarán en cada ser
En cada camino
Tu voz retumbará en las piedras
Emergerá entre los arbustos
Las flores crecerán con las semillas de tus cabellos
La alondra y la golondrina susurrarán que existes
El limonero resplandecerá con la luz de tu vientre
Los días serán una sucesión de nostalgias
Tu mano invisible repartirá cintas de colores
Los arco iris te ofrendarán su iridiscencia
Renacerán por siempre tu sonrisa y tu figura
Seguirás viva en la esencia del mundo
Total y vibrante como un mar apacible
Que te brinda sus dones de espuma y remolino
Renacerás en derredor
Tan tú como ninguna
Y las estrellas y el cielo
Se vestirán de lluvia nuevamente…
Ya te has ido
Volando con las nubes más altas
Aterida al último poro de vida
Apaciguada por las gaviotas del sur
Que en medio del éxodo
Repiten tu nombre
Ahora tu blanca silueta se transfigura en el aire
Y algún día resucitarás en las cosas más simples
Puede que en el aire marchito de una tarde cualquiera
En todo lo que tocaste
Tus pasos deambularán la ruta
Se multiplicarán en cada ser
En cada camino
Tu voz retumbará en las piedras
Emergerá entre los arbustos
Las flores crecerán con las semillas de tus cabellos
La alondra y la golondrina susurrarán que existes
El limonero resplandecerá con la luz de tu vientre
Los días serán una sucesión de nostalgias
Tu mano invisible repartirá cintas de colores
Los arco iris te ofrendarán su iridiscencia
Renacerán por siempre tu sonrisa y tu figura
Seguirás viva en la esencia del mundo
Total y vibrante como un mar apacible
Que te brinda sus dones de espuma y remolino
Renacerás en derredor
Tan tú como ninguna
Y las estrellas y el cielo
Se vestirán de lluvia nuevamente…
martes, 22 de julio de 2008
inexorable
voy buscándote entre las líneas,
entre los renglones solitarios,
entre las puntuaciones que no saben de ti,
puntos y comas frías, vacías,
tíldes que se me escapan de pronto,
reticentes...
voy buscándote entre verbos,
que vibran y empujan sus vocablos
como caballitos de seda y tinta,
buscando la sintaxis,
que les permita ser en la semántica...
voy buscándote en lo tierno
de un poema de amor,
inexorable...
entre los renglones solitarios,
entre las puntuaciones que no saben de ti,
puntos y comas frías, vacías,
tíldes que se me escapan de pronto,
reticentes...
voy buscándote entre verbos,
que vibran y empujan sus vocablos
como caballitos de seda y tinta,
buscando la sintaxis,
que les permita ser en la semántica...
voy buscándote en lo tierno
de un poema de amor,
inexorable...
lunes, 21 de julio de 2008
hojas de otoño
Y pensar que esta hamaca donde ahora me recuesto
Sostuvo la gravedad de su cuerpo,
Que sus manos pequeñas se aferraron al borde, que su tacto sintió el relieve de la tela, que sus dedos jugaron con las flores y las hojas del estampado.
Y pensar que todo está como siempre,
Que el sol inaugura cada mañana
Su brillo de eterna algarabía,
Que la noche apaga los silencios del día,
Que el reloj no cesa de marchar hacia el futuro
Mientras mi alma camina hacia el pasado
Queriendo reconstruir
El momento exacto en que su cuerpo adquirió la forma del menguante
En esta vieja hamaca
El momento en que sus ojos se entrecerraron lentamente
Y sus manos se desmayaron como palomas
Cálidas y quedas como hojas de otoño.
Sostuvo la gravedad de su cuerpo,
Que sus manos pequeñas se aferraron al borde, que su tacto sintió el relieve de la tela, que sus dedos jugaron con las flores y las hojas del estampado.
Y pensar que todo está como siempre,
Que el sol inaugura cada mañana
Su brillo de eterna algarabía,
Que la noche apaga los silencios del día,
Que el reloj no cesa de marchar hacia el futuro
Mientras mi alma camina hacia el pasado
Queriendo reconstruir
El momento exacto en que su cuerpo adquirió la forma del menguante
En esta vieja hamaca
El momento en que sus ojos se entrecerraron lentamente
Y sus manos se desmayaron como palomas
Cálidas y quedas como hojas de otoño.
domingo, 20 de julio de 2008
calle abajo
Y algún día
nos encontraremos
como un par de latas
de cerveza vacías
rodando por las calles.
nos encontraremos
como un par de latas
de cerveza vacías
rodando por las calles.
sábado, 19 de julio de 2008
cadáver exquisito (i)
Érase un pueblo, un país donde la gente deambulaba con los ojos cuadrados, no tenían manos pues las habían perdido por falta de uso. No tenían piernas, pues éstas les eran amputadas al nacer. Vivían la vida sin muchas complicaciones. La palabra amor y lo que ella implicaba era una enfermedad, de la que huían aplicándose inyecciones o arrojándose a los trenes (carros, en nuestro caso).
No usaban calendarios, de hecho esta palabra no existía en su escueto vocabulario. Para ellos el día era uno solo. Los años eran medidos según los latidos del corazón: la ecuación era simple: años= latidos del corazón-noches de insomnio...
(Don Pedro dejó de escribir. Iban a ser las 2 de la mañana... Al cabo, se tomó el trozo de diazepan, se fue al cuarto, se recostó lentamente, la mirada enrojecida y vidriosa, en dirección a la ventana...)
No usaban calendarios, de hecho esta palabra no existía en su escueto vocabulario. Para ellos el día era uno solo. Los años eran medidos según los latidos del corazón: la ecuación era simple: años= latidos del corazón-noches de insomnio...
(Don Pedro dejó de escribir. Iban a ser las 2 de la mañana... Al cabo, se tomó el trozo de diazepan, se fue al cuarto, se recostó lentamente, la mirada enrojecida y vidriosa, en dirección a la ventana...)
ídem (final)
Nunca pensé que andar en helicóptero fuera tan bonito. Es verdad que al principio tuve mucho miedo, pero después el miedo se fue transformando en un cosquilleo en la barriga, inofensivo, pasajero. Algunos de los que viajaron con nosotros se marearon, entre esos Pedrito, porque se quedó mirando mucho tiempo por la ventana; hasta vomitó... Yo también miré, pero no tanto. Mi papá me lo dijo bien clarito, "no mire tanto por la ventana porque de pronto se avomita..." Le hice caso...
Cuando llegamos al hospital, corrimos a la sala de emergencia. En uno de los cuartos estaba Esther, acostada, con una mangerita pegada a la mano. Mamá estaba sentada a su lado. Esther tenía los ojos chiquititos. Mamá comentó que la fiebre ya le estaba bajando...
Como a las tres de la tarde, un camión de la guardia nos llevó de nuevo a la Isla. Ya habían arreglado un poco la carretera. Esther estaba mejor. Por el camino me puse bravo con ella, porque no me quizo dar Gatorade...
China boda, como siempre de egoista, pero ya va a ver cuando me pida algo...
Cuando llegamos al hospital, corrimos a la sala de emergencia. En uno de los cuartos estaba Esther, acostada, con una mangerita pegada a la mano. Mamá estaba sentada a su lado. Esther tenía los ojos chiquititos. Mamá comentó que la fiebre ya le estaba bajando...
Como a las tres de la tarde, un camión de la guardia nos llevó de nuevo a la Isla. Ya habían arreglado un poco la carretera. Esther estaba mejor. Por el camino me puse bravo con ella, porque no me quizo dar Gatorade...
China boda, como siempre de egoista, pero ya va a ver cuando me pida algo...
viernes, 18 de julio de 2008
ídem...
Era un ruido como el del motor de la lancha del padrino Juan de Dios, pero como si se tratara de un motor gigante. Mi papá me agarró de la mano con fuerza. Nos dirigimos a la cancha. A medida que nos acercábamos, el ruido y el viento se hacían más fuertes…
Diez minutos después, el helicóptero atravesaba el río Uribante. Era un río marrón, grandotote; tuve miedo… Mi papá hablaba con la tía Carmen sobre Esther y mi mamá; ellas estaban en el Piñal. Parece que estaban bien.
-¡Qué susto, señor Carlos!- exclamó con un dramatismo exagerado la señora Blanca… Luego habló de otros vecinos, quienes lo habían perdido todo…
-Así es- Doña… replicó papá, con los ojos llorosos, quizá pensando en las gallinitas que estaba engordando para diciembre…
Diez minutos después, el helicóptero atravesaba el río Uribante. Era un río marrón, grandotote; tuve miedo… Mi papá hablaba con la tía Carmen sobre Esther y mi mamá; ellas estaban en el Piñal. Parece que estaban bien.
-¡Qué susto, señor Carlos!- exclamó con un dramatismo exagerado la señora Blanca… Luego habló de otros vecinos, quienes lo habían perdido todo…
-Así es- Doña… replicó papá, con los ojos llorosos, quizá pensando en las gallinitas que estaba engordando para diciembre…
jueves, 17 de julio de 2008
cuando llueve en mi pueblo...
Escribo sentado en un viejo pupitre, lo único que pudimos salvar... Eran como las dos de la madrugada. Tuve mucho miedo. La lluvia no cesaba y mi papá comenzó a gritar nuestros nombres... A mi lado dormía Esther, estaba como muerta del sueño; luego no sé qué pasó...
El año pasado fue lo mismo. Pero la casa de nosotros no sufrió tanto. Recuerdo que la de Pedrito fue invadida por las aguas y que perdieron muchas cosas... Orejas se murió, pobre perro. Pedrito lloró mucho, todavía lo recuerdo.
Amaneció. El cielo está gris, el sol no se ve...
Mi papá estuvo llorando; lo sé por sus ojos...
Esther no sé que se hizo... y sigue lloviendo...
El año pasado fue lo mismo. Pero la casa de nosotros no sufrió tanto. Recuerdo que la de Pedrito fue invadida por las aguas y que perdieron muchas cosas... Orejas se murió, pobre perro. Pedrito lloró mucho, todavía lo recuerdo.
Amaneció. El cielo está gris, el sol no se ve...
Mi papá estuvo llorando; lo sé por sus ojos...
Esther no sé que se hizo... y sigue lloviendo...
miércoles, 16 de julio de 2008
muerte...
Tal vez ese día te levantaste más temprano, o más tarde. Tal vez te asomaste a la ventana, empujado por una inquietud inusual. Te quedaste mirando un poco la lluvia, reparaste en un gesto extrañamente nuevo para ti. Quizá pensaste en la muerte como algo vago y sin sentido... Ocho horas antes de aquel fatal desenlace, de aquel dolor que ahora nadie puede conocer, de aquella sangre brillando bajo el sol de la tarde, de aquel grito aciago, que desde ahora y para siempre retumbará en tus oidos...
martes, 15 de julio de 2008
lo que escribí despu{es de la lluvia
La mujer destapó la olla de manera mecánica. Luego, con un cucharón, extrajo un poco de sopa y la probó para verificar si tenía el toque de sal necesario. Arrugó un poquito la cara. Buscó un potecito, lo destapó, sacó más sal… Luego abrió la mano sobre el agua hirviente y la regó como de semillas. Eran casi la una. Los niños en la calle jugando al fútbol. Y allá arriba el sol ardiendo sobre su rostro descompuesto. Él recordó los días de la infancia. ¿Cómo era posible?, pensó, ¿Tanto esfuerzo para qué? Y el sol que ardía sobre el mundo pendiendo de un cielo seco y sin nubes… La mujer abrió la ventana, pues el calor comenzaba a fastidiar. ¿Adónde se habrá metido? Interrogó a la nada, mientras observaba a los niños corriendo y gritando como espectros temblorosos bajo la canícula de octubre. Pensó en ellos, comprendiendo que jamás volvería, que sus latidos estaban contados, que se iba desgranando su alma en cada tic-tac, en cada graznido de las aves del verano, en cada ráfaga, en cada recuerdo…
Habla con ella...
Anoche vi una película de Almodóvar: Habla con ella. Me gustó. Como es habitual en Almodóvar, la historia retrata el complejo mundo de las relaciones humanas, de los instintos... Aunque la historia no es algo del otro mundo, me mantuvo entretenido, y en algunos casos me sorprendió, sobre todo el desenlace, más bien algo tradicional... Es una buena opción...
lunes, 14 de julio de 2008
ejercicio literario
A partir de hoy haré todo lo posible por escribir y publicar diariamente en el presente blog. Me parece que será un gran ejercicio literario. Voy a escribir de mis experiencias del día a día...Bueno, por lo visto, de eso se trata el asunto... En muchos casos serán "borradores" que iré puliendo y si es posible volveré a publicar... Espero que aquellos que por casualidad lean esto, me acompañen en esta nueva manía...
domingo, 13 de julio de 2008
abrí la ventana
Abrí la ventana
Y le pregunté al silencio
Por los amores extraviados
Hace tiempo
Por los e-mail escritos
En noches de vodka o soledad,
Por los malos pensamientos que nacieron
De pronto
Cuando te vi desnuda en los espejos
De moteles solitarios
Le grité tu nombre como un loco,
Enardecido de pensarte hasta el despecho:
Una madrugada más de juerga y bronca
Queriendo deshacerme de mí mismo…
Abrí la ventana a la intemperie
De pensarte y pensarte, ajado y triste
El silencio se rompió con la mañana
Con el ruido de la calle y de la gente…
Y le pregunté al silencio
Por los amores extraviados
Hace tiempo
Por los e-mail escritos
En noches de vodka o soledad,
Por los malos pensamientos que nacieron
De pronto
Cuando te vi desnuda en los espejos
De moteles solitarios
Le grité tu nombre como un loco,
Enardecido de pensarte hasta el despecho:
Una madrugada más de juerga y bronca
Queriendo deshacerme de mí mismo…
Abrí la ventana a la intemperie
De pensarte y pensarte, ajado y triste
El silencio se rompió con la mañana
Con el ruido de la calle y de la gente…
jueves, 10 de julio de 2008
Poema en 7
Fuiste un arrebato repentino
Una recurrencia amable y cruel
Como si me hubieras deseado más allá de tus ojos
Como si tu cuerpo cupiera justo en este horizonte
Donde nada te aguarda ya,
Salvo el desatino de buscarte a destiempo
Entre cosas caídas.
Una recurrencia amable y cruel
Como si me hubieras deseado más allá de tus ojos
Como si tu cuerpo cupiera justo en este horizonte
Donde nada te aguarda ya,
Salvo el desatino de buscarte a destiempo
Entre cosas caídas.
Cuéntame el cuento...
Cuéntame el cuento, amor,
Mientras la noche danza,
Cuéntame el cuento, amor,
De músicas y sueños,
En la penumbra
Donde la alfombra acoge los latidos
De tu pie que se pierde en la distancia,
Cuéntame el cuento amor
Interminable
Que broten de tus labios los quejidos,
Los sollozos, las risas, los murmullos,
Los dolores sin dolor de la nostalgia,
Cuéntame el cuento amor
Una y mil veces,
Mientras la noche danza en los abismos
Mientras mi alma busca tu contacto
y la mañana vuelve sin tu cuerpo…
Cuéntame el cuento, amor…
Que tengo frío…
Mientras la noche danza,
Cuéntame el cuento, amor,
De músicas y sueños,
En la penumbra
Donde la alfombra acoge los latidos
De tu pie que se pierde en la distancia,
Cuéntame el cuento amor
Interminable
Que broten de tus labios los quejidos,
Los sollozos, las risas, los murmullos,
Los dolores sin dolor de la nostalgia,
Cuéntame el cuento amor
Una y mil veces,
Mientras la noche danza en los abismos
Mientras mi alma busca tu contacto
y la mañana vuelve sin tu cuerpo…
Cuéntame el cuento, amor…
Que tengo frío…
sábado, 5 de julio de 2008
Mujer Contemporánea
Estás sola en el mundo:
En tu mundo
Sola
Con un regalo y un silencio,
Algo qué decir
Y qué callar.
Sola porque sí:
En la vida, en la muerte.
Sola en las palabras, en los sueños.
Con tu otro yo,
Con tu líbido
Encarnado y hambriento.
Sola
Triste, vacía,
Escrutando astros,
Alimentando placeres furtivos
Sola, mujer,
Desgraciadamente sola...
Y el teléfono no suena
En tu mundo
Sola
Con un regalo y un silencio,
Algo qué decir
Y qué callar.
Sola porque sí:
En la vida, en la muerte.
Sola en las palabras, en los sueños.
Con tu otro yo,
Con tu líbido
Encarnado y hambriento.
Sola
Triste, vacía,
Escrutando astros,
Alimentando placeres furtivos
Sola, mujer,
Desgraciadamente sola...
Y el teléfono no suena
miércoles, 2 de julio de 2008
Destierro
Despierto. La mañana estrena sus tules. Penetra el ámbito de mi alma, ilumina las cortinas y corrige el horizonte. Me decido a vivir, a ser. Sigiloso me sacudo el humo de la noche; sin ti, oh mujer, por quien sucumbí al desvarío y me destierro cada día de mi propia comarca.
martes, 1 de julio de 2008
borrador de poema
Por ti
Se encienden y se apagan las interrogaciones
Por ti el ocaso es más oscuro
Por ti el silencio aprende el abecedario del día
Por ti la muerte embalsamada es un espejo
Por ti es más blanda la piedra del orgullo
Por ti la risa del triste resplandece en las ventanas
Por ti…
Todo por ti,
Que nunca acudes…
Se encienden y se apagan las interrogaciones
Por ti el ocaso es más oscuro
Por ti el silencio aprende el abecedario del día
Por ti la muerte embalsamada es un espejo
Por ti es más blanda la piedra del orgullo
Por ti la risa del triste resplandece en las ventanas
Por ti…
Todo por ti,
Que nunca acudes…
sábado, 21 de junio de 2008
acaso una elegía
(A la muerte de Prudelio)
Cada día que amanece, el hombre desanda a la incertidumbre. Dolernos en que la vida es un instante de efímero vuelo, una antorcha de ínfimo destello, en la gravedad oscura del cosmos… Avanzar con el miedo a las espaldas, ciegos bajos nubes de polvo y ceniza.
Góndolas oscuras cuyas sombras pueblan los ecos de palabras atroces. Relámpagos de crepitante velar, alucinaciones de abyecta sustancia. El alma se derriba a la orilla de la amarga desazón de ser en la obstinada planicie.
El hombre se rompe los brazos para exprimir la tierra, pero el corazón es un pozo vacío y terrible donde nadie llega a calmar su sed, sólo los cadáveres del tedio inundan la distancia…
Cada día nos asimos al misterio que la vida señala, inexorablemente, sin nada más que un fragmento de carne y unos ojos de miope algarabía…
Todo es ínfimo y vano en este cortejo de sombras…
Cada día que amanece, el hombre desanda a la incertidumbre. Dolernos en que la vida es un instante de efímero vuelo, una antorcha de ínfimo destello, en la gravedad oscura del cosmos… Avanzar con el miedo a las espaldas, ciegos bajos nubes de polvo y ceniza.
Góndolas oscuras cuyas sombras pueblan los ecos de palabras atroces. Relámpagos de crepitante velar, alucinaciones de abyecta sustancia. El alma se derriba a la orilla de la amarga desazón de ser en la obstinada planicie.
El hombre se rompe los brazos para exprimir la tierra, pero el corazón es un pozo vacío y terrible donde nadie llega a calmar su sed, sólo los cadáveres del tedio inundan la distancia…
Cada día nos asimos al misterio que la vida señala, inexorablemente, sin nada más que un fragmento de carne y unos ojos de miope algarabía…
Todo es ínfimo y vano en este cortejo de sombras…
miércoles, 7 de mayo de 2008
Vales loque pesas...
Vivimos en una sociedad marcada por las relaciones económicas. Eres lo que pesas en oro, o en dólares. La maquinaria capitalista es un indefinible gendarme que se encarga de que produzcas al máximo de tus posibilidades. Cada día debes erigirte en el ejecutivo modelo, en la vendedora exitosa, en el administrador brillante. A veces te olvidas de compartir con los tuyos; pero en fin, todo tiene su precio. Si quieres comprarte el carro del año que tanto te gusta, si quieres ser respetado por tus familiares, si quieres ser un padre ejemplar, debes pagar el precio correspondiente: trabajar ocho o más horas diarias, olvidarte de observar cuando el sol besa el horizonte, olvidarte de que fuiste niño y soñaste y volaste y también tuviste miedo de estar solo…
Tal vez algunos de los conceptos del párrafo anterior resulten exagerados, pero algo de eso ocurre. En muchos casos, nos hemos convertido en máquinas, en simples robots asalariados. Hacemos lo que tenemos que hacer, nada más. Nuestros sueños, a menudo, quedan solapados, adormecidos, debajo de nuestras obligaciones cotidianas: en los horarios de oficina no hay lugar para soñar, para compartir. En esta carrera interminable del tener, el ser suele resultar comprometido.
Es importante valorar nuestras capacidades para ejercer de manera eficiente un determinado trabajo, pero lo que más debemos valorar es todo aquello que la vida nos ofrece día a día. Por encima de cualquier cosa está vivir a plenitud, y para hacerlo no necesariamente debes esclavizarte a un trabajo, a un sentimiento, a un vicio, o a la cobardía estúpida de no ser lo que realmente eres.
Tal vez algunos de los conceptos del párrafo anterior resulten exagerados, pero algo de eso ocurre. En muchos casos, nos hemos convertido en máquinas, en simples robots asalariados. Hacemos lo que tenemos que hacer, nada más. Nuestros sueños, a menudo, quedan solapados, adormecidos, debajo de nuestras obligaciones cotidianas: en los horarios de oficina no hay lugar para soñar, para compartir. En esta carrera interminable del tener, el ser suele resultar comprometido.
Es importante valorar nuestras capacidades para ejercer de manera eficiente un determinado trabajo, pero lo que más debemos valorar es todo aquello que la vida nos ofrece día a día. Por encima de cualquier cosa está vivir a plenitud, y para hacerlo no necesariamente debes esclavizarte a un trabajo, a un sentimiento, a un vicio, o a la cobardía estúpida de no ser lo que realmente eres.
lunes, 5 de mayo de 2008
viernes, 25 de abril de 2008
Ella no sabía besar
A Guillermo Lizarazo y Juan Guzmán
Ella no sabía besar. Sus dientes mordían mi lengua bruscamente, mientras sus ojos, un tanto entreabiertos, contemplaban el mundo desde una perspectiva fragmentada, cubista: un ojo cerrado por aquí, una ventana abierta por allá, unos arbustos endebles tras cuyas ramas reposaba una luna adormilada y rojiza... Ella no sabía besar, mas cada noche, nuestros pasos se encontraban con puntualidad religiosa en el traspatio de su casa, mientras su hermano mayor se perdía entre los vericuetos de una película de acción y sus hermanas conversaban del pasado con esa intensidad cansina con que evocamos tiempos perdidos... Aún su olor a jabón camay pervive en mi memoria; la latencia de su pecho resonando sobre el mío; la brusca adolescencia cuya algarabía nos hizo ir y venir, una y otra vez, tras los mismos pasos... Entonces, una voz era capaz de provocar temblores de inédito fulgurar; una canción aguijoneaba el alma, azuzaba la imaginación, creaba un ámbito indiscernible en donde ella emergía, impetuosa y pálida, con toda la tarde rendida a sus pies...
La conocí en el liceo. En una época en que era preciso soñar para evadir responsabilidades y negarnos a comprender que la vida no era precisamente lo que soñábamos... Una época en que la infancia se iba quedando huérfana en el recodo del ayer. De despertares amodorrados, de investigaciones documentales para la profesora de biología, quien nos esperaba con una sonrisa providencial entre pipetas y vasos de precipitados y un microscopio antiquísimo, tal vez de la época de Gómez. Y luego de cada clase de Historia, la recocha de fútbol en los patios verdes, en donde era prohibido hacerlo, y el grito del vigilante que no se hacía esperar, estos muchachos del coño, vale... Y nuestras sonrisas que se mezclaban en la huída final hacia la cancha de la calle nueve...
Era la época en que todos soñábamos con ser Maradona o Franco de Vita o el galán circunspecto de la telenovela de las diez... Porque mientras sonaba la canción de moda en la radio de la cocina yo la recordaba con los ojos como perdidos en otro mundo y mis hermanas que no sabían nada de lo que me ocurría... sólo Guillermo y Juan que descubrían conmigo los pro y los contra de un amor contrariado y de una muchacha que no sabía besar, y de un periodo de nuestras vidas en que era preciso reír hasta la saciedad para escapar de la incertidumbre de vivir...
La incertidumbre de vivir. Esa desazón inexplicable que nos abarca y nos determina. Ese querer lograr lo imposible, mientras que lo posible se nos escapa de las manos como agua o arena. Entre caminos intrincados que se cruzan o se alejan, donde el recuerdo es necesario, donde el dolor es una llama a fuego lento que nos calcina progresivamente; donde la felicidad, un recuerdo grato que de cuando en cuando pone la piel de gallina y nos hace repetir una mueca de sobrecogedora mansedumbre...
Porque con los años, aquello que soñamos no es más que una multiplicación de conformismo y rutina; rutina que corroe la ilusión, que sobrepasa con creces el ámbito de lo anhelado, de aquello que relampaguea en los ojos por un instante nada más...
Cuando ella no sabía besar, el tiempo no pasaba tan deprisa como ahora. Recuerdo las caminatas por las calles oscuras, después de misa. Y sus palabras sobrecogedoras adornadas subrepticiamente con algo de atrevimiento y sensualidad. Y las tareas de inglés o los ejercicios de matemática o las reuniones del grupo juvenil en que nos mirábamos de reojo, mientras el párroco nos aburría con el mismo sermón de siempre, porque es necesario cumplir con los mandamientos y ser coherentes con nuestra cristiana rectitud... Y luego el cansancio y el deseo existencialista de que la noche nunca acabase y los besos cada vez más profundos y la alta noche con sus ranas y sus mitos y el sueño de abrazarnos para siempre prolongado hasta los primeros destellos del alba...
Porque la evocación es una fuente de inagotable poesía; porque es necesario dar un vistazo a nuestro pasado para comprender el presente, porque aquellos recuerdos se transmutan y se convierten en prosas o cartas que a destiempo alcanzan a su destinatario concreto... Heme aquí, con un deseo absurdo de contigüidad, de ser ayer y hoy, de poder atravesar esa tercera dimensión que como un agujero espacial se interpone entre nuestras vidas... Porque no quiero llegar al final de estas líneas, porque tengo miedo y una certeza de olvido que como un garfio indetenible me arrastra al fondo mismo de la exasperación; porque siempre he de recordar, con algo de ternura, sus labios de primitiva candidez, su lengua que se metía en mi boca de manera brusca y hostil, como el náufrago que se aferra a su tabla salvadora o el licenciado que llega puntualmente al trabajo por miedo a ser despedido... Porque al otro lado de la ciudad, en el traspatio de su casa, su hijo mayor juega fútbol con un balón desinflado, justo bajo las sombras del mismo árbol en que en aquel tiempo una luna llena dormía y se sonrojaba, cuando aún no sabíamos besar, y nuestras manos tejían, temblorosas y en silencio, la aventura de vivir...
Raúl Márquez, octubre de 2004
Ella no sabía besar. Sus dientes mordían mi lengua bruscamente, mientras sus ojos, un tanto entreabiertos, contemplaban el mundo desde una perspectiva fragmentada, cubista: un ojo cerrado por aquí, una ventana abierta por allá, unos arbustos endebles tras cuyas ramas reposaba una luna adormilada y rojiza... Ella no sabía besar, mas cada noche, nuestros pasos se encontraban con puntualidad religiosa en el traspatio de su casa, mientras su hermano mayor se perdía entre los vericuetos de una película de acción y sus hermanas conversaban del pasado con esa intensidad cansina con que evocamos tiempos perdidos... Aún su olor a jabón camay pervive en mi memoria; la latencia de su pecho resonando sobre el mío; la brusca adolescencia cuya algarabía nos hizo ir y venir, una y otra vez, tras los mismos pasos... Entonces, una voz era capaz de provocar temblores de inédito fulgurar; una canción aguijoneaba el alma, azuzaba la imaginación, creaba un ámbito indiscernible en donde ella emergía, impetuosa y pálida, con toda la tarde rendida a sus pies...
La conocí en el liceo. En una época en que era preciso soñar para evadir responsabilidades y negarnos a comprender que la vida no era precisamente lo que soñábamos... Una época en que la infancia se iba quedando huérfana en el recodo del ayer. De despertares amodorrados, de investigaciones documentales para la profesora de biología, quien nos esperaba con una sonrisa providencial entre pipetas y vasos de precipitados y un microscopio antiquísimo, tal vez de la época de Gómez. Y luego de cada clase de Historia, la recocha de fútbol en los patios verdes, en donde era prohibido hacerlo, y el grito del vigilante que no se hacía esperar, estos muchachos del coño, vale... Y nuestras sonrisas que se mezclaban en la huída final hacia la cancha de la calle nueve...
Era la época en que todos soñábamos con ser Maradona o Franco de Vita o el galán circunspecto de la telenovela de las diez... Porque mientras sonaba la canción de moda en la radio de la cocina yo la recordaba con los ojos como perdidos en otro mundo y mis hermanas que no sabían nada de lo que me ocurría... sólo Guillermo y Juan que descubrían conmigo los pro y los contra de un amor contrariado y de una muchacha que no sabía besar, y de un periodo de nuestras vidas en que era preciso reír hasta la saciedad para escapar de la incertidumbre de vivir...
La incertidumbre de vivir. Esa desazón inexplicable que nos abarca y nos determina. Ese querer lograr lo imposible, mientras que lo posible se nos escapa de las manos como agua o arena. Entre caminos intrincados que se cruzan o se alejan, donde el recuerdo es necesario, donde el dolor es una llama a fuego lento que nos calcina progresivamente; donde la felicidad, un recuerdo grato que de cuando en cuando pone la piel de gallina y nos hace repetir una mueca de sobrecogedora mansedumbre...
Porque con los años, aquello que soñamos no es más que una multiplicación de conformismo y rutina; rutina que corroe la ilusión, que sobrepasa con creces el ámbito de lo anhelado, de aquello que relampaguea en los ojos por un instante nada más...
Cuando ella no sabía besar, el tiempo no pasaba tan deprisa como ahora. Recuerdo las caminatas por las calles oscuras, después de misa. Y sus palabras sobrecogedoras adornadas subrepticiamente con algo de atrevimiento y sensualidad. Y las tareas de inglés o los ejercicios de matemática o las reuniones del grupo juvenil en que nos mirábamos de reojo, mientras el párroco nos aburría con el mismo sermón de siempre, porque es necesario cumplir con los mandamientos y ser coherentes con nuestra cristiana rectitud... Y luego el cansancio y el deseo existencialista de que la noche nunca acabase y los besos cada vez más profundos y la alta noche con sus ranas y sus mitos y el sueño de abrazarnos para siempre prolongado hasta los primeros destellos del alba...
Porque la evocación es una fuente de inagotable poesía; porque es necesario dar un vistazo a nuestro pasado para comprender el presente, porque aquellos recuerdos se transmutan y se convierten en prosas o cartas que a destiempo alcanzan a su destinatario concreto... Heme aquí, con un deseo absurdo de contigüidad, de ser ayer y hoy, de poder atravesar esa tercera dimensión que como un agujero espacial se interpone entre nuestras vidas... Porque no quiero llegar al final de estas líneas, porque tengo miedo y una certeza de olvido que como un garfio indetenible me arrastra al fondo mismo de la exasperación; porque siempre he de recordar, con algo de ternura, sus labios de primitiva candidez, su lengua que se metía en mi boca de manera brusca y hostil, como el náufrago que se aferra a su tabla salvadora o el licenciado que llega puntualmente al trabajo por miedo a ser despedido... Porque al otro lado de la ciudad, en el traspatio de su casa, su hijo mayor juega fútbol con un balón desinflado, justo bajo las sombras del mismo árbol en que en aquel tiempo una luna llena dormía y se sonrojaba, cuando aún no sabíamos besar, y nuestras manos tejían, temblorosas y en silencio, la aventura de vivir...
Raúl Márquez, octubre de 2004
miércoles, 16 de abril de 2008
Voy dejando que mi corazón diga lo que no sé decir. Él decanta mi epitafio a golpes de latidos. Ninguno conoce más la desazón, el abatimiento o la alegría. Cada mañana es la respuesta titilante a la zarta de preguntas que la noche , entre las sábanas de lo incierto. Mi corazón grita lo que mi boca niega; lo repite, propicia una confabulación de vocablos deslumbrantes e inciertos. Mi corazón dice lo que no sé decir. Nadie lo escucha...
domingo, 13 de abril de 2008
Para ti
Amo el himen de tu boca
hace mil años.
Oh, mujer,
que por ti
se encienden y se apagan
las interrogaciones...
hace mil años.
Oh, mujer,
que por ti
se encienden y se apagan
las interrogaciones...
jueves, 10 de abril de 2008
Soñar con serpientes
Anoche soñé con serpientes. Soñé que caminaba por un patio y luego por un camino de cemento envejecido y cuarteado, y que estaba como atardeciendo, y que de pronto me topé con un amasijo de serpientes de diferentes tamaños y colores. Aunque desde que tengo conciencia siempre le he tenido miedo a las arañas, debo admitir que en el sueño sentí pavor; ese sentimiento que te invade de extremo a extremo, y te pone, literalmente, la piel de gallina. Alguien estaba cerca de mí, pero no sabía exactamente quién. Sólo sentía esa sensación vaga de estar caminando con alguien, y de que ese alguien sabía que me encontraría, de un momento a otro, con un montón de culebras, enredadas entre sí.
Al despertar, recordé que hace algunos años, cuando aún vivía con mamá, ésta solía revisar el librito de San Cono, cada vez que le contábamos algún sueño. En una ocasión, una de mis hermanas soñó con serpientes. Mamá con voz solemne leyó lo que el librito decía al respecto: Soñar con serpientes quiere decir que usted se verá envuelto en problemas de chismes…
Que yo sepa, el señor San Cono se peló con el pronóstico. Mi hermana no tuvo problemas de chismes ni nada parecido. Lo que sí sucedió fue que dos días después de su sueño, supo que a su mejor amiga le había picado una culebra, mientras estaban celebrando algo, no sé qué, en el río Uribante…
(Por si acaso, mañana llamo a Guillermo, pues el fin de semana piensa celebrar su cumpleaños, en la finca de sus padres…)
Al despertar, recordé que hace algunos años, cuando aún vivía con mamá, ésta solía revisar el librito de San Cono, cada vez que le contábamos algún sueño. En una ocasión, una de mis hermanas soñó con serpientes. Mamá con voz solemne leyó lo que el librito decía al respecto: Soñar con serpientes quiere decir que usted se verá envuelto en problemas de chismes…
Que yo sepa, el señor San Cono se peló con el pronóstico. Mi hermana no tuvo problemas de chismes ni nada parecido. Lo que sí sucedió fue que dos días después de su sueño, supo que a su mejor amiga le había picado una culebra, mientras estaban celebrando algo, no sé qué, en el río Uribante…
(Por si acaso, mañana llamo a Guillermo, pues el fin de semana piensa celebrar su cumpleaños, en la finca de sus padres…)
sábado, 29 de marzo de 2008
miércoles, 19 de marzo de 2008
Entre el neón
El auto curveó la última esquina y se parqueó con lentitud. A los pocos momentos se perdía por la misma calle, en dirección contraria. La joven, luego de quedarse unos segundos de pie sobre la acera, observando al taxi desaparecer entre la noche, sacó las llaves del bolso y se internó a su apartamento. Eran las dos de la mañana, aproximadamente.
“Menos mal que hoy no hubo mucho cliente”, pensó, recostada entre la pared y la cama. Encendió la tele. Recorrió los treinta canales del cable “La misma porquería de siempre”, dijo, accionando el power del control. Nuevamente la habitación quedó en penumbras.
Se colocó la pijama color fucsia (su favorita), luego se miró en el pequeño espejo del baño, comenzó a sacarse unas espinillas; detalló su pelo, meneándolo de un lado a otro. “Coño, el tinte no me agarró bien” dijo para sí. Se fue a la cama, apagó la luz. No había pasado un minuto cuando de pronto se levantó de golpe, acomodó algunas cosas, quizá ropa, cerca de un maletín que se hallaba sobre una vieja mesa de planchar (para que no se me olvide...murmuró) y se acostó de nuevo.
“El bar está cerca del hotel”, dijo el hombre más viejo. Era un tipo bajito, barrigón, de una barba poco espesa y gris. “Bueno, vamos para allá”, respondieron dos casi al unísono. “Dicen que hay una hembrotas fenomenales”, añadió Carlos, el más joven del grupo.
Como en cualquier metrópoli del mundo a la hora pico, el tráfico de la ciudad era insoportable. La bronco hubo de detenerse unos minutos, pues al parecer había un choque. ¡Mierda!, refunfuñó Horacio, quien iba al volante. “Tranquilo, mano, lo bueno se hace esperar”, repuso uno que se hallaba sentado en la parte posterior de la camioneta. Finalmente, en medio de cornetazos y gritos lograron retomar el viaje. “Bueno, muchachos, a tirar que el mundo se acaba”, declaró con sorna Pedro Antonio, y todos se echaron a reír.
El local abría sus puertas a partir de las seis de la tarde. A esa hora las muchachas debían estar presentes y dispuestas, a fin de atender a los clientes que en ese momento se acercaban en busca de compañía y placer. Durante estas primeras horas era concurrido principalmente por hombres en traje y corbata: ejecutivos, abogados, periodistas, maestros. Poco a poco, iban saliendo, como en procesión, con una jovencita al lado. En hora y media o dos, las jóvenes estaban de vuelta en el local, daban parte del dinero al administrador y se disponían a continuar el trabajo.
¿Qué tal, Nataly? ¿Cómo te fue? “Como siempre...”, respondió con displicencia. Se dirigió al baño, sintió asco al encontrar la poceta totalmente llena. “¡Guácala!” Dijo, arrugando la cara cómicamente.
Nataly o Alelí como era conocida, llevaba dos años trabajando en “La Bella Donna”. Era una hermosa mujer de 26 años, de pelo negro y ojos diamantinos. Ocho años atrás soñó con ser modelo de publicidad, pero su sueño se truncó el día en que se puso a convivir con un hombre casado, muchísimo mayor que ella, que la trataba como a una cosa. Cuatro años después logró abandonarlo, pero se encontró sola y perdida en una ciudad inmensa, desconocida para ella, sin posibilidades concretas de reanudar su vida, sus sueños. Pasado el tiempo, gracias a las gestiones de un amigo casual, logró empleo como vendedora en una gran tienda de zapatos. Allí conoció a Don Giacomo Verti, quien le tomó cariño y luego de meses e incluso años intentando disuadirla, logró convencerla para que trabajase en su local nocturno. “Io solo quiero ayudarte. Tú sei una bambina molto bella.” Solía decirle, en su cadencioso idioma romance.
Carlos José Ramírez, el chicano, como le decían sus amigos, era estudiante de la Universidad Central; dentro de un año, de no haber otra huelga de profesores, estaría graduándose de Ingeniero Civil. Había venido a esta ciudad a un encuentro de estudiantes universitarios de ingeniería. Lo acompañaba el profesor Andrade, su primo Horacio, estudiante de sistemas, y los hermanos Peralta, dueños de varios locales de comida rápida en la capital y de la bronco 99 en la que habían viajado.
La camioneta se parqueó en una de las esquinas del local. La noche prometía farra, diversión. Esa zona de la ciudad parecía estar en constante fiesta. Bajaron de inmediato del auto y se dirigieron a la entrada. Luego de ser revisados por un tipo alto, moreno y malencarado, entraron afables, mirando a todos los lados como si fuesen unos excursionistas en medio de un lugar nuevo y desconocido. Se sentaron, sin dejar de detallar el ambiente de neón y jóvenes semidesnudas y pidieron cervezas. Una mujer morena, pintada exageradamente, anotó el servicio, mirándolos a todos de modo sugestivo. “La vieron... Está cachonda la hembra”. Murmuró Horacio. El profesor Andrade reprochó el comentario con un ademán de desaprobación, mientras los demás se burlaban entre dientes.
Al cabo de tres horas, el ambiente en torno a la mesa se hizo pesado. Aunque algunos clientes habían desocupado el local, el humo del cigarrillo junto a los efectos del alcohol hacían densa la respiración. El chicano, con todo y que seguía el hilo de la conversación (sus amigos hablaban de política), sentía cierta nostalgia, recordando sin querer aquello que ninguno de los presentes conocía. Hacía casi tres meses que sostenía amoríos con una mujer casada. Ella lo había llevado a descubrir la máxima altura de su placer sexual, en sudorosos encuentros clandestinos, mientras el señor de la casa se hallaba de viaje. Evocó inconsciente una acelerada tarde de mayo y no pudo contener una breve erección. “¡Epa, huevón!, ¿Estás en la luna, o qué?” Sintió un repentino y fuerte codazo a la altura del pecho. Era Horacio: “Pilas, chamo, que ahora viene lo bueno...”
“Señoras y señores, ahora lo más esperado de la noche: Alelí y sus muñecas de fuego...” “Uuuupa cachete, esto si está bueno...” (comentó alguien) Nataly salió al escenario acompañada de seis muchachas, todas ellas disfrazadas de gatúbelas, moviendo sus caderas al ritmo de una canción de moda. Al cabo, comenzaron a despojarse de sus ropas hasta quedar totalmente desnudas. Ante el espectáculo, el chicano volvió de su letargo. “Uuuuuy mamita...” dijo entre dientes, inclinándose un poco más sobre la mesa, al tiempo que se acomodaba con afán sus livianas gafas de miope.
Una hora más tarde, la joven se encontraba de pie frente al cajero principal: movía las manos con soltura, se recostaba a la barra, levantaba de cuando en cuando el pie derecho hacia atrás como ejercitándose con pesas; se arreglaba el cabello (negro azabache, seguramente pintado), se movía al ritmo de una canción imaginaria (tal vez, la misma del Strep tesse); recibió un sobre con dinero. El chicano no pudo evitar mirarla de arriba a abajo, prolongada y detalladamente. Nataly percibió la mirada quisquillosa del muchacho y sonrió coqueta, dirigiéndose luego a la salida del local. “¡Coño, miren cómo camina, qué culo, qué mamacita!”, exclamó de repente el profesor Andrade y todos lo miraron entre jocosos y sorprendidos.
La mujer despidió a su marido a la puerta de su casa. Era una semi-quinta ubicada en una urbanización cinco estrellas, situada a las afueras de la capital. “Nuevamente sola”, suspiró, cerrando la puerta con llave. Su marido, la mayor parte del tiempo, estaba fuera de casa. Sus ocupaciones al frente de una importante empresa publicitaria lo obligaban a viajar, por lo menos, cinco días a la semana. Llevaban ocho años de casados; sin hijos. Ella no pasaba de los treinta, pues se había casado bastante joven y por todas las de la ley (hasta por pendeja, le recriminaba, constantemente, su mejor amiga...). Desde que su marido había conseguido ser el nuevo gerente estrella de aquella empresa, hacía aproximadamente dos años, su relación con éste no era la misma. Diana no soportaba estar sola. Ante los primeros largos viajes de su marido se quedaba en casa de su mamá (ubicada en una modesta urbanización al otro lado de la ciudad), sin embargo, a raíz de ciertas diferencias con ésta, decidió enfrentar su ineludible soledad de mujer casada, sorteando las pesadas horas de cualquier manera en su bella y cómoda casa. Se ocupaba de los quehaceres cotidianos parsimoniosamente y sin afán: lavaba, planchaba, hacía la comida, cuidaba el jardín, etc. Era adicta a la televisión. Casi no leía, no le gustaba. Hacía la siesta de la tarde semidesnuda. A veces se masturbaba, evocando aquellas primeras noches de recién casada, junto al, para ese momento, amor de su vida. En ocasiones era visitada por Sandra, su mejor amiga. Últimamente se sentía aburrida, pues su vida matrimonial había caído en un letargo insoportable. A veces se dejaba tentar por la idea de buscar una aventura (muchas veces Sandra le alentaba a ello: “te apuesto a que tu marido no es un santo”, le decía, casquillosa). Se sabía bella, atractiva; cualquier hombre estaría dispuesto a flirtear un rato con ella, a sacudirle el aburrimiento. Pero no. Ella no era una cualquiera. Además, en el fondo, seguía amando a su marido.
Aparte de la T.V., su otra gran adicción era el Internet. Solía navegar, en busca de páginas Web de música o espectáculos (siempre soñó con ser actriz), también chateaba con desconocidos casi diariamente, lo cual le divertía muchísimo. En una de esas charlas virtuales conoció al Chicano. “¡Chicano!”, Exclamó sonriente, “¿Acaso eres mejicano o qué?” Escribió desde su computador personal. Se ponían de acuerdo para conectarse en días y horas específicos. Ella desde su casa; él desde el laboratorio de informática de la Universidad o algún Cybercafé. Al principio fue un juego; una diversión no más. Pero con el tiempo, estas charlas casuales se hicieron para ambos una necesidad. Un día decidieron conocerse en persona, desde entonces su relación dio un giro inesperado.
El café estaba repleto. Era lógico, pues estaba situado en uno de los mejores centros comerciales de esa zona de la ciudad; además era sábado, sábado por la mañana. Era un lugar agradable, en donde solían encontrarse jóvenes universitarios y de secundaria: se coqueteaban, se enamoraban, hablaban de los estudios, de sus romances, o simplemente iban a pasar un rato, tomándose un capuchino o un buen jugo de naranja recién preparado. Carlos José comenzó a impacientarse. Quedó de encontrarse con esa desconocida del chat a las nueve en punto; ya eran casi las diez menos veinte. Pidió otro café con leche grande y otro cachito de jamón. Para poder conocerse, cada uno describió la manera como iba a estar vestido ese día: él con jean color petróleo y franela negra; ella, con jean a la cadera y franela blanca, pelo suelto (“lo tengo casi a la cintura”, le escribió juguetona) y gafas de sol a la moda (estilo Jennifer López). Diez de la mañana. El chicano pagó la cuenta con cierta brusquedad y se alejó por la avenida que conduce a su apartamento. En ese mismo instante, Diana salía de su casa (a veinte minutos del centro comercial) con el cabello suelto y húmedo, presurosa, dejando una estela de perfume tras de sí. Corrió a la avenida y tomó un taxi. “¡Cómo pude quedarme dormida!” Dijo. El taxista preguntó ¿Dígame, señora? Asomándose presuroso por el espejo retrovisor; ella respondió indiferente, “No, nada, señor”, y se acomodó el cabello con soltura.
El chicano despertó con un fuerte dolor de cabeza. Una gran resaca lo mantenía en cama, a pesar de que era casi mediodía. “Coño, qué ratón tan arrecho”, comentó. En la cama contigua se hallaba Raúl, uno de los Peralta: los ojos enrojecidos, el pelo alborotado, unas ojeras de cadáver bajo los ojos oscuros. Se levantó sin muchas ganas y pidió por teléfono dos litros de jugo de naranja. A las dos en punto debían presentarse en el anfiteatro de una importante universidad fronteriza para la inauguración del X Encuentro Nacional Universitario de Ingeniería. ¡Vamos, Rulo, levántate; ya son las doce!. Dijo, sacudiendo a su compañero de cuarto que aún se hallaba dormitando boca abajo. Se asomó por la ventana. Afuera, la ciudad palpitaba indiferente, bajo el sol radiante de junio. “Qué flojera” pensó y se dirigió al baño.
Un rato más tarde, el grupo viajaba en dirección al sitio pautado para el encuentro. Iban comentando con detalle las incidencias del día anterior. Sobre todo, hablaban de las chicas del local. Discutían: cuál estaba más buena; cuál tenía el mejor trasero; cuál tenía la mejor cara... Todos coincidieron en afirmar que esa tal Alelí (¡La gatúbela más buena, papá!) era la reina de “La Bella Donna”. Al llegar a la Universidad, olvidaron el tema y se dispusieron a participar en las diferentes actividades de aquel importante encuentro, que todos los años reunía lo más selecto de la ingeniería nacional.
Siete de la noche. De nuevo en el hotel, los muchachos comentaban sus experiencias del día. “No fue mala idea el habernos inscrito en este encuentro, está arrechísimo”, enfatizó Horacio. A pesar de que era un grupo de jóvenes alegres y joviales, a la hora de su profesionalización, actuaban con seriedad y disciplina. ¡Esto hay que celebrarlo, muchachones! Propuso Pedro Antonio Peralta. “¡Claro, pana, vámonos a la Dolce Vitta o a lo que sea!” Agregó Horacio, entusiasmado, febril, poniendo una cara de morboso que no podía con ella.
Poco después de las nueve de la noche, la camioneta se estacionó casi en el mismo lugar del día anterior. El portero no era el mismo: éste más bien era flaco y bajo, de piel blanca y cabellos de rockero devaluado. Se sorprendieron al encontrar el local casi vacío. Bueno, viéndolo desde un punto de vista era mejor así. Sin embargo, por la poca concurrencia, sólo las chicas menos agraciadas estaban laborando. En consecuencia, Alelí no daba señales de vida. Se sentaron y pidieron una botella de ron (salía más económico beber ron que cervezas). Comenzaron nuevamente a platicar de lo que habían aprendido durante la jornada del día. El Chicano sentía una extraña ansiedad. A pesar de que la estaba pasando bien con sus amigos, algo le afectaba.
Luego de sacar dinero de un cajero automático de la séptima avenida, Alelí detuvo un taxi y le pidió al señor que por favor la llevase a una dirección específica: era un barrio popular de esa ciudad, declarado desde hacía años zona roja. El taxista le dijo el monto de la carrera y arrancó el carro no sin cierto miedo. Últimamente el asalto a los taxis se había acrecentado de modo alarmante. Muchos taxistas no sólo eran robados, sino además asesinados del modo más cruel. “Muchas gracias, señor” dijo Alelí, dándole un billete, “Se puede quedar con el vuelto” agregó, mirándolo con cierta ternura. El señor era gordo, cincuentón, le recordaba a su padre. Caminó una cuadra y se detuvo frente a una modesta casa, toco varias veces a la puerta. Una niña de unos cinco años, con una pijama descolorida (al Mickey Mouse del pecho le faltaba una oreja) se le abalanzó emocionada: “¡Bendición, mami!” “Dios te bendiga, mi amor”. En ese instante, una señora pequeña, algo gorda, atravesó el umbral de la puerta de la cocina, dio unos pasos titubeantes, se detuvo, y en voz baja dijo: “Gracias, Dios mío”.
A las once de la noche la camioneta estaba nuevamente estacionada en el garaje del hotel. Los muchachos estaban cansados. La botella de ron se agotó rápidamente, así que decidieron guardar dinero para la siguiente noche (sería martes, seguramente las jóvenes buenazas volverían a laborar), ya que no contaban con mucho. El chicano y Raúl, acostados en sendas camas, viendo la tele, hablaban de sus experiencias amorosas. Raúl era un tipo buena gente, aunque algo egocéntrico. Tenía los ojos oscuros como su hermano y un cuerpo delgado y nada musculoso. Era más bien flaco, esmirriado, lampiño. Recordaban pues, sus primeros romances, en la secundaria. Los pajazos que se echaban en nombre de las muchachas más sexys del liceo. Habían estudiado juntos casi todo el bachillerato. ¿Te acuerdas de Sofía?, “Claro, pana, La que tenía un culito paradito, la coño e’madre...” “Esa también me la pasé por las armas, papá...” “¡Qué arrecho!” “¿Y tú te acuerdas de Maribel?” “¿Cómo no, huevón?” “A esa le metí mano en el baño, el día que ganamos el Festival, ¿Te acuerdas?”, “Claro, rata”. Afuera había poco ruido. La conversación se prolongó por casi dos horas. Alelí, esa noche, no pudo conciliar el sueño con facilidad: lloraba en silencio, abrazada a su hijita, maldiciendo, sintiéndose culpable, una mierda, pues, qué futuro me espera Dios, ¿seguir siendo una puta barata?, ¿Qué va a pasar con mi niña? (Abrazando a la niña con mayor fuerza), que ese italiano se vaya pa’ la mierda, viejo morboso, viejo explotador... mañana mismo le digo que me largo de esa porquería de trabajo... ¿Vida fácil?, la mierda...
Diana revisó la carpeta de correos: nada. Ningún correo del chicano. Estará bravo conmigo, seguro, pensó. “Coño, la cagué” dijo, desconectándose de la Web. Se levantó lentamente de la silla giratoria de cuero negro, se dirigió a la ventana, se asomó a la calle: una calle tranquila, de urbanización. La tarde arrojó una bocanada de aire frío a su tierno rostro. Porque a pesar de los años, Diana conservaba la ternura de su rostro: ojos un tanto achinados, color chocolate; boca pequeña, labios gruesos, sensuales; cabellos castaño-oscuros, lacios y suaves; cuerpo delgado, senos hermosos (talla 36), trasero parado y firme (como para un comercial de pantalones...); en fin, no estaba nada mal la señora. Se dirigió a la sala, encendió la tele, una canción de Eminen ahuyentó el silencio de la casa. Se sentó, todavía recriminándose por haber perdido la oportunidad de conocer en persona a ese hombre misterioso que le estaba dando un toque de alegría a su vida, cargada hasta entonces de tanto aburrimiento y hastío. De pronto, oyó el ruido inconfundible del carro de su marido, parqueándose en la acera de enfrente. Se sobresaltó. Apagó la tele. Le abrió la puerta al mejor publicista de la ciudad: “Hola mi amor”, “Hola mami”, un beso, un abrazo, “Qué cansancio, vale”, “Me imagino”. Diana se quedó parada en la puerta, atravesada por un sentimiento doloroso, mezcla de ira y decepción, mientras su marido arrastraba un maletín de rueditas en dirección al cuarto, con una cara de pocos amigos.
“Hola, Diana: te esperé por casi una hora. No te puedo negar que estoy molesto contigo, muy molesto. De todos modos, escríbeme, por favor. Explícame qué pasó”. “¡Épale, chicano!”; “¿Qué hubo leo?” Bueno, así está bien, se dijo el Chicano y le dio al botoncito de enviar. Canceló la hora de navegación, (Okey, pana, gracias; nos vemos...). Salió sin prisa a la parada del microbús que lo dejaría frente a su apartamento. Ya en plena marcha (la radio tocaba una canción en donde se hablaba de caras y de lunas...), comenzó a imaginarse cómo sería Diana: ¿Será que está buena? ¿Acaso será un monstruo? ¿Será verdad que es soltera? Sonrió con frescura y los ojos achinados resplandecieron de picardía. De pronto, un latigazo de lluvia fugaz golpeó las ventanillas del microbús. “¡Cónchale, ojalá que no llueva!” Suspiró. “Por donde pueda, señor”. Cuando se disponía a tomar una buena ducha que le aflojara el estrés, las notas de la melodía Para Elisa de Bethoven, le anunciaron que recibía una llamada por el celular. Lo sacó de inmediato del bolso: era su mamá. A las dos horas iba en camino a la casa de sus padres. Su padre había sufrido el último infarto.
“Chao, mi amor”, dijo Alelí, acariciándole el cabello a la niña “Y te portas bien, ¿oíste?” Agregó, pellizcándole esta vez la mejilla izquierda. “Bendición, mami” “Dios te bendiga, mi amor” respondió la señora, besándola y abrazándola con una ternura un tanto exagerada. Se alejó sin premura, bordeando con sus pasos las plantas del jardín que su madre se esmeraba en cuidar. Su padre paralítico espió la escena desde el umbral de la ventana de su cuarto, no pudiendo evitar un breve sollozo. Casi toda la tarde Alelí la aprovechó para visitar algunas tiendas de ropa femenina. En las últimas semanas había engordado algunos kilitos, por lo que la ropa le quedaba algo apretada. Adquirió algunos pantalones strech de diferentes colores y blusitas a tonos fríos. Luego de caminar por más de hora y media, se sentó en una pequeña plaza y concentró su atención en un grupo de personas que se encontraban frente a la Universidad Experimental. “Será que hay huelga”, murmuró, poniendo una cara de extrañeza que no venía al caso. A un lado de la concentración se hallaba el Chicano con sus amigos, esperaban el transporte que los conduciría al museo de la ciudad, en donde se llevaría a cabo una de las actividades del Encuentro.
A Diana le asaltó la alegría cuando vio el nombre de El Chicano en la lista de la bandeja de entrada de su correo electrónico. Se sentó de inmediato y sin perder tiempo dio el clic correspondiente. Leyó el correo sin premura, despacio, queriendo retener en su memoria cada una de esas palabras. “¡Qué lindo!” dijo efusiva y se dispuso a responderle: Discúlpame, Chicano. Sé que debes estar molesto. Te pido por favor me disculpes. No te imaginas las ganas que tengo de conocerte en persona. Por favor, no seas malito. Dame una nueva oportunidad. Qué te parece en el mismo lugar y hora, el próximo sábado. Espero tu respuesta. Un abrazo y un beso. Diana.
Se sentó en el largo sofá de la sala de recibo, alargó la mano y puso la taza de té sobre una mesita de madera fina, con incrustaciones de metal, al estilo rococó. Se enderezó, cruzó las piernas con aire coqueto, se acomodó el cabello tras las pequeñas orejas con las dos manos y dijo con una voz demasiado infantil para su edad: “Tienes que tener cuidado con eso, Diana”. “Sabes que por ahí hay mucho loco...” Advirtió Sandra Wassouft, llevándose la taza de té a la boca. “Tranquila, chama, el Chicano es diferente”. Alegó Diana con su fresca sonrisa. “Cuidado, chamita, nunca se sabe...” Sandra, era la mejor amiga de Diana. Llevaban más de diez años conociéndose: compartiendo secretos, alegrías, fracasos, sueños... Era de buena familia, de treinta años, había culminado a duras penas su carrera universitaria (era Arquitecto). Le gustaban los buenos restaurantes, viajar, disfrutar de los placeres que su familia le podía dar, sin remilgos ni limitaciones. Pero no era materialista, como muchos suponían, era más bien humilde, servicial, humana. Nunca se había casado ni pensaba hacerlo; le gustaba ser libre. Además odiaba estar enfrascada en una casa, no soportaba el sedentarismo doméstico, que no era otra cosa para ella que el matrimonio o la vida en pareja. “Prefiero disfrutar ahora que tengo juventud y dinero” Comentaba con sus amigas en las discotecas de moda. “Después me busco un viejo ricachón, ¡Y estoy hecha muchachas!” .
Luego de tomar el té de la tarde, las dos amigas se fueron al balcón, pues el calor comenzaba a fastidiar. Aunque se propuso no comentar nada acerca del Chicano, Diana no duraba más de cinco minutos sin nombrarlo, sin reírse al relatar las cosas morbosas que a veces se escribían, a través del ciberespacio... “Creo que ahora sí vas a romper tu promesa de fidelidad”, inquirió Sandra, señalando a Diana con el índice erguido y con un gesto fingidamente adusto. Diana guardó silencio por unos segundos y al cabo dijo: “¿Por qué no?”.
Alelí llegó al local a las cuatro de la tarde en punto. Trataba siempre de estar a esa hora para evitar el ajetreo que se desataba cuando, una hora más tarde, la turba de muchachas llegaba en tropel y se adueñaba, entre risas, gritos y murmullos, de los vestíbulos y los baños. Estaba tranquila; como siempre. Maquillándose con parsimonia frente al espejo de costumbre. Era realmente bella. Una mujer de estatura media, ojos algo oblicuos y claros, de tez blanca y unas caderas de ensueño. Abrió su clóset y extrajo el vestuario de enfermera, lo desempolvó, lo arrojó a la cama. Era martes, le tocaba ese show. Se lo midió sin afán. Se dio cuenta de que le quedaba apretado: “Cónchale, tengo que dejar de comer tanto...” Dijo, al notar unos rollitos de grasa en su abdomen. Al rato, escuchó pasos y voces. Eran las muchachas. Ninguna sobrepasaba los veinticinco años. Eran hermosas y afables y con un aire de modelos de televisión o aprendices de teatro. Si bien era cierto que Alelí saludaba a todas con cariño, con besitos y abrazos, sólo dos eran sus mejores amigas: Mónica y Mercedes. Un par de primas que habían venido desde Valencia con ansias de estudiar en la Universidad Experimental, una de las más reconocidas del país. En su antigua ciudad, habían iniciado estudios de Mercadeo en un Instituto Privado, pero les fue difícil proseguir por diversos motivos. Eran buenas amigas, tratables y humanas. “Hola Alelí, ¿Cómo estás?” “¿Y Abigail?” “Tremenda y bonita como siempre...” Respondió Alelí, desde el fondo de sus veintiséis años, mientras se ajustaba el sostén haciendo presión sobre sus senos con ambas manos. Entre ellas nunca había disensiones, por el contrario, solían coincidir en muchas cosas. Particularmente Mercedes era la más querida de Alelí, pues sus facciones le recordaban a un novio muy especial que había tenido en el liceo. Además la chica leía poesía, un hábito que Alelí estimaba como algo muy humano y propio de personas extraordinarias. Apenas conociéndose, Mercedes le regaló un libro de Mario Benedetti. Un detalle que Alelí conservaba en su mesita de noche, sin haberse sentado todavía a leer.
El profesor Andrade hablaba con Pedro Antonio y Raúl, fuera del hotel, a unos pasos de la camioneta. De vez en cuando una carcajada del teacher reverberaba de súbito, mezclándose de inmediato con los demás ruidos de la calle. Carlos José aún estaba en la habitación. Se afeitaba la ligera barba con la misma desechable de hacía dos días. “Estoy listo” Dijo, mientras arrojaba la máquina de afeitar a la basura. Se secó, se golpeó la cara con un líquido verde, se colocó la franela, se peinó, apagó la luz, cerró la puerta.
“Chamo, esta camioneta está sin gasolina”, dijo Horacio al ver la cabina de señalización de la bronco. “Tranquilo, pana...” “Todo está bajo control, Okey...·”. Se dirigían a “la Bella Donna”. Estaban contentos, pues luego de la segunda jornada de trabajo, hasta ahora el encuentro había llenado todas sus expectativas.
El local estaba totalmente lleno. A tientas, entre las mesas ocupadas y los grupos de clientes que bebían y fumaban de pie, diseminados a un lado y otro del bar, los muchachos lograron llegar a la barra, en la cual por su puesto, no cabía un alma. A gritos pidieron cervezas. Como pudieron, se hicieron un lugar entre la multitud en donde, de cuando en cuando, se hacían algún comentario. Pero en realidad, cada uno estaba en su mundo, paladeando su cerveza de un modo mecánico. Raúl sugirió que fueran a otro lugar, haciendo bocina con sus manos, pero los demás hicieron caso omiso a su propuesta. A la media hora, un grupo de empleados de una fábrica de zapatos abandonó el local. Sin perder tiempo y a duras penas lograron sentarse en una mesa ubicada cerca de la barra. “¡Ahora sí, muchachos, vamos a pedir una botella!” Propuso la voz ronca del profesor Andrade. Los demás asintieron con la cabeza.
A las dos horas, comenzó el espectáculo: Alelí y las enfermeras de fuego, encendieron la noche. En medio del ambiente aventurero provocado por los efectos del alcohol y el fragor de la tertulia, se abrió la apuesta. Aquel que fuese capaz de quedarse con una prenda de Alelí, se acostaría con ella esa noche y no precisamente a dormir, acotó Pedro Antonio, antes de una gran carcajada. Entre todos los demás, perdedores en este caso, pagarían el servicio. Alzando los vasos los muchachos brindaron con entusiasmo, aceptando sin vacilaciones el excitante reto.
El Chicano se internó a la habitación un tanto tembloroso. Contrario a lo que imaginó la misma estaba ordenada. La muchacha le sugirió que se desvistiera allí mientras ella hacía otro tanto en el baño. Caminó titubeante, se sentó en la cama; una cama más bien pequeña. Se quitó los zapatos, los colocó al pie, luego la franela, luego el pantalón. En ese instante Alelí apareció ante sus ojos, al tiempo que dejaba caer la toalla al piso; estaba recién bañada, sin sostenes y con una pequeña tanga verde. El pelo suelto. Era realmente excitante tenerla así, indefensa, con unos ojos supuestamente atrevidos y ademanes de seducción un tanto teatrales...
Esta vez no iba a fallarle. Eran apenas las ocho de la mañana de un sábado caluroso y límpido. Se terminaba de retocar frente a aquel gran espejo. “Ay, papacito... hoy si no te pelo”, pensó sonriente, retocándose los labios con sutileza. Su esposo no llegaría hasta la noche. Esa certeza le daba tranquilidad, “aunque pensándolo bien, yo no voy a hacer nada malo”, reflexionó en voz alta.
El chicano llegó a las nueve y cuarto. Esta vez actuaba sin afán, aunque muy en el fondo de sí era preso de una ansiedad inusual que lo impulsaba a proceder con una normalidad exagerada. Se sentó y pidió un café marrón. A lo lejos se escuchaba el vaivén de la ciudad. El cielo estaba de un azul intenso. De pronto, viró la vista a un lado y la vio acercarse, “Debe ser ella”, pensó, secándose las sudorosas manos en el pantalón nuevo...
“¡Hay viene Carlos, muchachos!” Gritó Horacio, enajenado, y todos se voltearon en dirección a la entrada del bar. Aplaudieron, “¡Buena chamo!”, “¿Qué tal culea la hembra?” “¡Brindemos por nuestro culeón favorito!”, Sonidos de vasos en el aire, risas escandalosas, felicitaciones absurdas... EL Chicano la vio perderse detrás de la barra, atesorando en sus manos el olor perturbable de su sexo fugaz...
El último día del Encuentro estuvo agitado. En la mañana, las dos últimas conferencias, muy interesantes, aunque al final algo aburridas. El almuerzo: un caos total. Por la tarde, la entrega de los certificados correspondientes. El viaje de regreso estaba pautado para el día siguiente. Estaban contentos. Desde todos los puntos de vista, el encuentro había sido un éxito. “Además, el Chicano estuvo con la putica más bella que he visto en mi vida” Comentó el profesor Andrade, dándole una palmada a Carlos por la espalda. Por su puesto que la celebración no se hizo esperar, “La Bella Donna” era el destino seguro.
“Llevamos tres sábados viéndonos, ¡Es tan bello!” Le contaba Diana a Sandra por el teléfono inalámbrico, mientras se revisaba las horquetillas del cabello. Afuera llovía a ráfagas. Diana llevaba puesto un camisón amplio, al estilo gitano, y un bluyín ajustado que resaltaba sus formas; acababa de verse con el Chicano. “ ¿Y cuándo van a hacer el amor?” Preguntó Sandra, juguetona, al otro lado de la línea. “¡Coño!, ¿Me crees tan puta?” “No es eso, bobita, sólo preguntaba” aclaró Sandra con ironía. Estuvieron hablando por largo rato. Diana se daba ese lujo, ya que su marido pagaba puntualmente la cuenta telefónica, por muy elevada que ésta fuera. En ese momento el Chicano se daba una ducha, pensando en las cosas que había hablado con Diana. Se sentía bien. El hecho de haber conocido a ese mujerón y de compartir con ella tantas cosas lo hacía sentir dichoso. “El próximo sábado la invito al apartamento” pensó, mientras canturreaba una canción de moda y se enjabonaba una vez más, bajo la helada llovizna del grifo...
En la víspera del viaje de regreso a la capital, nuevamente la Bella Donna fue el lugar escogido por los muchachos para echarse unos buenos tragos y recrear la vista. Durante el recorrido del hotel al bar, no se comentó otra cosa que la suerte que tuvo el Chicano por haber podido disfrutar de la buenaza de Alelí. “Debes estar contento, ¿no, ratica?” dijo Horacio, dirigiéndole una mirada pícara. El profesor Andrade y los muchachos, entre tanto, preguntaban, entre risas y comentarios obscenos: “¿Qué hicieron?, ¿Cómo lo mueve?, ¿Le hiciste aquello?, ¿Le hiciste esto?...Y cosas por el estilo. Carlos José, reía, sonrojándose de cuando en cuando, a medida que el tono de las preguntas aumentaba. De pronto, su celular anunció que acababa de recibir un mensaje de texto. Lo sacó de inmediato del bolsillo del pantalón, era Diana: Te espero el viernes, a las dos. No me falles. Mi marido no llega hasta el sábado. Besos.
La primera botella no alcanzó la media hora y la segunda iba por la mitad. Desde el momento en que se instalaron en la mesa (justo cuando el negro malencarado sacaba a empellones a un borrachito...), Alelí comenzó a deambular entre las mesas vecinas, echando de vez en cuando un rápido vistazo a la mesa donde compartían el Chicano y sus amigos. EL profesor Andrade se dio cuenta de la actitud de la muchacha, y cuando ésta menos lo esperaba, le hizo señas de que se acercara. Alelí acudió al llamado. “¡Hola linda!, ¿Cómo estás?”, Preguntó el profesor, con los ojos enrojecidos por el trago. “Bien”, repuso Alelí. Y al instante inquirió: “¿Desea algo?”, “¿Cómo te fue con el muchacho?”, Interrogó el teacher, señalando a Carlos con la mirada. “Normal...” dijo la muchacha, secamente, y se alejó un poco seria, en medio de las miradas lujuriosas de algunos clientes embriagados. Entre tanto, Carlos, mirando al profesor de modo despectivo, pensó: “viejo verde, si la caga... ¿No?”
Cuando estaban cerrando el local (las luces encendidas, los meseros subían las sillas sobre las mesas y en el fondo se oía música venezolana...), el Chicano, haciéndose el loco, se hizo cerca de la barra, en donde Alelí hacía cuentas con uno de los cajeros. Impulsado por el valor que le daba la borrachera, se acercó a la muchacha, la saludó y le pidió que por favor le diera su número telefónico o su dirección, si era posible. Ella sonrió al verlo en ese estado y no lo pensó dos veces, sacó el monedero de su cartera, extrajo de éste una tarjeta color salmón y se la entregó, en la cual, además del teléfono personal estaba la dirección de su correo electrónico. “¡Coño, mamita, hasta correo tienes!, “¿Y tú qué crees, papito...?”, Dijo Alelí, levantando una ceja con aire coqueto. Luego le dio un beso en la mejilla, sin dejar de sonreír, le pidió que la llamase o escribiese pronto y se retiró como si nada.
“¡Qué espalda tan perfecta, Dios mío!” Pensó el Chicano, acariciándole la espalda a Diana, que yacía desnuda a su lado. Acababan de hacer el amor. Por los grandes ventanales un aire glacial se internaba incesantemente a la habitación; sin duda, era una hermosa y plácida tarde de un viernes cualquiera. Hicieron el amor con tranquilidad, sin más sobresaltos que los provocados por el éxtasis y la lujuria de sus cuerpos, completamente entregados a los dulzores de aquella pasión furtiva. Al final de cada orgasmo, se dedicaban a comentarse sus cosas, por muy triviales que éstas fueran. En esta ocasión, Carlos José comentaba lo concerniente al encuentro. “Ay, papi, me alegra que te haya ido tan bien.” Dijo Diana, tiernamente, mientras un brillo extraño fulguraba en sus ojos...
Eran las cuatro y veinte minutos de la madrugada de un sábado cálido de junio cuando el cadáver fue encontrado, en medio de gritos de espanto, desmayos y demás. Desnuda, con varias puñaladas en su abdomen, yacía amarrada por manos y pies a la vieja cama de una de las habitaciones de aquel club nocturno en donde tantas veces había prestado sus servicios. Según las primeras investigaciones del Cuerpo de Investigaciones Criminalísticas y Policiales, la hermosa chica respondía al nombre de Carmen García, de 26 años de edad, de nacionalidad venezolana, quien llevaba dos años laborando como trabajadora sexual en la “Bella Donna”.
“Menos mal que hoy no hubo mucho cliente”, pensó, recostada entre la pared y la cama. Encendió la tele. Recorrió los treinta canales del cable “La misma porquería de siempre”, dijo, accionando el power del control. Nuevamente la habitación quedó en penumbras.
Se colocó la pijama color fucsia (su favorita), luego se miró en el pequeño espejo del baño, comenzó a sacarse unas espinillas; detalló su pelo, meneándolo de un lado a otro. “Coño, el tinte no me agarró bien” dijo para sí. Se fue a la cama, apagó la luz. No había pasado un minuto cuando de pronto se levantó de golpe, acomodó algunas cosas, quizá ropa, cerca de un maletín que se hallaba sobre una vieja mesa de planchar (para que no se me olvide...murmuró) y se acostó de nuevo.
“El bar está cerca del hotel”, dijo el hombre más viejo. Era un tipo bajito, barrigón, de una barba poco espesa y gris. “Bueno, vamos para allá”, respondieron dos casi al unísono. “Dicen que hay una hembrotas fenomenales”, añadió Carlos, el más joven del grupo.
Como en cualquier metrópoli del mundo a la hora pico, el tráfico de la ciudad era insoportable. La bronco hubo de detenerse unos minutos, pues al parecer había un choque. ¡Mierda!, refunfuñó Horacio, quien iba al volante. “Tranquilo, mano, lo bueno se hace esperar”, repuso uno que se hallaba sentado en la parte posterior de la camioneta. Finalmente, en medio de cornetazos y gritos lograron retomar el viaje. “Bueno, muchachos, a tirar que el mundo se acaba”, declaró con sorna Pedro Antonio, y todos se echaron a reír.
El local abría sus puertas a partir de las seis de la tarde. A esa hora las muchachas debían estar presentes y dispuestas, a fin de atender a los clientes que en ese momento se acercaban en busca de compañía y placer. Durante estas primeras horas era concurrido principalmente por hombres en traje y corbata: ejecutivos, abogados, periodistas, maestros. Poco a poco, iban saliendo, como en procesión, con una jovencita al lado. En hora y media o dos, las jóvenes estaban de vuelta en el local, daban parte del dinero al administrador y se disponían a continuar el trabajo.
¿Qué tal, Nataly? ¿Cómo te fue? “Como siempre...”, respondió con displicencia. Se dirigió al baño, sintió asco al encontrar la poceta totalmente llena. “¡Guácala!” Dijo, arrugando la cara cómicamente.
Nataly o Alelí como era conocida, llevaba dos años trabajando en “La Bella Donna”. Era una hermosa mujer de 26 años, de pelo negro y ojos diamantinos. Ocho años atrás soñó con ser modelo de publicidad, pero su sueño se truncó el día en que se puso a convivir con un hombre casado, muchísimo mayor que ella, que la trataba como a una cosa. Cuatro años después logró abandonarlo, pero se encontró sola y perdida en una ciudad inmensa, desconocida para ella, sin posibilidades concretas de reanudar su vida, sus sueños. Pasado el tiempo, gracias a las gestiones de un amigo casual, logró empleo como vendedora en una gran tienda de zapatos. Allí conoció a Don Giacomo Verti, quien le tomó cariño y luego de meses e incluso años intentando disuadirla, logró convencerla para que trabajase en su local nocturno. “Io solo quiero ayudarte. Tú sei una bambina molto bella.” Solía decirle, en su cadencioso idioma romance.
Carlos José Ramírez, el chicano, como le decían sus amigos, era estudiante de la Universidad Central; dentro de un año, de no haber otra huelga de profesores, estaría graduándose de Ingeniero Civil. Había venido a esta ciudad a un encuentro de estudiantes universitarios de ingeniería. Lo acompañaba el profesor Andrade, su primo Horacio, estudiante de sistemas, y los hermanos Peralta, dueños de varios locales de comida rápida en la capital y de la bronco 99 en la que habían viajado.
La camioneta se parqueó en una de las esquinas del local. La noche prometía farra, diversión. Esa zona de la ciudad parecía estar en constante fiesta. Bajaron de inmediato del auto y se dirigieron a la entrada. Luego de ser revisados por un tipo alto, moreno y malencarado, entraron afables, mirando a todos los lados como si fuesen unos excursionistas en medio de un lugar nuevo y desconocido. Se sentaron, sin dejar de detallar el ambiente de neón y jóvenes semidesnudas y pidieron cervezas. Una mujer morena, pintada exageradamente, anotó el servicio, mirándolos a todos de modo sugestivo. “La vieron... Está cachonda la hembra”. Murmuró Horacio. El profesor Andrade reprochó el comentario con un ademán de desaprobación, mientras los demás se burlaban entre dientes.
Al cabo de tres horas, el ambiente en torno a la mesa se hizo pesado. Aunque algunos clientes habían desocupado el local, el humo del cigarrillo junto a los efectos del alcohol hacían densa la respiración. El chicano, con todo y que seguía el hilo de la conversación (sus amigos hablaban de política), sentía cierta nostalgia, recordando sin querer aquello que ninguno de los presentes conocía. Hacía casi tres meses que sostenía amoríos con una mujer casada. Ella lo había llevado a descubrir la máxima altura de su placer sexual, en sudorosos encuentros clandestinos, mientras el señor de la casa se hallaba de viaje. Evocó inconsciente una acelerada tarde de mayo y no pudo contener una breve erección. “¡Epa, huevón!, ¿Estás en la luna, o qué?” Sintió un repentino y fuerte codazo a la altura del pecho. Era Horacio: “Pilas, chamo, que ahora viene lo bueno...”
“Señoras y señores, ahora lo más esperado de la noche: Alelí y sus muñecas de fuego...” “Uuuupa cachete, esto si está bueno...” (comentó alguien) Nataly salió al escenario acompañada de seis muchachas, todas ellas disfrazadas de gatúbelas, moviendo sus caderas al ritmo de una canción de moda. Al cabo, comenzaron a despojarse de sus ropas hasta quedar totalmente desnudas. Ante el espectáculo, el chicano volvió de su letargo. “Uuuuuy mamita...” dijo entre dientes, inclinándose un poco más sobre la mesa, al tiempo que se acomodaba con afán sus livianas gafas de miope.
Una hora más tarde, la joven se encontraba de pie frente al cajero principal: movía las manos con soltura, se recostaba a la barra, levantaba de cuando en cuando el pie derecho hacia atrás como ejercitándose con pesas; se arreglaba el cabello (negro azabache, seguramente pintado), se movía al ritmo de una canción imaginaria (tal vez, la misma del Strep tesse); recibió un sobre con dinero. El chicano no pudo evitar mirarla de arriba a abajo, prolongada y detalladamente. Nataly percibió la mirada quisquillosa del muchacho y sonrió coqueta, dirigiéndose luego a la salida del local. “¡Coño, miren cómo camina, qué culo, qué mamacita!”, exclamó de repente el profesor Andrade y todos lo miraron entre jocosos y sorprendidos.
La mujer despidió a su marido a la puerta de su casa. Era una semi-quinta ubicada en una urbanización cinco estrellas, situada a las afueras de la capital. “Nuevamente sola”, suspiró, cerrando la puerta con llave. Su marido, la mayor parte del tiempo, estaba fuera de casa. Sus ocupaciones al frente de una importante empresa publicitaria lo obligaban a viajar, por lo menos, cinco días a la semana. Llevaban ocho años de casados; sin hijos. Ella no pasaba de los treinta, pues se había casado bastante joven y por todas las de la ley (hasta por pendeja, le recriminaba, constantemente, su mejor amiga...). Desde que su marido había conseguido ser el nuevo gerente estrella de aquella empresa, hacía aproximadamente dos años, su relación con éste no era la misma. Diana no soportaba estar sola. Ante los primeros largos viajes de su marido se quedaba en casa de su mamá (ubicada en una modesta urbanización al otro lado de la ciudad), sin embargo, a raíz de ciertas diferencias con ésta, decidió enfrentar su ineludible soledad de mujer casada, sorteando las pesadas horas de cualquier manera en su bella y cómoda casa. Se ocupaba de los quehaceres cotidianos parsimoniosamente y sin afán: lavaba, planchaba, hacía la comida, cuidaba el jardín, etc. Era adicta a la televisión. Casi no leía, no le gustaba. Hacía la siesta de la tarde semidesnuda. A veces se masturbaba, evocando aquellas primeras noches de recién casada, junto al, para ese momento, amor de su vida. En ocasiones era visitada por Sandra, su mejor amiga. Últimamente se sentía aburrida, pues su vida matrimonial había caído en un letargo insoportable. A veces se dejaba tentar por la idea de buscar una aventura (muchas veces Sandra le alentaba a ello: “te apuesto a que tu marido no es un santo”, le decía, casquillosa). Se sabía bella, atractiva; cualquier hombre estaría dispuesto a flirtear un rato con ella, a sacudirle el aburrimiento. Pero no. Ella no era una cualquiera. Además, en el fondo, seguía amando a su marido.
Aparte de la T.V., su otra gran adicción era el Internet. Solía navegar, en busca de páginas Web de música o espectáculos (siempre soñó con ser actriz), también chateaba con desconocidos casi diariamente, lo cual le divertía muchísimo. En una de esas charlas virtuales conoció al Chicano. “¡Chicano!”, Exclamó sonriente, “¿Acaso eres mejicano o qué?” Escribió desde su computador personal. Se ponían de acuerdo para conectarse en días y horas específicos. Ella desde su casa; él desde el laboratorio de informática de la Universidad o algún Cybercafé. Al principio fue un juego; una diversión no más. Pero con el tiempo, estas charlas casuales se hicieron para ambos una necesidad. Un día decidieron conocerse en persona, desde entonces su relación dio un giro inesperado.
El café estaba repleto. Era lógico, pues estaba situado en uno de los mejores centros comerciales de esa zona de la ciudad; además era sábado, sábado por la mañana. Era un lugar agradable, en donde solían encontrarse jóvenes universitarios y de secundaria: se coqueteaban, se enamoraban, hablaban de los estudios, de sus romances, o simplemente iban a pasar un rato, tomándose un capuchino o un buen jugo de naranja recién preparado. Carlos José comenzó a impacientarse. Quedó de encontrarse con esa desconocida del chat a las nueve en punto; ya eran casi las diez menos veinte. Pidió otro café con leche grande y otro cachito de jamón. Para poder conocerse, cada uno describió la manera como iba a estar vestido ese día: él con jean color petróleo y franela negra; ella, con jean a la cadera y franela blanca, pelo suelto (“lo tengo casi a la cintura”, le escribió juguetona) y gafas de sol a la moda (estilo Jennifer López). Diez de la mañana. El chicano pagó la cuenta con cierta brusquedad y se alejó por la avenida que conduce a su apartamento. En ese mismo instante, Diana salía de su casa (a veinte minutos del centro comercial) con el cabello suelto y húmedo, presurosa, dejando una estela de perfume tras de sí. Corrió a la avenida y tomó un taxi. “¡Cómo pude quedarme dormida!” Dijo. El taxista preguntó ¿Dígame, señora? Asomándose presuroso por el espejo retrovisor; ella respondió indiferente, “No, nada, señor”, y se acomodó el cabello con soltura.
El chicano despertó con un fuerte dolor de cabeza. Una gran resaca lo mantenía en cama, a pesar de que era casi mediodía. “Coño, qué ratón tan arrecho”, comentó. En la cama contigua se hallaba Raúl, uno de los Peralta: los ojos enrojecidos, el pelo alborotado, unas ojeras de cadáver bajo los ojos oscuros. Se levantó sin muchas ganas y pidió por teléfono dos litros de jugo de naranja. A las dos en punto debían presentarse en el anfiteatro de una importante universidad fronteriza para la inauguración del X Encuentro Nacional Universitario de Ingeniería. ¡Vamos, Rulo, levántate; ya son las doce!. Dijo, sacudiendo a su compañero de cuarto que aún se hallaba dormitando boca abajo. Se asomó por la ventana. Afuera, la ciudad palpitaba indiferente, bajo el sol radiante de junio. “Qué flojera” pensó y se dirigió al baño.
Un rato más tarde, el grupo viajaba en dirección al sitio pautado para el encuentro. Iban comentando con detalle las incidencias del día anterior. Sobre todo, hablaban de las chicas del local. Discutían: cuál estaba más buena; cuál tenía el mejor trasero; cuál tenía la mejor cara... Todos coincidieron en afirmar que esa tal Alelí (¡La gatúbela más buena, papá!) era la reina de “La Bella Donna”. Al llegar a la Universidad, olvidaron el tema y se dispusieron a participar en las diferentes actividades de aquel importante encuentro, que todos los años reunía lo más selecto de la ingeniería nacional.
Siete de la noche. De nuevo en el hotel, los muchachos comentaban sus experiencias del día. “No fue mala idea el habernos inscrito en este encuentro, está arrechísimo”, enfatizó Horacio. A pesar de que era un grupo de jóvenes alegres y joviales, a la hora de su profesionalización, actuaban con seriedad y disciplina. ¡Esto hay que celebrarlo, muchachones! Propuso Pedro Antonio Peralta. “¡Claro, pana, vámonos a la Dolce Vitta o a lo que sea!” Agregó Horacio, entusiasmado, febril, poniendo una cara de morboso que no podía con ella.
Poco después de las nueve de la noche, la camioneta se estacionó casi en el mismo lugar del día anterior. El portero no era el mismo: éste más bien era flaco y bajo, de piel blanca y cabellos de rockero devaluado. Se sorprendieron al encontrar el local casi vacío. Bueno, viéndolo desde un punto de vista era mejor así. Sin embargo, por la poca concurrencia, sólo las chicas menos agraciadas estaban laborando. En consecuencia, Alelí no daba señales de vida. Se sentaron y pidieron una botella de ron (salía más económico beber ron que cervezas). Comenzaron nuevamente a platicar de lo que habían aprendido durante la jornada del día. El Chicano sentía una extraña ansiedad. A pesar de que la estaba pasando bien con sus amigos, algo le afectaba.
Luego de sacar dinero de un cajero automático de la séptima avenida, Alelí detuvo un taxi y le pidió al señor que por favor la llevase a una dirección específica: era un barrio popular de esa ciudad, declarado desde hacía años zona roja. El taxista le dijo el monto de la carrera y arrancó el carro no sin cierto miedo. Últimamente el asalto a los taxis se había acrecentado de modo alarmante. Muchos taxistas no sólo eran robados, sino además asesinados del modo más cruel. “Muchas gracias, señor” dijo Alelí, dándole un billete, “Se puede quedar con el vuelto” agregó, mirándolo con cierta ternura. El señor era gordo, cincuentón, le recordaba a su padre. Caminó una cuadra y se detuvo frente a una modesta casa, toco varias veces a la puerta. Una niña de unos cinco años, con una pijama descolorida (al Mickey Mouse del pecho le faltaba una oreja) se le abalanzó emocionada: “¡Bendición, mami!” “Dios te bendiga, mi amor”. En ese instante, una señora pequeña, algo gorda, atravesó el umbral de la puerta de la cocina, dio unos pasos titubeantes, se detuvo, y en voz baja dijo: “Gracias, Dios mío”.
A las once de la noche la camioneta estaba nuevamente estacionada en el garaje del hotel. Los muchachos estaban cansados. La botella de ron se agotó rápidamente, así que decidieron guardar dinero para la siguiente noche (sería martes, seguramente las jóvenes buenazas volverían a laborar), ya que no contaban con mucho. El chicano y Raúl, acostados en sendas camas, viendo la tele, hablaban de sus experiencias amorosas. Raúl era un tipo buena gente, aunque algo egocéntrico. Tenía los ojos oscuros como su hermano y un cuerpo delgado y nada musculoso. Era más bien flaco, esmirriado, lampiño. Recordaban pues, sus primeros romances, en la secundaria. Los pajazos que se echaban en nombre de las muchachas más sexys del liceo. Habían estudiado juntos casi todo el bachillerato. ¿Te acuerdas de Sofía?, “Claro, pana, La que tenía un culito paradito, la coño e’madre...” “Esa también me la pasé por las armas, papá...” “¡Qué arrecho!” “¿Y tú te acuerdas de Maribel?” “¿Cómo no, huevón?” “A esa le metí mano en el baño, el día que ganamos el Festival, ¿Te acuerdas?”, “Claro, rata”. Afuera había poco ruido. La conversación se prolongó por casi dos horas. Alelí, esa noche, no pudo conciliar el sueño con facilidad: lloraba en silencio, abrazada a su hijita, maldiciendo, sintiéndose culpable, una mierda, pues, qué futuro me espera Dios, ¿seguir siendo una puta barata?, ¿Qué va a pasar con mi niña? (Abrazando a la niña con mayor fuerza), que ese italiano se vaya pa’ la mierda, viejo morboso, viejo explotador... mañana mismo le digo que me largo de esa porquería de trabajo... ¿Vida fácil?, la mierda...
Diana revisó la carpeta de correos: nada. Ningún correo del chicano. Estará bravo conmigo, seguro, pensó. “Coño, la cagué” dijo, desconectándose de la Web. Se levantó lentamente de la silla giratoria de cuero negro, se dirigió a la ventana, se asomó a la calle: una calle tranquila, de urbanización. La tarde arrojó una bocanada de aire frío a su tierno rostro. Porque a pesar de los años, Diana conservaba la ternura de su rostro: ojos un tanto achinados, color chocolate; boca pequeña, labios gruesos, sensuales; cabellos castaño-oscuros, lacios y suaves; cuerpo delgado, senos hermosos (talla 36), trasero parado y firme (como para un comercial de pantalones...); en fin, no estaba nada mal la señora. Se dirigió a la sala, encendió la tele, una canción de Eminen ahuyentó el silencio de la casa. Se sentó, todavía recriminándose por haber perdido la oportunidad de conocer en persona a ese hombre misterioso que le estaba dando un toque de alegría a su vida, cargada hasta entonces de tanto aburrimiento y hastío. De pronto, oyó el ruido inconfundible del carro de su marido, parqueándose en la acera de enfrente. Se sobresaltó. Apagó la tele. Le abrió la puerta al mejor publicista de la ciudad: “Hola mi amor”, “Hola mami”, un beso, un abrazo, “Qué cansancio, vale”, “Me imagino”. Diana se quedó parada en la puerta, atravesada por un sentimiento doloroso, mezcla de ira y decepción, mientras su marido arrastraba un maletín de rueditas en dirección al cuarto, con una cara de pocos amigos.
“Hola, Diana: te esperé por casi una hora. No te puedo negar que estoy molesto contigo, muy molesto. De todos modos, escríbeme, por favor. Explícame qué pasó”. “¡Épale, chicano!”; “¿Qué hubo leo?” Bueno, así está bien, se dijo el Chicano y le dio al botoncito de enviar. Canceló la hora de navegación, (Okey, pana, gracias; nos vemos...). Salió sin prisa a la parada del microbús que lo dejaría frente a su apartamento. Ya en plena marcha (la radio tocaba una canción en donde se hablaba de caras y de lunas...), comenzó a imaginarse cómo sería Diana: ¿Será que está buena? ¿Acaso será un monstruo? ¿Será verdad que es soltera? Sonrió con frescura y los ojos achinados resplandecieron de picardía. De pronto, un latigazo de lluvia fugaz golpeó las ventanillas del microbús. “¡Cónchale, ojalá que no llueva!” Suspiró. “Por donde pueda, señor”. Cuando se disponía a tomar una buena ducha que le aflojara el estrés, las notas de la melodía Para Elisa de Bethoven, le anunciaron que recibía una llamada por el celular. Lo sacó de inmediato del bolso: era su mamá. A las dos horas iba en camino a la casa de sus padres. Su padre había sufrido el último infarto.
“Chao, mi amor”, dijo Alelí, acariciándole el cabello a la niña “Y te portas bien, ¿oíste?” Agregó, pellizcándole esta vez la mejilla izquierda. “Bendición, mami” “Dios te bendiga, mi amor” respondió la señora, besándola y abrazándola con una ternura un tanto exagerada. Se alejó sin premura, bordeando con sus pasos las plantas del jardín que su madre se esmeraba en cuidar. Su padre paralítico espió la escena desde el umbral de la ventana de su cuarto, no pudiendo evitar un breve sollozo. Casi toda la tarde Alelí la aprovechó para visitar algunas tiendas de ropa femenina. En las últimas semanas había engordado algunos kilitos, por lo que la ropa le quedaba algo apretada. Adquirió algunos pantalones strech de diferentes colores y blusitas a tonos fríos. Luego de caminar por más de hora y media, se sentó en una pequeña plaza y concentró su atención en un grupo de personas que se encontraban frente a la Universidad Experimental. “Será que hay huelga”, murmuró, poniendo una cara de extrañeza que no venía al caso. A un lado de la concentración se hallaba el Chicano con sus amigos, esperaban el transporte que los conduciría al museo de la ciudad, en donde se llevaría a cabo una de las actividades del Encuentro.
A Diana le asaltó la alegría cuando vio el nombre de El Chicano en la lista de la bandeja de entrada de su correo electrónico. Se sentó de inmediato y sin perder tiempo dio el clic correspondiente. Leyó el correo sin premura, despacio, queriendo retener en su memoria cada una de esas palabras. “¡Qué lindo!” dijo efusiva y se dispuso a responderle: Discúlpame, Chicano. Sé que debes estar molesto. Te pido por favor me disculpes. No te imaginas las ganas que tengo de conocerte en persona. Por favor, no seas malito. Dame una nueva oportunidad. Qué te parece en el mismo lugar y hora, el próximo sábado. Espero tu respuesta. Un abrazo y un beso. Diana.
Se sentó en el largo sofá de la sala de recibo, alargó la mano y puso la taza de té sobre una mesita de madera fina, con incrustaciones de metal, al estilo rococó. Se enderezó, cruzó las piernas con aire coqueto, se acomodó el cabello tras las pequeñas orejas con las dos manos y dijo con una voz demasiado infantil para su edad: “Tienes que tener cuidado con eso, Diana”. “Sabes que por ahí hay mucho loco...” Advirtió Sandra Wassouft, llevándose la taza de té a la boca. “Tranquila, chama, el Chicano es diferente”. Alegó Diana con su fresca sonrisa. “Cuidado, chamita, nunca se sabe...” Sandra, era la mejor amiga de Diana. Llevaban más de diez años conociéndose: compartiendo secretos, alegrías, fracasos, sueños... Era de buena familia, de treinta años, había culminado a duras penas su carrera universitaria (era Arquitecto). Le gustaban los buenos restaurantes, viajar, disfrutar de los placeres que su familia le podía dar, sin remilgos ni limitaciones. Pero no era materialista, como muchos suponían, era más bien humilde, servicial, humana. Nunca se había casado ni pensaba hacerlo; le gustaba ser libre. Además odiaba estar enfrascada en una casa, no soportaba el sedentarismo doméstico, que no era otra cosa para ella que el matrimonio o la vida en pareja. “Prefiero disfrutar ahora que tengo juventud y dinero” Comentaba con sus amigas en las discotecas de moda. “Después me busco un viejo ricachón, ¡Y estoy hecha muchachas!” .
Luego de tomar el té de la tarde, las dos amigas se fueron al balcón, pues el calor comenzaba a fastidiar. Aunque se propuso no comentar nada acerca del Chicano, Diana no duraba más de cinco minutos sin nombrarlo, sin reírse al relatar las cosas morbosas que a veces se escribían, a través del ciberespacio... “Creo que ahora sí vas a romper tu promesa de fidelidad”, inquirió Sandra, señalando a Diana con el índice erguido y con un gesto fingidamente adusto. Diana guardó silencio por unos segundos y al cabo dijo: “¿Por qué no?”.
Alelí llegó al local a las cuatro de la tarde en punto. Trataba siempre de estar a esa hora para evitar el ajetreo que se desataba cuando, una hora más tarde, la turba de muchachas llegaba en tropel y se adueñaba, entre risas, gritos y murmullos, de los vestíbulos y los baños. Estaba tranquila; como siempre. Maquillándose con parsimonia frente al espejo de costumbre. Era realmente bella. Una mujer de estatura media, ojos algo oblicuos y claros, de tez blanca y unas caderas de ensueño. Abrió su clóset y extrajo el vestuario de enfermera, lo desempolvó, lo arrojó a la cama. Era martes, le tocaba ese show. Se lo midió sin afán. Se dio cuenta de que le quedaba apretado: “Cónchale, tengo que dejar de comer tanto...” Dijo, al notar unos rollitos de grasa en su abdomen. Al rato, escuchó pasos y voces. Eran las muchachas. Ninguna sobrepasaba los veinticinco años. Eran hermosas y afables y con un aire de modelos de televisión o aprendices de teatro. Si bien era cierto que Alelí saludaba a todas con cariño, con besitos y abrazos, sólo dos eran sus mejores amigas: Mónica y Mercedes. Un par de primas que habían venido desde Valencia con ansias de estudiar en la Universidad Experimental, una de las más reconocidas del país. En su antigua ciudad, habían iniciado estudios de Mercadeo en un Instituto Privado, pero les fue difícil proseguir por diversos motivos. Eran buenas amigas, tratables y humanas. “Hola Alelí, ¿Cómo estás?” “¿Y Abigail?” “Tremenda y bonita como siempre...” Respondió Alelí, desde el fondo de sus veintiséis años, mientras se ajustaba el sostén haciendo presión sobre sus senos con ambas manos. Entre ellas nunca había disensiones, por el contrario, solían coincidir en muchas cosas. Particularmente Mercedes era la más querida de Alelí, pues sus facciones le recordaban a un novio muy especial que había tenido en el liceo. Además la chica leía poesía, un hábito que Alelí estimaba como algo muy humano y propio de personas extraordinarias. Apenas conociéndose, Mercedes le regaló un libro de Mario Benedetti. Un detalle que Alelí conservaba en su mesita de noche, sin haberse sentado todavía a leer.
El profesor Andrade hablaba con Pedro Antonio y Raúl, fuera del hotel, a unos pasos de la camioneta. De vez en cuando una carcajada del teacher reverberaba de súbito, mezclándose de inmediato con los demás ruidos de la calle. Carlos José aún estaba en la habitación. Se afeitaba la ligera barba con la misma desechable de hacía dos días. “Estoy listo” Dijo, mientras arrojaba la máquina de afeitar a la basura. Se secó, se golpeó la cara con un líquido verde, se colocó la franela, se peinó, apagó la luz, cerró la puerta.
“Chamo, esta camioneta está sin gasolina”, dijo Horacio al ver la cabina de señalización de la bronco. “Tranquilo, pana...” “Todo está bajo control, Okey...·”. Se dirigían a “la Bella Donna”. Estaban contentos, pues luego de la segunda jornada de trabajo, hasta ahora el encuentro había llenado todas sus expectativas.
El local estaba totalmente lleno. A tientas, entre las mesas ocupadas y los grupos de clientes que bebían y fumaban de pie, diseminados a un lado y otro del bar, los muchachos lograron llegar a la barra, en la cual por su puesto, no cabía un alma. A gritos pidieron cervezas. Como pudieron, se hicieron un lugar entre la multitud en donde, de cuando en cuando, se hacían algún comentario. Pero en realidad, cada uno estaba en su mundo, paladeando su cerveza de un modo mecánico. Raúl sugirió que fueran a otro lugar, haciendo bocina con sus manos, pero los demás hicieron caso omiso a su propuesta. A la media hora, un grupo de empleados de una fábrica de zapatos abandonó el local. Sin perder tiempo y a duras penas lograron sentarse en una mesa ubicada cerca de la barra. “¡Ahora sí, muchachos, vamos a pedir una botella!” Propuso la voz ronca del profesor Andrade. Los demás asintieron con la cabeza.
A las dos horas, comenzó el espectáculo: Alelí y las enfermeras de fuego, encendieron la noche. En medio del ambiente aventurero provocado por los efectos del alcohol y el fragor de la tertulia, se abrió la apuesta. Aquel que fuese capaz de quedarse con una prenda de Alelí, se acostaría con ella esa noche y no precisamente a dormir, acotó Pedro Antonio, antes de una gran carcajada. Entre todos los demás, perdedores en este caso, pagarían el servicio. Alzando los vasos los muchachos brindaron con entusiasmo, aceptando sin vacilaciones el excitante reto.
El Chicano se internó a la habitación un tanto tembloroso. Contrario a lo que imaginó la misma estaba ordenada. La muchacha le sugirió que se desvistiera allí mientras ella hacía otro tanto en el baño. Caminó titubeante, se sentó en la cama; una cama más bien pequeña. Se quitó los zapatos, los colocó al pie, luego la franela, luego el pantalón. En ese instante Alelí apareció ante sus ojos, al tiempo que dejaba caer la toalla al piso; estaba recién bañada, sin sostenes y con una pequeña tanga verde. El pelo suelto. Era realmente excitante tenerla así, indefensa, con unos ojos supuestamente atrevidos y ademanes de seducción un tanto teatrales...
Esta vez no iba a fallarle. Eran apenas las ocho de la mañana de un sábado caluroso y límpido. Se terminaba de retocar frente a aquel gran espejo. “Ay, papacito... hoy si no te pelo”, pensó sonriente, retocándose los labios con sutileza. Su esposo no llegaría hasta la noche. Esa certeza le daba tranquilidad, “aunque pensándolo bien, yo no voy a hacer nada malo”, reflexionó en voz alta.
El chicano llegó a las nueve y cuarto. Esta vez actuaba sin afán, aunque muy en el fondo de sí era preso de una ansiedad inusual que lo impulsaba a proceder con una normalidad exagerada. Se sentó y pidió un café marrón. A lo lejos se escuchaba el vaivén de la ciudad. El cielo estaba de un azul intenso. De pronto, viró la vista a un lado y la vio acercarse, “Debe ser ella”, pensó, secándose las sudorosas manos en el pantalón nuevo...
“¡Hay viene Carlos, muchachos!” Gritó Horacio, enajenado, y todos se voltearon en dirección a la entrada del bar. Aplaudieron, “¡Buena chamo!”, “¿Qué tal culea la hembra?” “¡Brindemos por nuestro culeón favorito!”, Sonidos de vasos en el aire, risas escandalosas, felicitaciones absurdas... EL Chicano la vio perderse detrás de la barra, atesorando en sus manos el olor perturbable de su sexo fugaz...
El último día del Encuentro estuvo agitado. En la mañana, las dos últimas conferencias, muy interesantes, aunque al final algo aburridas. El almuerzo: un caos total. Por la tarde, la entrega de los certificados correspondientes. El viaje de regreso estaba pautado para el día siguiente. Estaban contentos. Desde todos los puntos de vista, el encuentro había sido un éxito. “Además, el Chicano estuvo con la putica más bella que he visto en mi vida” Comentó el profesor Andrade, dándole una palmada a Carlos por la espalda. Por su puesto que la celebración no se hizo esperar, “La Bella Donna” era el destino seguro.
“Llevamos tres sábados viéndonos, ¡Es tan bello!” Le contaba Diana a Sandra por el teléfono inalámbrico, mientras se revisaba las horquetillas del cabello. Afuera llovía a ráfagas. Diana llevaba puesto un camisón amplio, al estilo gitano, y un bluyín ajustado que resaltaba sus formas; acababa de verse con el Chicano. “ ¿Y cuándo van a hacer el amor?” Preguntó Sandra, juguetona, al otro lado de la línea. “¡Coño!, ¿Me crees tan puta?” “No es eso, bobita, sólo preguntaba” aclaró Sandra con ironía. Estuvieron hablando por largo rato. Diana se daba ese lujo, ya que su marido pagaba puntualmente la cuenta telefónica, por muy elevada que ésta fuera. En ese momento el Chicano se daba una ducha, pensando en las cosas que había hablado con Diana. Se sentía bien. El hecho de haber conocido a ese mujerón y de compartir con ella tantas cosas lo hacía sentir dichoso. “El próximo sábado la invito al apartamento” pensó, mientras canturreaba una canción de moda y se enjabonaba una vez más, bajo la helada llovizna del grifo...
En la víspera del viaje de regreso a la capital, nuevamente la Bella Donna fue el lugar escogido por los muchachos para echarse unos buenos tragos y recrear la vista. Durante el recorrido del hotel al bar, no se comentó otra cosa que la suerte que tuvo el Chicano por haber podido disfrutar de la buenaza de Alelí. “Debes estar contento, ¿no, ratica?” dijo Horacio, dirigiéndole una mirada pícara. El profesor Andrade y los muchachos, entre tanto, preguntaban, entre risas y comentarios obscenos: “¿Qué hicieron?, ¿Cómo lo mueve?, ¿Le hiciste aquello?, ¿Le hiciste esto?...Y cosas por el estilo. Carlos José, reía, sonrojándose de cuando en cuando, a medida que el tono de las preguntas aumentaba. De pronto, su celular anunció que acababa de recibir un mensaje de texto. Lo sacó de inmediato del bolsillo del pantalón, era Diana: Te espero el viernes, a las dos. No me falles. Mi marido no llega hasta el sábado. Besos.
La primera botella no alcanzó la media hora y la segunda iba por la mitad. Desde el momento en que se instalaron en la mesa (justo cuando el negro malencarado sacaba a empellones a un borrachito...), Alelí comenzó a deambular entre las mesas vecinas, echando de vez en cuando un rápido vistazo a la mesa donde compartían el Chicano y sus amigos. EL profesor Andrade se dio cuenta de la actitud de la muchacha, y cuando ésta menos lo esperaba, le hizo señas de que se acercara. Alelí acudió al llamado. “¡Hola linda!, ¿Cómo estás?”, Preguntó el profesor, con los ojos enrojecidos por el trago. “Bien”, repuso Alelí. Y al instante inquirió: “¿Desea algo?”, “¿Cómo te fue con el muchacho?”, Interrogó el teacher, señalando a Carlos con la mirada. “Normal...” dijo la muchacha, secamente, y se alejó un poco seria, en medio de las miradas lujuriosas de algunos clientes embriagados. Entre tanto, Carlos, mirando al profesor de modo despectivo, pensó: “viejo verde, si la caga... ¿No?”
Cuando estaban cerrando el local (las luces encendidas, los meseros subían las sillas sobre las mesas y en el fondo se oía música venezolana...), el Chicano, haciéndose el loco, se hizo cerca de la barra, en donde Alelí hacía cuentas con uno de los cajeros. Impulsado por el valor que le daba la borrachera, se acercó a la muchacha, la saludó y le pidió que por favor le diera su número telefónico o su dirección, si era posible. Ella sonrió al verlo en ese estado y no lo pensó dos veces, sacó el monedero de su cartera, extrajo de éste una tarjeta color salmón y se la entregó, en la cual, además del teléfono personal estaba la dirección de su correo electrónico. “¡Coño, mamita, hasta correo tienes!, “¿Y tú qué crees, papito...?”, Dijo Alelí, levantando una ceja con aire coqueto. Luego le dio un beso en la mejilla, sin dejar de sonreír, le pidió que la llamase o escribiese pronto y se retiró como si nada.
“¡Qué espalda tan perfecta, Dios mío!” Pensó el Chicano, acariciándole la espalda a Diana, que yacía desnuda a su lado. Acababan de hacer el amor. Por los grandes ventanales un aire glacial se internaba incesantemente a la habitación; sin duda, era una hermosa y plácida tarde de un viernes cualquiera. Hicieron el amor con tranquilidad, sin más sobresaltos que los provocados por el éxtasis y la lujuria de sus cuerpos, completamente entregados a los dulzores de aquella pasión furtiva. Al final de cada orgasmo, se dedicaban a comentarse sus cosas, por muy triviales que éstas fueran. En esta ocasión, Carlos José comentaba lo concerniente al encuentro. “Ay, papi, me alegra que te haya ido tan bien.” Dijo Diana, tiernamente, mientras un brillo extraño fulguraba en sus ojos...
Eran las cuatro y veinte minutos de la madrugada de un sábado cálido de junio cuando el cadáver fue encontrado, en medio de gritos de espanto, desmayos y demás. Desnuda, con varias puñaladas en su abdomen, yacía amarrada por manos y pies a la vieja cama de una de las habitaciones de aquel club nocturno en donde tantas veces había prestado sus servicios. Según las primeras investigaciones del Cuerpo de Investigaciones Criminalísticas y Policiales, la hermosa chica respondía al nombre de Carmen García, de 26 años de edad, de nacionalidad venezolana, quien llevaba dos años laborando como trabajadora sexual en la “Bella Donna”.
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